Mientras la ciudad seguía disfrutando de la bonanza temporal de los precios bajos en el local de Dante, el resto del reino se sumía en el caos. Los demonios avanzaban sin piedad, devastando las tierras que antes eran prósperas, y aunque aún no habían llegado a la capital, las noticias de su destrucción se esparcían como fuego. Las rutas comerciales estaban cortadas, las aldeas cercanas eran abandonadas, y los refugios improvisados se llenaban de campesinos y nobles por igual, todos buscando alguna forma de escapar de la masacre que parecía inevitable.
Dante, por su parte, se mantenía en su mansión, al tanto de todo lo que sucedía, pero completamente indiferente. Para él, las noticias del caos solo eran un eco lejano. Sabía que mientras la barrera mágica que había creado permaneciera intacta, los demonios no serían un problema inmediato. Además, cualquier amenaza que representaran para la ciudad solo servía para afianzar su control sobre ella.
Sentado en su salón, Dante observaba un mapa detallado del reino. Las marcas de las zonas arrasadas por los demonios eran numerosas, y sus ojos se movían perezosamente de una a otra, sin mostrar ninguna preocupación. Sabía que la capital era ahora una jaula de oro, donde los ciudadanos vivían bajo su control, y donde nadie se atrevía a desafiarlo.
—Parece que los demonios están haciendo su trabajo mejor de lo que esperaba —murmuró con una sonrisa—. Cuanto más caos haya afuera, más fácil será para mí mantener mi dominio aquí.
Justo en ese momento, Irilith entró al salón. Su rostro estaba marcado por la sumisión total que había alcanzado en los últimos días. A pesar de la breve tregua que Dante le había dado, los dispositivos que llevaba seguían recordándole constantemente quién estaba al mando. Había llegado a un punto en el que ya no intentaba resistirse. Su voluntad había sido completamente quebrada, y ahora su única preocupación era servir a Dante en lo que él le pidiera.
—Los informes de los comerciantes siguen llegando, mi señor —dijo Irilith, con la voz apagada pero sumisa—. Las rutas al norte están completamente cerradas, y los pocos que intentan cruzarlas son capturados o asesinados por los demonios.
Dante asintió lentamente, sin apartar la vista del mapa.
—No me sorprende. Los demonios no son tan estúpidos como parecen. Saben que mantener el caos fuera de la ciudad los beneficia. Y mientras no lleguen aquí... no tengo de qué preocuparme.
Irilith permaneció de pie en silencio, esperando cualquier nueva orden de Dante. Sabía que su papel ahora era simplemente el de una herramienta más en su creciente imperio de poder.
—Dime, Irilith —preguntó Dante, desviando finalmente la mirada hacia ella—. ¿Qué opinas de toda esta situación? El reino cayendo a pedazos, los demonios tomando el control... Y mientras tanto, nosotros aquí, en nuestra pequeña burbuja de comodidad. ¿No te parece irónico?
Irilith mantuvo la mirada baja, su mente ya no respondía de la misma manera que antes. Los días de resistencia habían terminado, y ahora solo respondía a sus mandatos.
—Es lo que has deseado, mi señor. Y lo que tú deseas es lo único que importa —respondió en un tono suave.
Dante soltó una carcajada.
—Exactamente, querida. Lo que yo deseo es lo único que importa.
La calma superficial en la ciudad era solo una máscara que ocultaba las tensiones que se acumulaban en cada rincón. Los ciudadanos, aunque aliviados por el acceso a la comida, empezaban a notar que los recursos eran limitados. A medida que el caos fuera de la barrera seguía creciendo, más refugiados llegaban a la capital, y la presión sobre los suministros comenzaba a aumentar.
Mientras el reino se desmoronaba bajo el asedio de los demonios, la heroína luchaba desesperadamente en las fronteras, tratando de contener a las hordas que amenazaban con destruir todo a su paso. Pero, por más que se esforzara, su poder solo servía para detener temporalmente el avance de las criaturas. Cada batalla ganada era solo un respiro breve, antes de que los demonios volvieran a atacar con más ferocidad. La heroína, agotada y sin esperanza, comenzaba a darse cuenta de que estaba perdiendo la guerra.
A pesar de su valentía, sabía que su fuerza era insuficiente para detener el avance demoníaco. En sus momentos más oscuros, se preguntaba por qué la diosa que la había elegido no le daba el poder suficiente para cumplir con su misión. Pero sabía la respuesta, aunque no quisiera admitirla: la diosa estaba atada a las acciones de otra persona, y esa persona era Dante.
Y así fue como, en una noche oscura, la diosa decidió hacer lo que más detestaba: aparecerse ante Dante para pedir su ayuda. A pesar de que lo había invocado para derrotar al Rey Demonio, sabía que el poder de Dante estaba más allá de cualquier control, y que él hacía lo que quería, cuando quería.
Dante, que se encontraba recostado en su sillón, observando el mapa del reino como siempre, sintió su presencia antes de que ella siquiera hablara. La luz suave y celestial que rodeaba a la diosa contrastaba violentamente con el aura oscura y caótica que Dante irradiaba.
—Dante —dijo la diosa, con su tono solemne—. El reino está al borde de la destrucción. Los demonios avanzan y la heroína no puede detenerlos por mucho más tiempo. Te he invocado para que detengas esta amenaza. Es tu deber...
Antes de que pudiera continuar, Dante la interrumpió, levantando una mano para silenciarla. Su expresión, cargada de desprecio y burla, era la misma que había tenido desde el día en que fue arrancado de su mundo.
