—Sr. y Sra. Levine, espero que entiendan que no he marcado a Cecilia todavía porque no quiero que vuelva a lastimarse. Siento lo mismo que ustedes por ella. Y lo que mis palabras también son una promesa y una garantía. ¿Por qué creen que estoy haciendo esto?
Miguel era educado, pero su tono era frío.
Mis padres permanecieron en silencio. Estaban confundidos por el comportamiento de Miguel, que chocaba con sus palabras, que sonaban como si él estuviera cuidándome pero obligándome a quedarme con él.
Intercambiaron miradas inequívocas de profunda preocupación. Miguel no era convincente, y no sabían si podían confiarme a él.
Miré a los tres con incomodidad, y era evidente que Miguel estaba de mal humor. Mis padres le hablaban como si fuera un enemigo imaginario, lo que parecía haber provocado su ego. Sus ojos estaban bajos, y sus pupilas marrones oscuras brillaban doradas. Me estremecí al pensar en Miguel. No podía acercarme más, pero Miguel no aflojaba su agarre.