Marianne
— ¿Y bien? ¿Qué pasó, mi niña?—la cuestionó su madre con un tono dulce. Marianne todavía seguía algo enojada, pero disimuló frente a ella.
—Lo siento, mami, ya no hay puestos. Se ocuparon todos—dijo, omitiendo la parte de aquel señor prepotente para no alarmarla—. Pero ya verás que vamos a encontrar algo, tú no te preocupes.
—Yo lo sé, mi niña, vamos a encontrar algo, por supuesto que sí.
—Te amo, mamita—expresó Marianne,
acercándose a ella para abrazarla, lo cual no le pareció extraño a Carlota, dado que esta siempre había sido muy cariñosa—. Le voy a echar muchas ganas para encontrar otro trabajo, me iré a cambiar para ir a buscar. Todavía tengo algunas horas antes de que me tenga que ir.
—Está bien, muñequita, pero cuídate y considera lo de salirte del bar, no me gusta que andes en la noche por esos rumbos.
—Es lo que hay, no puedo dejar ese trabajo—replicó la joven—. Voy a pedir un adelanto para ver si ya podemos mandar a arreglar tu máquina de coser.
—Sería muy bueno, a ver si don Óscar te lo quiere dar.
—Es poco probable, pero voy a ver. Nunca le he pedido algo así, yo confío en que algo me pueda dar y que me vaya bien hoy con las propinas.
—Dios permita que sí.
Marianne le sonrió a su madre y fue a su
habitación, la cual compartía con Carlota, pero ambas tenían su propia cama individual. Marianne se quitó aquel vestido y se vistió con unos desgastados pantalones de mezclilla y una camisa azul. Se sujetó el cabello en una coleta para después ponerse unos tenis que, aunque estaban un poco rotos, estaban impecables.
—Ya me voy, mamá, vuelvo en dos horas. Voy con Cloe—avisó. Su madre, desde la cocina, asintió.
—Dios te bendiga, mi niña—le hizo una señal de bendición al aire, ya que se encontraba con las manos grasosas por la comida que estaba preparando.
La enérgica muchacha salió de su vivienda para ir a
buscar a su amiga, quien ya la estaba esperando al
bajar las escaleras.
—Vámonos, se hace tarde—le instó Cloe.
—Vamos.
Las dos amigas salieron de la pensión, muy
entusiasmadas ante la perspectiva de encontrar trabajo. Cloe no era tan positiva como Marianne, pero ese día tenía una buena actitud, dado que había visto un anuncio en una oficina y otro en un supermercado.
—Tal vez consigas en la oficina, tomaste un curso de secretariado—animó Marianne a la rubia, quien asintió.
—Espero que de algo haya servido y me quede con el puesto, aunque también sería bueno que tú también pudieras, necesitas el empleo.
—El supermercado me parece bien, sé atender a las personas y dispongo de tiempo.
—Eso sí, tú eres muy amable y paciente.
—Hoy perdí la paciencia con alguien—admitió Marianne, avergonzada.
—Cuéntame eso, ¿qué sucedió?
La joven suspiró y, mientras caminaban, contó a su mejor amiga lo que había ocurrido en esa sastrería, omitiendo su encuentro con ese hombre rubio en el que no deseaba pensar, pues la ponía intranquila. Se había sentido atraída por él en un primer instante, pero al ver como este la miraba, quiso escapar, poner distancia.
Había conocido la mirada de hombres lujuriosos en
el bar, y, aunque le eran desagradables, no se
podía comparar con la que aquel presunto alemán
le había dedicado. Su mirada estaba cargada de
lujuria, pero también de odio, de desagrado, de
ganas de dañar. No la vio como a otro ser humano
que siente, sino como a una cosa desechable.
—Que desgraciado ese hombre—dijo Cloe con indignación y negando con la cabeza—. Hay maneras para decir las cosas.
—Estoy de acuerdo, yo no me hubiera ofendido si me hubiera dicho que solicitaban gente profesional en ello o que los puestos ya estaban ocupados. No entiendo la necesidad de humillar—respondió,
volviendo a enojarse—. Pero jamás volveré a pisar esa tienda en mi vida.
—No, yo tampoco, bueno, de todas formas
tampoco es que nos lo podamos permitir—se rio la rubia, aligerando el ambiente. Marianne también soltó una risita y le dio la razón a su amiga.