—Ah, ya veo... La perra celestial ha venido a pedirme ayuda otra vez —dijo Dante, con una risa baja que retumbaba en la habitación—. ¿Qué pasa, diosa? ¿La heroína no es suficiente? ¿O es que simplemente has aceptado que yo soy el único con el poder para solucionar este desastre?
La diosa lo observó con tristeza, sabiendo que cada palabra que él pronunciaba estaba cargada de odio y desprecio. Había intentado razonar con él en el pasado, pero todo había sido en vano. Sin embargo, la situación era crítica, y no podía permitirse el lujo de ignorar el poder de Dante.
—No es momento para tu cinismo, Dante. Si no haces algo, el reino caerá. Los demonios no se detendrán, y pronto ni siquiera la barrera que has levantado podrá protegerte. Necesito que intervengas.
Dante se levantó lentamente de su sillón y se acercó a la diosa, sus ojos llenos de malicia.
—¿Intervenir? —dijo con una sonrisa torcida—. ¿Quieres que salve tu querido reino? ¿Quieres que ayude a tu heroína inútil? —Se inclinó hacia ella, casi susurrando—. Te lo dije hace tiempo, si querías algo de mí, tendrías que ser mi "puta personal". Y parece que aún no has cumplido tu parte, diosa.
La diosa dio un paso atrás, horrorizada por sus palabras. No era la primera vez que Dante le hablaba así, pero cada vez era más difícil soportarlo.
—Dante... por favor —insistió la diosa, su voz suplicante—. El destino de miles está en tus manos. No es solo mi deseo, es el deber que te impuse cuando te traje aquí.
Dante soltó una carcajada, retrocediendo un paso y cruzándose de brazos.
—Ah, ahí está otra vez... "El deber", "la misión". ¿Cuántas veces tengo que decirte que me importa una mierda todo esto? —dijo con una sonrisa despectiva—. Tú fuiste quien me trajo aquí, arrebatándome de mi vida justo cuando estaba a punto de cumplir mi sueño. Así que, si de verdad quieres que haga algo, ya sabes cuál es el precio.
La diosa lo miró, sus ojos llenos de impotencia. Sabía que no tenía control sobre Dante. Su poder era tan vasto que ninguna amenaza o súplica podría doblegarlo. Y aunque había intentado convencerlo por otros medios, estaba claro que él no tenía ninguna intención de ayudar por la razón correcta.
—Entonces no harás nada... —susurró la diosa, con una mezcla de tristeza y frustración.
Dante, con una sonrisa maliciosa, se volvió hacia el mapa y habló sin siquiera mirarla.
—No, no haré nada... a menos que cumplas con mis condiciones. Pero, como siempre, la decisión es tuya.
La diosa desapareció en un destello de luz, dejándolo solo una vez más en su mansión, mientras el reino seguía cayendo en la oscuridad.
Con la diosa fuera de su vista y los demonios avanzando sin que él tuviera prisa por intervenir, Dante volvía a su mansión con una sonrisa de satisfacción. El caos se extendía fuera de la barrera, pero dentro de la ciudad, todo seguía bajo su control. El reino podía desmoronarse, pero mientras la capital dependiera de él, su poder estaba garantizado.
Dentro de su hogar, el ambiente había cambiado. La elfa Irilith, que en algún momento había sido una orgullosa guerrera, ahora era completamente sumisa. Dante había roto su voluntad por completo. Su cuerpo y su mente ya no le pertenecían; ahora eran instrumentos bajo el dominio absoluto de Dante. No quedaba rastro alguno de la resistencia que una vez había mostrado. Ahora era una esclava en todos los sentidos, cumpliendo cada orden sin titubear.
Dante la usaba sin piedad, sabiendo que no quedaba en ella la capacidad de rebelarse. Irilith, en su sumisión total, había llegado al punto más bajo de su existencia. Ahora, era tratada como un objeto más, su cuerpo usado de maneras humillantes y degradantes, y entre ellas, era utilizada como su inodoro personal. Para Dante, su completa sumisión no solo representaba el triunfo sobre su espíritu guerrero, sino también la muestra más clara de su poder total.
Cada vez que necesitaba recordarle su lugar, la llamaba a su servicio con un simple gesto, y ella, sin emitir ni una palabra, obedecía como una herramienta desprovista de voluntad. Este nivel de degradación era un recordatorio constante para Irilith de que ya no era nada más que una extensión de los caprichos de Dante.
Dante, por supuesto, disfrutaba cada segundo de esta situación. Había hecho de la ciudad su patio de juegos, y de Irilith, su más humillada sirvienta. Los ciudadanos fuera de la mansión seguían ignorantes de lo que ocurría dentro de esas paredes, creyendo que Dante era simplemente un noble más con influencia, pero solo aquellos cercanos a él sabían la profundidad de su crueldad.
Mientras la ciudad seguía balanceándose en una calma frágil, los rumores de los demonios avanzando hacia las murallas crecían. Los ciudadanos, aunque agradecidos por la comida barata, empezaban a temer lo inevitable. Sabían que la heroína, por valiente que fuera, no podía detener el avance demoníaco por mucho tiempo. Y aunque Dante parecía tener el control, el miedo a lo que ocurriría si los demonios llegaban hasta la ciudad comenzaba a sembrar el pánico.
Dante observaba todo esto con indiferencia. Sabía que, si los demonios cruzaban la barrera, su poder sería necesario para salvar la ciudad. Pero mientras tanto, disfrutaba de su dominio absoluto, usando a Irilith y controlando cada aspecto de la vida en la capital.
En el fondo, Dante esperaba el momento en que la diosa volvería a suplicarle, sabiendo que el reino se desmoronaba y que él, y solo él, podía decidir su destino. Y mientras tanto, seguía extendiendo su control, un paso a la vez.