Aquella mañana en Venecia, en el año 1432, se percibía un aire cálido y agradable. Los edificios ser erguían radiantes junto a los canales en el que los remeros navegaban con sus pasajeros por las aguas. La ciudad se mostraba llena de vida, el pueblo felizmente realizaba sus tareas diarias.
Por una de sus calles, circulaba un carruaje tirado por dos caballos.
Su único viajero era una joven de unos veinte años cuyos ojos azules observaban las conocidas calles de su ciudad. Era su última vez allí. Se había despedido de sus padres en la puerta de su casa. Tiempo antes de la partida, recibieron una carta de los Medici que les ofrecerían para su hija un buen trabajo. Ellos, pese a sentirse orgullosos de ello, no podían evitar entristecerse porque nunca estuvieron separados de ella.
—«Bianca, cuando empieces tu nueva vida, afronta los retos con firmeza y valentía—recordaba las últimas palabras de su madre en la despedida—, siempre te querremos y estaremos muy orgullosos de ti.»
Aquel recuerdo hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas. Sus padres, un panadero y una nodriza, trabajaron muy duro para que a la muchacha no le faltase de nada. Ahora, le tocaba a Bianca hacer lo mismo.
Dejó atrás Venecia en dirección sur y pasó por las ciudades Módena y Bolonia.
Bianca casi se aburría de permanecer sentada todo el tiempo en el asiento del carruaje. Si se hubiera dedicado a mirar el paisaje... el viaje sería distinto.
Horas después, por fin, desde el interior del carruaje, Bianca pudo escuchar la voz del cochero.
—¡Señorita, ya hemos llegado a Florencia!
Al asomarse, no tardó en contemplar cómo se adentraba en desconocidas calles llenas de comercio y abarrotadas de personas que realizaban sus quehaceres.
En ese momento, el vehículo se detuvo en seco.
—¿Qué ocurre ahora? —se preguntó la muchacha con un sobresalto. Gritó cuando se asomó la figura de un hombre de aspecto desaliñado. Éste abrió la puerta de golpe y la sacó a volandas.
—¿¡Qué estáis haciendo!? ¡Suéltame!
De un vuelo la arrojó al suelo. Desde allí, pudo comprobar que había más de aquellos granujas. Estos disfrutaban lanzando el equipaje por los aires.
—¿Qué hacéis? ¡Dejad mis cosas! —fuera de sí avanzó hacia ellos. Tenía que enseñarles a respetar los objetos de una mujer. Pero el primer hombre que la encontró, la sujetó por los brazos.
—¡Oye, muchacha! ¡Una mujer como tú no está en posición de dar órdenes a hombres como nosotros!
La arrojó al suelo de un empujón y ambos se miraron a los ojos. Su expresión desafiante y feroz no logró amedrentar a la muchacha. Con la atención puesta en aquel bribón, deslizó su mano hacia su cinto.
—¡Creo que ya es hora de enseñar cuál es tu lugar!
Justo cuando iba a golpearla, una mano desconocida le sujetó con firmeza. Ella abrió los ojos con sorpresa, y ambos se volvieron hacia el recién llegado.
Era un chico fuerte de cabello negro y alborotado. Sus ojos ambarinos miraban al granuja con aire desafiante— Ten mucho cuidado de cómo tratas a una dama.
Le tiró del brazo y con una mano libre, le golpeó con fuerza. El sinvergüenza cayó al suelo de espaldas.
El joven desconocido dirigió su atención hacia la chica. Ésta, agradecida, le sonrió con un brillo de intriga en su mirada. Nunca se había encontrado con un chico como ese, de él se desprendía un aura cargada de misterio y encanto.
Por otro lado, al observar a la joven, éste empezaba a tener la sensación de que ella parecía tener similitud con una persona que había conocido antes. Por lo cual, sentía deseo de conocerla.
Cuando Bianca se percató de que el agresor se levantaba y se lanzaba hacía el chico, ella se interpuso entre ellos y le hizo caer sobre sus compañeros estrepitosamente con un fuerte golpe en la cara.
El muchacho, con los ojos abiertos como platos, se volvió hacia Bianca. Aquella chica le sorprendía con creces, tenía el coraje y la fuerza de un león. Lo cual era algo que él no se lo esperaba.
