El aire en Luxaeron Primus estaba cargado de una energía que vibraba en cada rincón del planeta. El núcleo del deseo palpitaba en las entrañas del mundo, influenciando todo lo que tocaba, extendiendo sus hilos invisibles sobre los ejércitos de Rivon y Sera. En el centro del poder absoluto, los dos hermanos observaban el horizonte desde la cámara del trono, sus miradas reflejando una ambición que trascendía lo terrenal.
—Es hora, Sera —dijo Rivon con un tono frío y calculado. Su voz, impregnada del poder que emanaba del Núcleo, resonaba con autoridad absoluta—. Nuestro imperio no puede seguir siendo una mera extensión de nuestro poder. Necesitamos algo más que un nombre temporal.
Sera asintió sin dudar. A lo largo de su ascenso, había visto cómo su hermano se transformaba de un simple esclavo en una entidad de poder que no podía ser contenida. Ambos habían recorrido el mismo camino, alimentándose del deseo y el caos que los rodeaba, y sabían que estaban destinados a algo mucho más grande.
—La Dinastía del Caos Ardiente —murmuró ella, probando las palabras, saboreando su significado. Era un nombre que reflejaba su ascenso meteórico, su control sobre el Núcleo del Deseo y su capacidad para moldear la galaxia a su voluntad—. Un nombre que dejará una marca imborrable en cada sistema que toquemos.
Rivon la miró, complacido. El nombre capturaba la esencia de todo lo que habían construido y lo que aún planeaban lograr. Los ejércitos que les juraban lealtad, los esclavos que morían en sus batallas, los alienígenas que se arrodillarían ante ellos… todos sabrían quiénes eran y qué representaban.
Las tropas ya estaban listas para marchar. Los Hijos del Caos Lascivo, entrenados hasta el límite de su resistencia, estaban formados frente al Palacio del Deseo, sus armaduras brillando bajo la luz oscura que emanaba del núcleo. Rivon y Sera habían moldeado a esos guerreros con su propio poder, infundiendo en ellos no solo la sed de conquista, sino también la necesidad insaciable de complacer a sus dioses vivientes.
Sera se acercó al borde de la plataforma elevada, observando cómo los estandartes ondeaban bajo la brisa cargada de energía oscura. Los símbolos del caos y el deseo se entrelazaban en los estandartes negros y carmesí, reflejando la nueva orden que estaba a punto de extenderse por la galaxia.
—Están listos, Rivon. Nuestros ejércitos están preparados para marchar —dijo Sera, su voz teñida de una certeza que solo quienes comparten el poder absoluto pueden comprender—. Los sistemas vecinos caerán ante nosotros, y el caos ardiente consumirá todo lo que toquen.
Rivon se puso en pie, su presencia llenando el salón como una sombra tangible. Cada paso que daba resonaba con el eco de su poder, haciendo temblar el suelo bajo él. Las mujeres que servían a su voluntad se apartaron rápidamente, temerosas de su mirada implacable. Aunque disfrutaban de los placeres que él les brindaba, sabían que su humor podía cambiar en un instante, y ninguno de ellos sobreviviría a su ira.
—Que preparen las flotas —ordenó Rivon—. Es momento de que la Dinastía del Caos Ardiente deje su marca en la galaxia.
Sera, a su lado, compartía la misma convicción. Mientras se dirigían hacia el centro de mando para coordinar los despliegues, ambos sabían que este era solo el principio. El poder que fluía desde el Núcleo del Deseo no solo los fortalecía a ellos, sino que corrompía todo lo que tocaba, creando un imperio que no podía ser detenido por ninguna fuerza externa.
Y así, la Dinastía del Caos Ardiente comenzaba su expansión, llevando la promesa de destrucción y sometimiento a los sistemas más allá de Luxaeron Primus.
Las sombras de las naves capitales cubrían la plataforma donde Rivon y Sera observaban la preparación de las flotas. Las colosales máquinas de guerra, con sus oscuras velas de energía y cañones listos para la destrucción, aguardaban el momento de partir hacia los sistemas vecinos. Los Hijos del Caos Lascivo, formados en perfecta disciplina, se alineaban mientras los generales y comandantes recibían las últimas órdenes.
Rivon, con la mirada fija en el horizonte, veía más allá de las estrellas. No solo quería conquistar los sistemas más cercanos; quería moldear la galaxia a su imagen. Sabía que no bastaba con dominar militarmente: el Núcleo del Deseo debía corromper, transformar y consumir cada mundo que tocaran.
—Todo está en marcha —murmuró Sera, observando las luces de las naves encenderse mientras los motores rugían, listos para surcar el vacío espacial—. Pronto, las llamas de nuestra dinastía arderán en cada rincón de la galaxia.
Rivon, silencioso, solo asintió. Sabía que Sera compartía su ambición; sus destinos estaban entrelazados por el poder que ambos habían forjado y por la sangre derramada. A medida que las naves ascendían al cielo, su pensamiento se centraba en una sola cosa: el siguiente paso para consolidar su dominio absoluto. La Dinastía del Caos Ardiente debía sembrar no solo destrucción, sino devoción, convertir a sus enemigos en fieles seguidores, quebrar sus mentes y doblegar sus cuerpos bajo su voluntad.
