El olor a carne quemada se esparcía en el aire mientras el cuerpo entero de Cassandra temblaba por el dolor insoportable que le atravesaba. Si los fuertes brazos de Siroos no la hubieran estado sosteniendo, habría sucumbido al suelo por los efectos de la quemadura que le habían grabado en la parte superior del brazo.
Se mordía los labios con tanta fuerza para contenerse de gritar que sacó sangre. No deseaba parecer débil delante de ellos gritando su angustia.
Siroos la mantenía firme con sus fuertes brazos, pero su propio corazón estaba hecho añicos. Su aliento se había desplazado en su garganta porque no deseaba inhalar el olor a quemado de su carne ni siquiera ver la fea marca roja que había quedado allí.
Arrancando el hierro para marcar, lo lanzó tan lejos que voló por el aire y aterrizó al otro lado del oasis.
—Está bien, estoy aquí —murmuró con rigidez, colocando sus labios en la sien de ella. El sudor brotaba allí donde su cuerpo se estremecía y temblaba sin control.