Bianca, al sentir que otro maleante la agarraba del brazo, le propinó un pisotón en el pie obligándolo a soltarla y ella aprovechó para huir de él. Éste, entre maldiciones, saltó a la pata coja con las manos sujetas al pie dañado. El cochero, con los ojos abiertos como platos, observaba el espectáculo con un ligero temblor en el cuerpo.
Ambos jóvenes se miraron una vez más.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó él con amabilidad.
—Si, gracias.
Giacomo fijó su atención en los sinvergüenzas que ya empezaron a incorporarse del suelo.
—¡Corre! ¡Métete en el carruaje y sigue adelante!
Bianca asintiendo con la cabeza, se alejó a toda prisa en dirección al vehículo y una vez que la muchacha se metió dentro, el cochero arreó a los caballos prosiguiendo la marcha.
Los gamberros terminaron por levantarse, polvorientos por la caída, y con las espadas y dagas en las manos, se acercaron al chico.
—¡Corre! ¡Huye! —le gritó Bianca desde la ventana del carruaje.
El muchacho se perdió de vista seguido de los maleantes. Corrían por las calles en dirección al Ponte Vecquio. Para esquivar a sus perseguidores, al llegar, escaló el primer edificio. Se subió al tejado. El plan funcionaba de maravilla… Pero esta vez... sintió una presencia detrás de él y en el último momento, con la espada desenvainada, se volvió hacia él deteniendo el golpe. El joven había sido muy avispado.
El espadachín mantenía sujeta el arma de su oponente con la suya y tras un forcejeo, consiguió desarmarle. El arma del granuja había caído al agua del río con un chapoteo. Pero, éste, con una daga en la mano se lanzó de nuevo sobre el chico y le hirió en el costado. Entre quejidos, comprobó que sangraba.
Cuando se percató de la llegada del resto de los granujas, el fugitivo saltó del tejado hasta caer en el Ponte Vecquio arrancando las exclamaciones de asombro por parte del pueblo.
—¡Qué muchacho tan desvergonzado! —exclamó una mujer de mediana edad, que paseaba con sus sobrinos.
—¡Qué barbaridad! —añadió el carnicero que atendía a unos clientes.
Continuó la huida con la nariz arrugada. Aquella zona apestaba a carne ¿Por qué no cambiaban de comercio en ese puente?, se preguntaba.
Los perseguidores le seguían con expresión fiera.
Se topó con un carromato que transportaba por el puente barriles de vino, saltó en él y cortó con su espada las cuerdas que los sujetaban. Éstos, rodaron por el suelo y derribaron a los perseguidores, algunos se vieron obligados a arrojarse al río para salvarse de los barriles. El comerciante, se dio cuenta de la situación y detuvo el carromato con aire furibundo.
Aquel frenazo le dio la oportunidad para salir del vehículo.
—¡Maldito sinvergüenza! ¡Ya verás cuando te vea tu padre!
Él ya comenzaba a alejarse a todo correr.
—¡Gracias por los barriles!
Por fin, había dejado atrás el Ponte Vecquio y seguía en dirección norte. En la Plaza de la Señoría. Se apoyó en la pared, a la sombra de un edificio. Y frunciendo el ceño, contempló la plaza como si esta fuese su mayor enemigo. Aquel lugar le trajo muy malos recuerdos, tan espantosos que le fueron imposibles de olvidar.
—¡Ahí está! —aquella voz le hizo volver a la realidad. Sobresaltado, se volvió hacia los que quedaban de sus perseguidores. Le habían encontrado— ¡Te cogeremos!
Se dispuso a huir, pero otro grupo de hombres le cortaron el paso. Cuando terminaron por acorralarlo, le arrastraron hacia el centro de la plaza. El pueblo se limitaba a presenciar la escena con ojos atentos y divertidos. Estaban acostumbrados a las escaramuzas protagonizadas por el chico pero lo que más disfrutaban era de los castigos que sufría.
Le forzaron a arrodillarse.
—¿Te trae recuerdos esta plaza, muchacho? —desenvainó su espada con aire triunfante—Aquí rememoramos el lugar con tu final.
Justo cuando iba asestarle un golpe con la hoja…
—¡Alto! ¡Deteneos! —los granujas se volvieron hacia el propietario de aquella voz.
Era Cosme de Medici, que venía acompañado de su hermano y la guardia real.
—¡Soltadle!
Los maleantes se vieron obligados a soltarle. El cabecilla, envainó la espada. Juntos se marcharon.
