El hombre se levantó la capucha, revelando su rostro pálido de unos 32 años, con ojeras profundas que delataban noches de insomnio.
—Dos... dos niños? ¿Qué hacen aquí? —preguntó con voz rasposa.
Los niños lo miraron con temor, mientras el hombre se acercaba poco a poco. Los corazones de Ismael y Madelin latían más rápido que nunca, sus respiraciones se entrecortaban y el miedo les robaba la voz. El hombre siguió acercándose hasta quedar frente a ellos. Ismael lo miró a los ojos, unos ojos negros y hundidos, rodeados de ojeras, pero indudablemente humanos.
—Q-¿Quién es usted, señor? —preguntó Ismael, su voz temblorosa.
—No me digas "señor". Mi nombre es Jack, Jack el Mago Negro —respondió el hombre, con una sonrisa que intentaba ser elocuente, pero tenía un matiz siniestro.
—¿No nos harás daño entonces? —preguntó Madelin, apenas un susurro.
La sonrisa de Jack se desvaneció al escuchar esas palabras, y una expresión de disgusto cruzó su rostro. Metió la mano en su bolsillo y sacó una pequeña bolsa marrón, la abrió lentamente y dejó caer un polvo morado brillante en su mano. Los niños retrocedieron instintivamente, sus corazones palpitando con fuerza, como si fueran pequeños tambores. Jack dio un paso adelante, una lágrima resbaló por su mejilla mientras soplaba el polvo morado directamente sobre los niños. Sus cuerpos se sintieron débiles, como si las fuerzas los abandonaran.
—Perdónenme... es lo mejor —dijo con un tono quebrado, antes de que Ismael cayera en la inconsciencia.
Cuando Ismael despertó, el cuarto estaba en penumbras, iluminado apenas por una lámpara de aceite. La habitación era polvorienta, con solo una cama pequeña cubierta por una vieja sábana verde. Frente a él estaba Madelin, acurrucada en una esquina, tapándose el rostro con las rodillas. Ismael se sentó, todavía desorientado.
—Madelín...? —llamó con voz baja— ¿Estás bien?
—Lo siento, Ismael... Todo esto es mi culpa... —dijo Madelin entre sollozos— Si no hubiera atravesado el cuadro, no estaríamos aquí...
Ismael se acercó y la abrazó.
—No es tu culpa, Made. No podías saberlo —la consolación, aunque en su interior el miedo seguía creciendo.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Madelin, todavía asustada.
—No lo sé... tal vez podamos salir de aquí —dijo Ismael, observando la puerta cerrada.
—Ya lo intenté, pero la puerta no se mueve y las paredes son muy duras.
De repente, se escuchó un pequeño chirrido. Un ratón se escapa debajo de la cama. Intrigada, Madelin levantó la sábana verde y vio un pequeño agujero en la pared. Era lo suficientemente grande como para agrandarlo y quizás escapar por allí.
—¡Ismael! Creo que encontré una forma de salir —dijo Madelin, con un rayo de esperanza en su voz.
—Y si Jack nos ve? ¿Nos hará daño? —preguntó Ismael, con los ojos fijos en la ventana que daba a otra habitación donde estaba Jack.
—Mira, ahí está —dijo Madelin señalando hacia la ventana.
Jack estaba sentado en un sillón, llenando de aceite una lámpara. Ismael lo observó con detención. Vio cómo sacaba la bolsa del polvo morado y, de pronto, aspiraba un poco de aquel polvo, cayendo dormido casi de inmediato.
—¡Ahora, Madelín! —dijo Ismael, casi en un susurro apurado.
Madelin jaló el trozo de madera con todas sus fuerzas, arrancándolo por completo.
—Vamos, Ismael, rápido —le urgió mientras se metía por el agujero.
Ambos niños se escabulleron por el estrecho pasaje, llevando consigo la lámpara de aceite. Mientras avanzaban por los oscuros y largos pasillos de aquella mansión, comenzaron a escuchar unos pasos acercándose.
—¿Es Jack? —Susurró Ismael con miedo.
—No lo sé... sigamos —respondió Madelin, tratando de mantenerse calmada.
Los pasos se hacían más fuertes, hasta que una voz ronca los interrumpió.
—Mmm... ¿Dos niños? ¿Qué hacen aquí? —dijo una voz desconocida.
Madelin levantó la lámpara, iluminando a un hombre alto y elegantemente vestido, con un peinado clásico hacia atrás. Sus ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y burla.
— ¿Qué hacen dos niños como ustedes en un lugar como este? —preguntó el hombre, sonriendo de manera enigmática.
—¿Eres... el hombre del cuadro? —dijo Ismael, grabando la imagen que habían visto.
—Así es, soy Gearmi. Mucho gusto —respondió, haciendo una leve reverencia.
—Por favor, señor Gearmi, queremos salir de aquí —dijo Madelin, desesperada.
—Ah, así que quieren salir... Están de suerte, porque sé cómo hacerlo —dijo Gearmi, con una sonrisa que parecía esconder algo más.
— ¿Cómo podemos salir? —preguntó Madelin, llena de esperanza.
—Tendrán que encontrar las piedras que les corresponden —dijo Gearmi, acercándose a los niños.
—Piedras? —preguntó Ismael, confundido.
Gearmi tocó el pecho de Ismael con su mano fría.
—La tuya es la piedra verde. Debes encontrarla y enfrentar el reto que te corresponde. Y tú, niña, la tuya es la naranja. Cuando tengan sus piedras, vayan a la sala de estar. Allí les mostraré cómo salir.
— ¿Y cómo encontramos esas piedras? —preguntó Madelin, aún más confundida— ¿Nos darás un mapa?
—No, nada tan fácil. Solo tienen que desenfocar la mirada. Cuando lo hagan, verán el color de sus piedras. Intento.
Ismael y Madelin hicieron lo que Gearmi les decía. Después de unos segundos, Madelin habló:
—¡Lo veo! La piedra verde y la naranja... pero también una azul.
Gearmi frunció el ceño.
—Ignora la azul. No les servirá de nada —dijo, intentando disimular su nerviosismo— Y tengan cuidado, no se encuentren con un hombre. Les intentará robar las piedras.
-¿Jacobo? —preguntó Madelin, inocentemente.
—¡Lo han visto!? —exclamó Gearmi— Tengan mucho cuidado y traigan las piedras lo más rápido que puedan.
—Gracias, Gearmi —dijo Ismael, sin saber si confiar del todo en aquel hombre.