Las calles empedradas de Eldoria, la capital del Reino de Galdar, estaban en silencio, interrumpido solo por el sonido del viento que arrastraba hojas caídas y polvo. Alumin, un joven de cabello desordenado y ropas raídas, se encontraba de pie ante la gran puerta del Templo de Sol Invicto, el dios principal que regía el reino de Galdar. A sus pies, una pequeña bolsa de pertenencias; en su corazón, un ardiente deseo de cambiar su destino.
Alumin había vivido toda su vida en las sombras de los grandes muros del templo, cuidando de las lámparas y limpiando los pisos bajo la atenta mirada de los sacerdotes. Sabía que no era más que un huérfano sin importancia, pero había algo en él, algo que ardía como un fuego inextinguible. Los sacerdotes lo llamaban "el niño maldito" por su capacidad de hacer que las llamas bailaran en la palma de su mano, un talento que había mantenido en secreto desde que lo descubrió a la edad de ocho años.
Aquella noche, mientras el crepúsculo envolvía la ciudad, Alumin decidió que era el momento de dejar atrás su pasado. Había escuchado rumores en las tabernas sobre una Prueba de Aventurero que se realizaría al día siguiente en Valemir, la ciudad de los aventureros. Aquellos que pasaran la prueba serían reconocidos y se les concedería la licencia que necesitaban para forjar su destino en un mundo donde la magia y la espada dictaban la ley.
Con determinación, dio un último vistazo al templo que había sido su hogar y prisión. La figura imponente del dios Sol Invicto, tallada en piedra sobre la entrada, parecía mirarlo con ojos que veían más allá de lo mortal. Aun así, Alumin no vaciló. No había vuelta atrás. Era tiempo de forjar su propio camino.