Una vez a salvo, el chico se puso en pie sin apartar la mirada de Cosme.
—¿Te encuentras bien, Giacomo?
El chico asintió con la cabeza.
—Gracias.
Él se limitó a sonreír con cordialidad. Pero el ambiente cálido, se estropeó con la llegada del último hombre que hizo su aparición. Éste le miraba con aire lleno de frialdad extrema.
—¡Padre! —murmuró el joven con expresión sorprendida.
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El carruaje, después de un largo trayecto, permanecía a las puertas del palacio Medici Riccardi, hogar de los Medici. Ésta era una de las familias más poderosas de Florencia en aquella época. Al instante, una multitud de sirvientes salieron a recibir a los recién llegados. Entre todos les ayudaron a cargar con el equipaje de Bianca.
Ésta descendió del carruaje y con los ojos muy abiertos, examinó el inmenso edificio que tenían ante ella.
—Bienvenida a nuestro hogar, Bianca —una voz femenina la hizo volver a la realidad.
Sobresaltada, la joven se volvió hacia su dueña. Una mujer salía del edificio con aire cordial. Cuando ambas se plantaron una frente a la otra, Bianca le dedicó una leve inclinación a modo de respeto.
—Soy Contessina di Bardi, esposa de Cosme. Entra conmigo dentro, estarás cansada.
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En el jardín, el padre abofeteó a su hijo con dureza. El golpe resonó por toda la estancia, pero él ya estaba acostumbrado a este tipo de situaciones.
—¡Malcriado e inconsciente! —le escupió las palabras con desprecio.
—¡Ya basta, Taddeo! ¡Es suficiente! —le sujetó la mano para prevenir más cachetadas. Cosme, como representante de la familia Medici tras la muerte de su padre Giovanni, debía mantener la paz entre ambos familiares— ¡Por muchos golpes que le propicies, no mejorará su conducta!
—Puede que tengáis una manera especial de educar a vuestros hijos, pero yo tengo la mía. ¡Y sé tratar como se merece a este insolente! Si vuestro padre siguiese con vida, tomaría medidas extremas contra él.
—Creo que ha habido bastante violencia en esta casa por todos estos años —la mujer de Cosme, Contessina di Bardi se plantó frente a Taddeo—. Este chico salvó a nuestra huésped de esos maleantes cuando asaltaron su carruaje —dirigía la mirada hacia Taddeo. Éste la miraba con una mezcla de sorpresa y dureza a la vez—. Lo mínimo sería que Vos fueseis más comprensivo con él.
Taddeo, dejó de lado el asunto, aunque no cambiaba sus sentimientos hacia él. Desde que nació siempre le había tratado con desprecio, pues le culpaba de la muerte de su mujer, a quién amaba. Ella murió al alumbrarle, desde ese día no tuvo felicidad ni con el nacimiento de un nuevo hijo. La relación entre él y Giacomo era prácticamente nula. A pesar de enseñarle algunas habilidades, Taddeo siempre le trataba con bastante severidad y el chico tuvo que ingeniárselas para sobrevivir en aquel entorno hostil.
Cosme desvió su atención a Bianca.
—Y en cuanto a ti, nos complace tenerte en nuestro palacio, supongo que sabrás del oficio ofrecido en la carta.
—Sí, señor. Como criada de cámara.
—Exacto, y también puedes realizar diferentes recados dentro y fuera del palacio —añadió Lorenzo, el hermano menor de Cosme. Hasta ese momento, no había articulado ni una palabra.
—Bianca, te presento a Giacomo. Es el espadachín encargado de proteger a nuestra familia —Cosme recorrió con la mirada los rostros de los dos jóvenes.
La doncella se volvió hacia Giacomo. Éste, con una ligera sonrisa, la miraba con aire divertido. A él le parecía una chica simpática y agradable. Ella tampoco puso oposición, le veía como una persona amigable y amable. Estaba segura de que ambos se llevarían bien.
Bianca, dirigió su atención hacia los hermanos Medici y respondió— Acepto el trabajo.
Éstos se sintieron satisfechos.
—Pero antes, Giacomo te enseñará el palacio con todo detalle.
—De acuerdo —respondió la chica.
Llegados a ese punto, y a pesar de aquel fatídico encuentro con aquellos sinvergüenzas, la joven sentía que sus días en Florencia empezaban de maravilla gracias a la amabilidad de los Medici y con una persona agradable en quien poder confiar.