—Magnus, que lidere la primera oleada de invasión —ordenó Rivon, refiriéndose a uno de sus comandantes más leales y feroz—. Los Aerithii serán los primeros en conocer nuestro nombre.
Sera sonrió con frialdad. Los Aerithii eran una de las razas más resistentes en la frontera del Imperio, pero no durarían mucho ante el poder combinado de sus ejércitos y el control mental que ejercían los Sacerdotes del Deseo Oscuro. Las flotas de conversión y dominación, guiadas por los Evangelistas del Caos Lascivo, harían su trabajo: corromperían sus mentes, manipularían sus deseos más profundos y los transformarían en esclavos perfectos para su causa.
—Los Sacerdotes ya están preparados, Rivon —informó Sera mientras observaba a las tropas embarcarse en las naves. Su mirada se desvió hacia la imponente figura de la Devastatrix, la nave insignia de su flota—. La conversión será rápida. Primero, romperemos su voluntad y, después, sus cuerpos.
La Devastatrix era una de las joyas más temibles de su flota. Su silueta oscura, cargada con cañones de energía capaces de desintegrar ciudades enteras, era tan imponente como las leyendas que la rodeaban. Cada rincón de la nave estaba dedicado a la glorificación de Rivon y Sera; desde las cámaras de tortura hasta los templos oscuros donde los Sacerdotes realizaban rituales en honor al Núcleo del Deseo.
Las naves comenzaron a despegar, una tras otra, llenando el cielo con destellos de energía oscura. Los soldados marchaban hacia las entrañas de esas gigantescas estructuras, listos para llevar el caos y la dominación a nuevos mundos. Rivon y Sera observaban en silencio, sintiendo el poder de su imperio crecer con cada nave que dejaba la atmósfera de Luxaeron Primus.
—Este es solo el principio, Sera —murmuró Rivon, su mirada fija en las estrellas—. Cuando los Aerithii caigan, sus sistemas serán solo el primer paso en nuestro camino hacia la dominación total.
—Y no solo caerán, Rivon —respondió Sera, su voz cargada de malicia—. Serán transformados. Los convertiremos en algo más que esclavos. Les haremos comprender que la devoción al caos ardiente es lo único que les queda.
Las naves partían hacia el vacío, pero la verdadera invasión ya había comenzado. En las sombras, el Núcleo del Deseo seguía extendiendo su influencia, afectando no solo a los ejércitos, sino también a los más altos mandos de su imperio. Rivon y Sera, fortalecidos por su conexión con el Núcleo, comenzaban a sentir cómo el poder fluía entre ellos de maneras cada vez más profundas, haciéndolos invencibles.
Mientras observaban el despegue de la última nave de la flota, una nueva fuerza despertaba en su interior, alimentada por el caos y el deseo. Y con esa fuerza, sabían que el control sobre la galaxia no era solo una ambición, sino una realidad que estaban a punto de conquistar.
El interior de la Devastatrix zumbaba con la energía del Núcleo del Deseo, cuyo poder se manifestaba en cada rincón de la nave. Rivon, de pie frente al ventanal principal, observaba cómo los ejércitos bajo su mando completaban las maniobras de abordaje. Sera se mantuvo cerca de él, con su Bolter en mano, lista para la batalla. La invasión de los sistemas Krassius, Karyon y Torel no era solo una operación militar; era la consagración de su poder.
Los preparativos avanzaban a una velocidad implacable, cada unidad de soldados asumiendo su posición. Los Hijos del Caos Lascivo, las Legiones del Deseo Oscuro y las naves de transporte, todo se alistaba en perfecta sincronización. Las flotas de Barius y Erasthan ocupaban los flancos, listas para ejecutar la estrategia diseñada por Rivon.
En las profundidades de la nave, los Sacerdotes del Deseo Oscuro preparaban sus rituales, invocando el caos que canalizarían en el campo de batalla. La mente de Rivon proyectaba la dominación que ejercería sobre cada mundo conquistado, y su cuerpo vibraba con la fuerza del Núcleo que había creado.
—El sistema Krassius ya nos espera. Su resistencia será un recordatorio de lo que significa desafiar nuestra voluntad —dijo Rivon, su voz profunda resonando en los corredores de la nave.
Magnus, líder de las fuerzas de choque, se acercó al puente de mando, seguido de sus guerreros más letales. Las tropas se alineaban, dispuestas a seguir a sus líderes a cualquier rincón de la galaxia.
—Krassius caerá ante nosotros como todos los demás. Nos aseguraremos de que los ejércitos no queden intactos. Ninguno de sus líderes verá el amanecer una vez que lleguemos —dijo Magnus, con una confianza que reflejaba su ferocidad en batalla.
Sera asintió, con una mirada afilada en sus ojos.
—No solo caerán. Los sistemas vecinos observarán cómo se desploma su arrogancia. Con cada mundo que conquistemos, nuestro poder crece.
Rivon, con una sonrisa oscura, extendió su mano hacia el vacío infinito que se desplegaba frente a ellos.
—Que comience la caza.
Las naves se alinearon, y el espacio se iluminó mientras la flota se preparaba para cruzar las distancias estelares. El destino de Krassius, Karyon y Torel ya estaba sellado.