El día anterior había sido, sin duda, uno de esos días que se quedan grabados en la memoria, un día extraño que Leo no podía sacudir de su mente. La propuesta del hombre misterioso que le había ofrecido un trabajo en el mundo de la lencería femenina para hombres había dejado una huella indeleble en su corazón. Era un concepto que le resultaba tanto intrigante como desconcertante. Leo era un hombre que, a pesar de su vida relativamente tranquila, nunca había imaginado adentrarse en un mundo tan peculiar. Sin embargo, eso no le preocupaba demasiado; había encontrado consuelo en su nuevo amigo Alex, a quien había conocido durante su viaje a París apenas dos días atrás. Hoy era un día especial: la inauguración de un nuevo museo de artes en el corazón de Francia. El arte siempre había sido una pasión compartida entre ambos, pero para Alex, esa pasión era casi una obsesión. Había llegado a Francia con el único objetivo de sumergirse en las bellas artes y disfrutar cada rincón del museo, mientras que Leo simplemente deseaba acompañarlo y compartir su felicidad. Para él, la alegría de Alex era contagiosa; ver a su amigo emocionado le llenaba de energía y entusiasmo. Sin embargo, la tarde del evento comenzó a tornarse sombría. Justo a la hora en que los invitados comenzaban a llegar al museo, el cielo se cubrió de un gris ominoso. Nubes pesadas y de colores apagados empezaron a desplazar al sol, como si quisieran apagar la luz del día. Leo sentía cómo un nudo se formaba en su estómago. A pesar de su deseo ferviente por estar al lado de Alex, una inquietud inconfesable se apoderó de él: el terror a las tormentas. En casa de Alex, ambos estaban listos para salir. Habían preparado sus ropas impermeables: chaquetas resistentes al agua, botas altas y paraguas robustos. Pero no llevaban equipaje para la tormenta; solo llevaban consigo la determinación de disfrutar del arte y la compañía mutua. Antes de salir, como si estuvieran por embarcarse en una aventura peligrosa, se persignaron y dejaron su bienestar en manos de Dios. Leo sabía que tenía que apretar los dientes y reunir todo el valor posible; si no lo hacía, temía que sus piernas temblaran tanto que se sintiera como si estuviera a punto de desmayarse. Con cada paso hacia el museo, el cielo parecía oscurecerse aún más. Sin embargo, Alex caminaba con una sonrisa radiante, completamente ajeno al torbellino emocional que se desataba dentro de Leo. Al llegar al museo, fueron recibidos por el bullicio alegre de otros visitantes emocionados por las exposiciones. Las obras maestras colgaban orgullosamente en las paredes blancas y pulidas; cada rincón prometía una nueva historia por descubrir. Leo trató de concentrarse en las pinturas vibrantes y las esculturas cautivadoras mientras tomaban fotos y comentaban sobre cada pieza con entusiasmo. Sin embargo, todo cambió abruptamente cuando un trueno ensordecedor resonó desde lo alto del edificio. La vibración recorrió el suelo bajo sus pies y reverberó en sus corazones. Leo sintió cómo su cuerpo se paralizaba; antes incluso de darse cuenta de lo que estaba sucediendo, un grito desgarrador salió involuntariamente de sus labios. Las lágrimas brotaron rápidamente como si hubieran estado esperando ese momento para liberarse. A su alrededor, la gente empezó a murmurar sobre lo "infantil" que era Leo ante las tormentas; esos comentarios crueles atravesaron su corazón como cuchillos afilados. En medio del caos emocional, Alex reaccionó instintivamente; sin dudarlo ni un segundo, lo abrazó con fuerza. Su abrazo fue cálido y reconfortante; era como si pudiera absorber todo el miedo que inundaba a Leo. "Está bien," murmuró Alex suavemente al oído de Leo, tratando de infundirle calma con su voz serena. "No hay nada que temer aquí." Pero para Leo eso no era suficiente; sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor mientras luchaba contra sus propios demonios internos. La vergüenza lo consumía al ver cómo otros lo miraban con desdén. En ese instante tan vulnerable, deseó poder desaparecer. Alex notó la angustia reflejada en los ojos de Leo y se llenó de rabia hacia aquellos desconocidos que no comprendían lo difícil que podía ser enfrentarse a los propios miedos. Sin pensarlo dos veces, levantó a Leo en brazos y comenzó a caminar hacia la salida del museo con determinación. La gente miraba sorprendida mientras pasaban junto a ellos; algunos sonreían con simpatía mientras otros parecían criticarlo aún más por su "debilidad". Pero Alex no se detuvo ante esas miradas; para él solo importaba proteger a Leo. Una vez fuera del museo y bajo la lluvia torrencial que comenzaba a caer con fuerza sobre París, Alex llevó a Leo hacia su apartamento cercano donde podría ofrecerle refugio y calidez lejos del bullicio exterior. En casa, después del tumulto emocional vivido esa tarde, Alex tomó asiento junto a Leo en el sofá mientras la lluvia golpeaba con fuerza las ventanas. El sonido del agua caía como una melodía suave pero poderosa; era un recordatorio constante del caos exterior pero también del abrigo seguro dentro del hogar. "Lo siento mucho," dijo Alex suavemente mientras acariciaba el brazo tembloroso de Leo con ternura. "No debí haberte llevado allí si sabía cuánto te asustaban las tormentas." Leo miró hacia abajo avergonzado pero también agradecido por la compasión incondicional que le brindaba su amigo. "No es tu culpa," murmuró casi inaudiblemente mientras luchaba por controlar sus emociones aún desbordantes. Alex se inclinó hacia él y envolvió sus brazos alrededor del cuerpo tembloroso de Leo nuevamente; esta vez fue un abrazo más prolongado y lleno de cariño sincero. "Te prometo que siempre estaré aquí para ti," dijo con voz firme pero suave. Las palabras resonaron profundamente dentro del corazón de Leo; sentía cómo poco a poco sus miedos comenzaban a desvanecerse bajo el calor del abrazo cálido y protector que le ofrecía Alex. A medida que pasaban los minutos sumidos en ese momento reconfortante entre ellos dos-el sonido relajante del agua cayendo afuera-Leo comprendió algo fundamental: aunque hubiera tormentas externas e internas por enfrentar en la vida, siempre habría alguien dispuesto a sostenerlo cuando más lo necesitara.