Marianne
Marzo de 2015.
El viento estaba soplando muy fuerte aquella
tarde, y Marianne sonreía de oreja a oreja porque estaba feliz por ello. Amaba sentir el viento sobre su piel bronceada, y aunque tenía un poco de frío por el vestido corto que llevaba puesto, lo estaba disfrutando, danzaba con el viento.
Marianne García era la chica más feliz y soñadora del mundo, o eso decía cualquier persona que la conocía, y ella lo creía de verdad. No tenía muchos bienes materiales, de hecho, a veces tenía que realizar diversos trabajos para poder comer, pero se sentía vigorosa y capaz de comerse al mundo si
se lo proponía.
Su madre siempre le decía que todo tenía solución menos la muerte. La había criado para ser una mujer optimista, para disfrutar la vida y para encontrar soluciones a cualquier problema.
Ella era absolutamente feliz.
No le importaba para nada parecer una tonta,
estaba muy emocionada por el buen clima y
porque en sus manos sostenía unas bolsas con las compras que su vecino le había mandado a hacer para la fiesta que se estaba celebrando en la pensión donde vivía.
Cuando llegó ya casi todo estaba listo y le entregó al vecino las compras.
—Muchas gracias, Mar.
—No hay de que, Don Fabián —respondió la
muchacha—, ¿dónde está mi mamá? —preguntó cuando observó a su alrededor y no la vio ayudando. Todos los vecinos estaban de aquí para allá acomodando las mesas, sillas y demás.
—Se metió a su casa, hija, dijo que te quería ver cuando llegaras, ve.
—Está bien, gracias. Ahorita vengo.
Marianne dejó esa expresión feliz y corrió a su pequeña casa, la cual estaba en el segundo piso de la pensión. Abrió la puerta y encontró a su mamá sentada en el comedor haciendo unas cuentas.
— ¿Qué haces, mamita? —cuestionó Marianne con dulzura. Su madre no sabía hablar mucho el inglés, solo el español, al contrario de ella que sabía ambos idiomas.
—Ay, hijita, es que estamos amoladas este mes. No nos va a alcanzar para la renta, no he tenido muchos pedidos porque mi máquina de coser sigue sin funcionar. Te iba a decir hace rato, pero te fuiste a ese mandado.
—No te me preocupes, yo veré que hago, pero vamos a la fiesta, anda, ¿sí?
—Está bien, mi niña. De todas maneras hay buenas noticias, van a abrir pronto una sastrería y a ver si me dan trabajo ahí.
— ¡¿De veras?! —exclamó Marianne, con ese típico entusiasmo suyo—. A lo mejor
podemos entrar las dos, yo también sé
coser.
No era tan buena como su madre, pero no lo hacía mal. Había heredado la facilidad para coser y también para usar las máquinas.
Carlota, su madre, asintió.
—Ojalá que sí, así dejas tu trabajo en el bar.
—No, trabajaría en los dos lugares, no me pagan tan mal en el bar—contestó Marianne,
desenredándose su largo y ondulado cabello
oscuro con los dedos.
—No me gusta que vayas a ese lugar, ¿y si un día te faltan al respeto? Estás muy bonita.
—Ya, mami, no pasa nada, ya sabes que el dueño es Don Óscar, él me cuida mucho. Cualquier cosa que pase le aviso y ya está.
—Ay, mi niña, tú todo lo ves tan fácil.
—Tú me enseñaste —le recordó Marianne con una sonrisa radiante.
—Es verdad, mejor vamos a la fiesta y dejemos de preocuparnos por eso, luego lo resolvemos. Ya Dios proveerá, nunca nos abandona.
—Así es, mamita —dijo la alegre muchacha,
abrazando a su madre por los hombros. Ambas salieron de su pequeña casa y se dirigieron al piso de abajo para seguir ayudando.
Marianne se divirtió a lo grande en aquel convivio, bailando hasta que los pies le dolieron e incluso después de eso. Bailó con los niños, con algunos jóvenes vecinos y con su mejor amiga Cloe.
Las dos chicas de veintidós años eran amigas desde muy temprana edad. Más que amigas, se consideraban hermanas.
—Estuvo buenísimo, pero ya no puedo más —lloriqueó Cloe mientras se metían a la casa de Marianne—. Me arden los pies, estos zapatos me matan.
—Oh, pobrecita. —Marianne hizo un puchero—. Siéntate, ahora te traigo una pomada que es buena para eso.
Cloe se sentó en el único sofá que había en la vivienda para quitarse los zapatos de tacón que se había puesto. Marianne se dirigió al baño a buscar aquella pomada, que recordaba haber dejado en el botiquín.
—Toma, esto te va a ayudar —le dijo a Cloe
mientras se acercaba a esta para tenderle la
pomada.
—Gracias, hermanita. —Sonrió la rubia. Marianne puso los ojos en blanco y soltó una leve carcajada al mismo tiempo en que se sentaba a su lado.
—No hay de qué, pero ya te he dicho que no te pongas esos tacones para bailar. Uno de estos días te vas a dar en la torre.
—Ya sé, ya sé, pero es que quería verme guapa para William, y ya has visto que me invitó a bailar.
—Sí, sí, vi —respondió contenta, observando como su amiga se colocaba la pomada—. Pero igual tú le gustas, aunque no tengas tacones.
—Pero está muy alto, amiga, yo no fui bendecida con una altura decente como la tuya.
—No soy tan alta. —Se rio Marianne—. Tú eres la enana.
— ¡Oye! —se quejó Cloe, quien luego se echó a reír. Las dos amigas terminaron bromeando durante un buen rato hasta que Carlota llegó y les dijo que era hora de irse a dormir, pues era tarde.
