Hilda Levins
La vida en nuestra aldea era tranquila y vivíamos en una población muy abierta y alegre. Aquella mañana, iba acompañada de mi hermana mayor, Ariela. Yo tenía once años y a los niños a partir de esa edad, pese a que las aldeas estaban protegidas por Kitsunes, ya se nos permitía vagar solos por las calles. Eran normas de seguridad.
Aquellas benévolas criaturas, los kitsunes eran los encargados de proteger los bosques y aldeas de posibles invasores o fuerzas sobrenaturales dañinos. Poseían forma de zorro y podían tener hasta nueve colas, según su poder. Me fascinaba contemplarlos circular por los alrededores.
Nuestro pueblo estuvo a salvo de la mayoría de las invasiones no solo gracias a esas fascinantes criaturas, sino que el mérito también se les atribuía a los grandes héroes, sean hombres y mujeres, que nos defendieron a lo largo del tiempo.
Aquel golpe de suerte nos brindó a todos la oportunidad de fortalecer y enriquecer nuestra cultura, construir edificios y aumentar nuestra seguridad.
Mi hermana era la joven más bonita de la aldea, tenía el cabello rubio y ojos verdes muy alegres que brillaban en aquella mañana ante la luz del sol matutino.
Íbamos al mercado para comprar dulces y un regalo. Ese día íbamos a celebrar el cumpleaños de nuestro padre.
En esa mañana, respiraba un aire cálido por la calle y el sol nos saludaba desde un cielo sin nubes. Paseábamos por donde la clientela se agolpaba alrededor de los puestos de comercio.
Me sentí agobiada en cuanto nos sumergimos entre la gran multitud. Había tan poca distancia entre una y otra persona que casi estábamos a punto de apretarnos.
El tiempo que duraba el paseo se hizo cada vez más insostenible pero al volver la mirada hacia Ariela, reparé en que con el ceño fruncido, luchaba por abrirse entre la gente. Admiraba su valor y determinación.
—¡Hilda, por aquí! —su voz me sacó de mis pensamientos.
Ella me señaló con el dedo hacia nuestra derecha. Allí se encontraba un edificio de unas dos plantas, en sus ventanas se apreciaban unas coloridas vidrieras que parecían cobrar vida a través de sus imágenes.
—Entremos —cogidas de la mano y armadas de valor, logramos girar en su dirección para entrar en el local.
Allí, ya a salvo del bullicio de la gente, soltamos un profundo suspiro. Ahora podíamos estar tranquilas y desplazarnos con más facilidad. No veíamos muchas gente merodeando por los alrededores.
A lo largo de las paredes, pintadas de una tonalidad púrpura, se expandían filas de estanterías repletas de diferentes utensilios como juegos de mesa, instrumentos musicales, libros…
El suave olor a lavanda que se esparcía por todos los rincones, daba un toque atractivo a la tienda.
—¡Buenos días, chicas! —nos saludó el vendedor desde el mostrador. Él siempre nos recibía con gran amabilidad.
—¡Buenos días, señor Casmon!
Nos dirigimos a él con la misma cordialidad.
El señor Casmon era el mejor amigo de la juventud de nuestro padre. Ambos eran inseparables y compartían tiempos de alegrías, desdichas y peripecias. Con el tiempo, se labraron un futuro y formaron su propia familia pero la amistad nunca se terminó.
—Mire, hoy es el cumpleaños de nuestro padre —Ariela puso en dedo en el mentón con la mirada hacia arriba con aire pensativo—. Y nos gustaría saber si usted tiene un juego de ajedrez.
—¡Si, claro! Tenemos uno—se dio la vuelta y tanteó por las estanterías—... por aquí no está… a ver… ¡La encontré!
Triunfante se giró hacia nosotras con un paquete en su mano derecha. Nosotras nos intercambiamos miradas de felicidad, estabamos convencidas de que sería el regalo perfecto para él. A nuestro padre le encantaba el ajedrez e incluso el pueblo decía que era el campeón en ese juego.
—¡Éste el único que me queda!
Entregó el paquete a Ariela y mientras ella lo metía en una bolsa, saqué la bolsa de dinero. Le pagué cinco monedas doradas.
—Enviadle saludos de mi parte ¿vale?
—¡De acuerdo! —respondimos al unísono.
¡Otra vez en la calle! Lo siguiente que nos faltaba por comprar eran galletas de jengibre. Pero la tienda no estaba lejos y pudimos conseguirlas con rapidez.
—¡Misión cumplida, Ariela!
—¡Si! Ahora regresemos.
Al cabo de unos minutos, alcanzamos la plaza y de repente, algo cambió en ella. Inquieta, miraba por los alrededores por si aparecía cierto indeseable, pero no apareció. De vuelta, cuando iba confiada, sí que nos encontró. Era el hijo del jefe de la aldea, algo mayor que mi hermana; su cabello castaño lucía bien peinado y sus ojos color miel cargaban una mirada de arrogancia.
—¡Buenos días, chicas! —nos saludó con una sonrisa de superioridad al tiempo que se interponía en nuestro camino.
—Buenos días, Rurk—respondió ella con desgana.
—¿Qué te pasa, rubita? No te alegras de vernos—mientras hablaba aparecieron tras él, sus amigos.
—Déjanos ¿quieres? Tenemos prisa—intentaba abrirse camino, pero él no la dejaba en paz. Así que tuve que intervenir.
—¿Por qué no te vas con tus amigos y dejas a mi hermana?
Uno de sus compañeros se acercó junto a Rurk— ¿Vas a dejar que una mocosa te dé órdenes?