La búsqueda de empleo fue buena para ambas.
Consiguieron trabajo en los lugares que habían
predicho: Cloe en la oficina, Marianne en el
supermercado como cajera. Ese hecho las mantuvo
parloteando felizmente mientras paseaban
durante un rato más.
—Por fin dejó de latirme el corazón como loco—dijo Cloe mientras se sentaban en la banca de un parque—. Me moría de los nervios.
—No se notó—la elogió Marianne, quien le tomó un sorbo a la bebida que le invitó su amiga—. Lo hiciste excelente.
—Gracias, Mar. Tú también lo hiciste muy bien, aunque me hubiera gustado que lo intentaras con la oficina.
—Solo tenían un puesto, no iba a pelear por él cuando tú lo mereces más que nadie.
—Eres un amor, amiga, siempre piensas en los demás, pero deberías pensar en ti alguna vez.
El rostro de Cloe perdió la sonrisa y miró a
Marianne con una mueca.
—Pienso en mí, claro que lo hago, pero también tengo que ayudar a mi mamá—explicó a su triste amiga—. No te preocupes por mí, a pesar de todo, estoy feliz, tengo salud, tengo trabajo ahora, y pronto voy a mandar a arreglar la máquina de coser de mi mamá. Por cierto, dale gracias a tu papá por haberle hecho encargos.
—Bueno, lo necesitaba, pero siempre estaremos para apoyarlos, en lo poco que se pueda, pero lo haremos.
—Te amo, hermanita, ¿Lo sabías?
Marianne se recostó en el hombro de su amiga, quien ahora sonreía.
—Y yo a ti, Mar. Ya verás que algún día nos irá
mejor.
—Yo sé que sí.
•••
—No sabes cuánto me alegra, hijita—expresó Carlota cuando Marianne regresó a casa y le contó lo de su unevo trabajo—. Y lo mejor es que es cerca de la casa.
—Sí, es lo que más me gustó, que está muy cerca de aquí y no interferirá con mi horario en el bar.
Su madre suspiró, pero no emitió comentario
alguno. Marianne puso los ojos en blanco y sonrió porque de nuevo sentía que su madre exageraba con respecto al tema del bar. Ella nunca había corrido peligro, su jefe y sus demás compañeros la apoyaban si alguien la hacía sentir incómoda.
Unas horas después, la feliz joven recogía unas bebidas en la barra. Dentro del lugar Hacía mucho calor, puesto que estaban teniendo más visitantes de lo habitual debido a un partido amistoso de futbol soccer.
Unas gotas de sudor resbalaron por su sien, las cuales limpió luego de servir las bebidas a un grupo de hombres corpulentos, que estaban bastante interesados en la televisión. Y era por este motivo que a Marianne le gustaban los días así, a pesar de la incomodidad que le causaba sudar con su uniforme puesto: nadie la miraba con lascivia o, si lo hacían, ella no se percataba.
Siguió con su trabajo sin quejarse, pensando
emocionada en el nuevo empleo que tendría a partir del día siguiente. A ella le gustaba estar activa, tener la mente ocupada, y siempre había sentido la curiosidad por ser cajera, aunque también le generaba algo de temor, dado que sería responsable por el dinero de la caja.
También estaba que saltaba de alegría porque su jefe le había concedido el adelanto que solicitó al llegar. Don Oscar estaba de muy buen humor, por lo que no le fue difícil a Marianne conseguirlo.
La noche trascurría de manera normal hasta que de pronto, cuando fue a dejar una bandeja vacía a la barra, entró ese atractivo alemán por la puerta. Marianne sintió su pulso acelerarse y se dio la vuelta para no ser vista por ese hombre.
Marianne había reflexionado sobre el asunto y ya había decidido no ser prejuiciosa, que tal vez se estuviese equivocando con respecto a ese hombre, pero, aun así, decidió no aparecer dentro de su campo visual, observándolo a lo lejos tomar una
cerveza, totalmente solo en un principio, pero después se le unió una mujer atractiva que le susurró un par de cosas al oído.
Trató de no prestar atención; sin embargo, pocos segundos después, vio a ese par dirigirse al baño.