Las dos amigas se despidieron y quedaron de verse al siguiente día.
•••
Marianne se levantó temprano e hizo el desayuno mientras bailaba al ritmo de la canción que ella misma cantaba. No tenían tanta comida, pero se las arregló para conseguir un plato decente y completo para las dos.
Carlota estaba sentada en el sofá cosiendo a mano unos pantalones que le habían pedido que remendara.
—Ven, mamita, ya está listo el desayuno —le dijo Marianne a su madre mientras colocaba los dos platos en el pequeño comedor. Esta última alzo la vista y sonrió.
—Huele muy bien, mijita, ahorita voy.
—Deja eso y ven a comer, que se va a enfriar. —Gruñó la joven. Carlota solo se rio y dejó sobre el sofá aquel pantalón, luego de darle la última puntada.
Madre e hija desayunaron en armonía, pese a ser conscientes de sus problemas. Esa misma mañana, Marianne iría a ver si aquella sastrería estaba por abrir sus puertas.
Una vez que terminaron, Carlota levantó los platos y Marianne se fue a vestir con uno de sus vestidos veraniegos, ya que no esperaba que ese lugar estuviese abierto.
Pero se equivocaba y, al llegar a la dirección que su madre le había dicho, se encontró con las puertas abiertas de aquel enorme lugar al que ingresó sin dudar, quedándose boquiabierta al ver la elegante tienda y todos aquellos finos trajes colgados en las estanterías empotradas.
Pasó la mano por una hilera de trajes y se dio
cuenta de la calidad de las telas, hecho que la impresionó y la hizo sonreír, pero, a su vez, la intimidó. Si bien confiaba en la capacidad de su madre para manejar tal material, ella no tenía la suficiente experiencia como para hacerlo.
Suspiró y giró sobre sus talones para salir de aquel lugar, dando un respingo al ver entrar a un par de hombres ataviados en finos trajes como los de la tienda.
— ¿Busca algo en particular, señorita? —la
llamó una dependienta, y Marianne se volvió para mirarla—. Hoy es la inauguración de la tienda y tenemos unas promociones que…
— ¿Promociones en Schneider?, ¿quién
autorizó tal cosa? —gritó un iracundo señor,
haciendo sobresaltar a ambas jóvenes—. El
valor de estos trajes no se puede rebajar
bajo ninguna circunstancia.
Marianne se giró hacia aquel sujeto, quien era uno de aquellos hombres que vio entrar. Este parecía muy mayor, pero imponía miedo.
—Lo siento, señor, pero el gerente…
—Ahora mismo hablaré con él —interrumpió el anciano a la dependienta, y luego bajó la mirada hacia Marianne para observarla de forma despectiva—. Lo sentimos por este malentendido, pero aquí no hay ofertas, no es tienda de segunda mano.
—Yo no venía a comprar nada, venía a buscar trabajo como costurera —espetó Marianne sintiéndose humillada.
Tal y como esperaba, el señor se burló de ella, echándose a reír de una manera muy desagradable para sus oídos.
— No comprendo qué es lo que le hace gracia —dijo enojada. Ella era muy alegre, risueña y buena persona, pero no carecía de
carácter para defenderse si la situación lo
ameritaba.
— Que pretendas buscar trabajo en una
sastrería donde se requieren expertos. Las
telas que se manejan aquí no pueden ser
tocadas por cualquiera.
— ¿Y cómo sabe usted que yo no soy experta? —lo retó, a pesar de ser consciente de que no lo era. Solo deseaba sacar de sus casillas a aquel tipo grosero.
—Tu manera de vestir y de comportarte te delata —respondió él—. Será mejor que te vayas, no contratamos por caridad, además, los puestos ya fueron ocupados.
Empujó al tipo y salió con paso apresurado y
furioso hacia la salida. Estaba tan enojada que no pudo ver a la persona que iba entrando y de forma inevitable chocó contra esta.
— ¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó una voz seductora y con un acento bastante extraño, muy parecido al de su vecino alemán.
Marianne alzó la vista, encontrándose con un par de confundidos ojos azules pertenecientes a un rostro muy varonil y atractivo.
Se quedó sin aliento al ver a aquel hombre que la sostenía por los codos, y no pudo evitar morderse el labio, gesto que rápidamente deshizo para no ponerse en evidencia.
—No, no estoy bien. —Marianne negó con la
cabeza—. Te recomiendo que no vuelvas aquí, tratan muy mal a las personas, solo le bastaba decirme que no me contrataban y ya.
Se soltó del agarre del guapísimo rubio, quien la miraba de arriba abajo, pero no como aquel señor mayor, sino de una forma extraña que le causó escalofríos.
Marianne advirtió el peligro en él desde el primer momento, por lo que intentó irse, siendo detenida de un brazo por el desconocido, quien también portaba un traje.
— Voy a hacer que se disculpe contigo, ¿cuál es tu nombre? —preguntó el alemán.
—No, no me interesan las disculpas de ese señor —repuso Marianne jalando el brazo para liberarse—. Que tenga un buen día.
Y antes de que aquel hombre la detuviera, ella salió corriendo y soltando palabrotas entre dientes, pero dispuesta a olvidarse de lo acontecido. No valía la pena amargar su vida por personas altaneras.
Podían arrebatarle todo, menos la felicidad y la tranquilidad. Ya encontraría otro trabajo para ella y para su madre, se toparía con personas amables, como siempre le había sucedido.
Lo que Marianne ignoraba era que, momentos antes, había despertado la curiosidad y el deseo de un hombre que no descansaría hasta encontrarla y arrebatarle lo que más ella apreciaba.
Su felicidad.