Entonces, Rurk se volvió hacia mí con aire descarado
—Escúchame bien, pequeña insolente y entérate, he hablado con vuestro padre y hemos llegado a un acuerdo respecto a vosotras, así que si no te portas bien me veré obligado a tomar medidas contra ti ¿Entendido?
Le miré a los ojos, intimidada ante aquella amenaza, pero sabía que ella jamás permitiría que él me hiciera daño.
—¿Cómo te atreves a tratar así a mi hermana? ¡Cobarde! —y con una fuerte patada en las rodillas, le tumbó. Éste cayó al suelo dolorido, pero levantándose recuperó su altivez. ¡Lo sabía bien! Aunque nosotras ya habíamos echado a correr, escuchamos en la distancia sus risas burlonas. Nuestras bolsas de la compra tintineaban al son de nuestra carrera.
Al entrar en nuestra casa no muy lejos de la aldea, suspiramos aliviadas. Al fin estábamos a salvo aquel insolente.
—¡Hijas, qué alegría! ¡por fin habéis llegado! —nos recibió nuestra madre con una feliz sonrisa en los labios ¿Por qué sería? —¡Qué bien, lo traéis todo! —y con cuidado, cogió los paquetitos que llevaba Ariela y se alejó con excitación.
Entonces, se acercó nuestro padre afable hacia nosotras al tiempo que abría los brazos como si esperase que nos uniéramos a él, y nosotras, muy felices, lo hicimos.
—¡Feliz cumpleaños, padre! —exclamamos al tiempo.
—Muchas gracias, hijas mías—nos estampó un fuerte beso a cada una.
Ariela era la viva imagen de nuestro padre; ambos eran rubios y les gustaba la música, el baile, y las artes. Yo en cambio, he salido igual que mi madre. Compartimos el color castaño rojizo en nuestros cabellos y nos apasionaba la lectura y los cuentos de hadas.
Al separarnos, Ariela le hizo un comentario— Madre parece muy contenta.
—¡Si! ¿Por qué? ⎼⎼intervine.
Nuestro padre soltó una alegre carcajada— Es que lo está y yo también, la verdad. Porque tenemos una buena noticia que cambiará el futuro de nuestra familia.
—Me imagino que os habréis encontrado con el apuesto Rurk ¿verdad? —añadió nuestra madre que al acercarse, había escuchado la conversación.
Ante aquellas palabras, la sonrisa se nos congeló de los labios al recordar el último encuentro con ese despreciable.
—Sí, nos encontramos con él y le dimos una lección para que no vuelva a molestarnos.
—¡Hija! —soltó ella asombrada por la respuesta.
—¡Ariela, esa no es forma de tratar a un pretendiente! —su padre le dirigía una mirada de reproche.
—¿¡Pretendiente!?—aquella palabra nos inquietó.
Los dos asintieron.
—Ariela, Hilda. Creemos que ya es hora de que os lo contemos—mientras hablaba, él nos miraba con una mezcla de orgullo y alegría—. Esta mañana, cuando os fuisteis al mercado, Rurk vino a visitarnos para pedir tu mano—se volvió hacia mi hermana—. Y yo con mucho gusto se la concedí.
—¿¡Qué!?—nuestros temores quedaron confirmados.
—Padre, ¿Cómo has podido consentirlo? —ella estaba horrorizada ante la idea de contraer matrimonio con ese cretino.
—Cariño, si tu padre se lo ha permitido es por una buena razón. Tu padre ha estado trabajando muy duro como leñador para poder manteneros. Pero Rurk, un muchacho apuesto, rico y de buena familia, nos ha dado una oportunidad para que podáis tener una vida mejor.
—Os casaréis dentro de un mes—añadió nuestro padre con cierto disgusto ante la reacción de Ariela.
—¿Tanto os importa el dinero como para venderme a ese arrogante? —contemplé como el rostro de mi hermana quedaba contraído por la decepción.
—¡Ya basta! —intervino la madre con autoridad. Tenía que poner fin a la discusión y asegurarse que su hija mayor obedeciera.
—¡No hables así de tu futuro marido!—le recriminó él disgustado— Cuando disfrutéis de una vida llena de prosperidad y bienestar, lo entenderéis.
En aquel momento, les dirigí una mirada de disgusto.
—Hilda, no nos mires así. Nuestra única misión en la vida, aparte de manteneros a vosotras, es encontrar un marido que haga feliz a tu hermana, y lo mismo te sucederá a ti cuando seas mayor. Entonces, cuando contraigas con un hombre rico y de buen porvenir, nos lo agradecerás.
Aquellas palabras de mi padre, fueron las que delataban su atracción por el dinero, ¡sólo por el dinero y el poder! ¿Acaso no importaba más el amor? ¿No podíamos elegir por nosotras mismas a un joven digno de compartir nuestra vida? Desgraciadamente no. Las costumbres decían que eran los padres los que podían elegir los maridos para sus hijas.
Subí por las escaleras para entrar en su habitación. Quería consolarla, así que di unos leves golpes con el nudillo.
—Adelante—pude distinguir sus palabras desde su habitación.
Muy despacio, entré en el dormitorio y la encontré sentada en la cama, sumisa en sus pensamientos y con una mirada fija hacia el frente.
—¡Ánimo! ¡Seguro que algo lo impedirá!
Ariela se volvió hacia mí y me respondió— Eso espero. Perdona que esté así, creo que lo mejor es volver con ellos. Tenemos un cumpleaños que celebrar.
En silencio, bajamos para reunirnos con ellos. En el comedor, celebramos el evento con normalidad, como si nada de aquello hubiera ocurrido. Y para concluir, nuestra adorable madre nos entretenía con cuentos de hadas cuyos finales acababan bien. En ellos, las doncellas consiguen el beso de sus enamorados caballeros.