Ella no era metida en los asuntos de los demás,
pero algo la instó a perseguirlos y darse cuenta de
lo que estaban haciendo dentro del baño de
mujeres, asomada por la puerta entreabierta. El
rubio arremetía sin piedad alguna contra la
morena, quien tenía las manos apoyadas en el
lavabo y gemía de una manera escandalosa. La
escena le causó repulsión en un inicio, pero
después un extraño morbo, pues no apartaba la
vista.
La mujer disfrutaba, el hombre no parecía hacerlo del todo, pues no emitía sonido alguno, como si fuese un acto mecánico, y Marianne se preguntó por qué, luego sacudió la cabeza y ganó su ética laboral, la que hizo que abriera la puerta y enfrentara a ese par de pervertidos.
—Perdón que interrumpa, pero no pueden tener relaciones sexuales aquí. Son reglas del bar—dijo, sintiendo sus mejillas arder y tratando de no hacer contacto visual con el desconocido que tenía puesta una camisa de botones negra y unos vaqueros, y no un traje como cuando lo había conocido.
La mujer se enderezó de inmediato y pidió
disculpas, para luego salir corriendo. El alemán, no obstante, se quedó contemplándola, sin rastro alguno de vergüenza, por el contrario, parecía
excitado ahora y seguía con una notable erección cubierta por un preservativo.
Una muy grande erección.
— ¿Nos espiabas?—preguntó burlón.
—No, solo me di cuenta de lo que harían y vine a detenerlos. Este es un bar, no un motel de paso, con su permiso.
Marianne salió huyendo de aquel baño, sintiendo que había sido un error frenar a esas dos personas, a pesar de que ya había estado en situaciones bastante similares desde que trabajaba ahí. Algo le decía que ese hombre era diferente a los demás clientes, y deseó con todas sus fuerzas que se marchara de ahí, que ya no volviera.
Y no volvió a verlo durante el resto de su turno, por lo que pudo trabajar tranquila sirviendo más tragos y limpiando mesas, recibiendo buenas propinas de los aficionados ganadores.
— ¡Con esto junto más dinero para la máquina de mi madre!—le contó emocionada a Cristel, la compañera con la que se llevaba mejor.
—Me da gusto, nena, yo también tuve buenas propinas. Esta fue una muy buena noche.
—Eh, sí, lo fue—Marianne se rio de forma
nerviosa, pero Cristel no lo notó.
—Tú quieres mucho a tu mamá, ¿verdad? Siempre hablas de ella y quieres darle todo.
—La adoro, es la persona que más amo en el
mundo. Me sacó adelante sola, me ha dado lo mejor que ha podido, ahora me toca a mí
corresponderle con algo.
—Eso está bien, Mar, pero también deberías darte tus gustos, no sé, tener un novio. Yo quiero mucho a mi madre, pero también tengo novio.
—No ha llegado nadie que me guste de esa
forma—confesó—. Pero si llega está bien, voy a ser más feliz. Espero que sea muy bueno conmigo y que tenga buen sentido del humor.
—Claro, es lo menos que mereces—dijo Cristel, sonriente—. Y si no te trata bien, se las verá conmigo.
—Te lo diré—bromeó Marianne. Ambas
compañeras rieron y conversaron hasta que
terminaron de acomodar las mesas y fue hora de marcharse.
El viento helado hizo estremecer a la joven, puesto que aún la tela estaba mojada por su sudor. Solo esperaba no enfermarse por el cambio brusco de temperatura.
Comenzó a caminar por el camino de siempre. A esa hora ya no habían transportes públicos, por ende, debía regresar caminando. Era un camino algo largo por ser a pie, pero ya Marianne estaba acostumbrada a recorrerlo a esas altas horas de la noche.
Pero esa noche sería diferente, y ella no lo sabía. Al desear cruzar una calle, alguien envolvió su cintura con los brazos, haciéndola patalear.
—Suélteme, suélteme, no tengo nada de valor—sollozó, muy asustada.
—Natürlich, mein schatz—susurró un hombre en su oído, provocando que se paralizara y que su pulso se disparara aún más. No sabía lo que le habían dicho, pero sin duda era alemán, y ese hombre era el tipo de la tienda y del baño; su voz resultaba muy característica y atrayente—. Y quiero todo eso de ti.
— ¿Qué quieres de mí?—preguntó Marianne
en voz muy baja, conteniendo casi la respiración.
—Tu amor. Quiero tu amor.