Miranda
Noviembre y diciembre pasaron con nuestra llegada a Nueva París y todas las diligencias que tuvimos que hacer para establecernos. Estuvimos viviendo por unas semanas en el apartamento de mi tía Alma, quien al enterarse de que rentaríamos un departamento, se ofreció a financiarnos la compra de una acogedora casa, perfecta para dos mujeres solteras.
La tienda de mi tía estaba ubicada en una zona estratégica de la ciudad. En un área comercial repleta de tiendas de ropa, electrodomésticos y zapaterías. Era un establecimiento con su estilo. Iluminado con luces blancas y rosadas, y estantes de cristal en los que exhibían la mejor calidad de perfumes originales e imitación.
Adaptarnos a la forma de trabajo de la perfumería fue sencillo, ya que mamá era muy buena en cuanto a la atención al cliente. Yo me esmeraba por seguir de la mejor manera posible su ejemplo, aunque sí me molestaba un poco tratar con cierta clase de clientes.
Mi tía Alma no solía pasar mucho tiempo con nosotras. Gran parte de su día lo dedicaba a hacer diligencias importantes, atender llamadas en su oficina y reunirse con socios comerciales.
Era un ambiente fácil de manejar. Aun con la creciente clientela que había en la perfumería y el descuido de las otras dos empleadas. Eran un par de jovencitas desinteresadas que solo estaban ahí por el salario que recibían; no me llevé bien con ellas.
Por suerte, con la llegada de mamá, que más allá de ser una empleada, tenía cierta autoridad por ser la hermana menor de mi tía Alma, estas dos chicas empezaron a tomarse en serio el trabajo con el paso del tiempo.
Enero y febrero nos permitió pagar tres cuotas del financiamiento de mi tía. Por lo que ya empezábamos a sentirnos menos preocupadas respecto a nuestra economía.
También pudimos conectar mejor con ella, pues ya se mostraba más apegada a nosotras desde nuestra llegada; éramos sus únicas familiares en la ciudad. Por ende, solíamos desayunar y almorzar juntas en el trabajo.
Esto despertó la envidia en el resto de las empleadas, aunque poco nos importó, ya que a fin de cuenta éramos familia. Lo que sí tomé en consideración, en vista de tales comportamientos, fue tomar ciertas atribuciones y seguir el ejemplo de mamá. Necesitábamos trabajadoras competentes para que el negocio tuviese más clientes y oportunidades de crecimiento.
Por otra parte, y gracias a que no se laboraba los domingos, a mi tía Alma le encantaba invitarnos a salir los sábados por la noche hasta el amanecer, pues vaya que le gustaba irse de fiesta.
Solíamos ir a bares y muy pocas veces a discotecas, lo cual le vino muy bien a mamá, quien se permitió la oportunidad de conocer a otros hombres en complicidad con mi tía.
Fue raro, además de incómodo, ver a hombres salir de la habitación de mamá los domingos a mediodía. Estos me encontraban en la sala de estar y se asombraban con mi presencia. Algunos me saludaban y otros intentaban conversar conmigo, pero solía ignorarlos para no hacer más evidente la incomodidad.
Las primeras veces en que mamá se dio la oportunidad de estar con otros hombres, rompía a llorar cuando estos se iban, pues sentía que fallaba a la memoria de papá. Yo le decía que no pensase en eso, ya que él hubiese querido que fuese feliz si estuviese al tanto de que iba a morir a los cuarenta y nueve años.
Mamá tenía cuarenta y cinco años de edad. Seguía siendo una mujer de gran belleza y jovialidad, femenina y coqueta como siempre, y muy sensual.
Mi consejo fue que aprovechase esa segunda oportunidad para vivir al máximo sin comprometerse, pues ya había demostrado fidelidad a un hombre desde su adolescencia.
Con la llegada de marzo y abril, mamá empezó a sentirse mejor consigo misma cada vez que pasaba esas noches con un hombre.
Eran guapos en su mayoría, con características similares a las de papá; supongo que nunca terminó de superarlo. Por otra parte, observar la forma en que mamá cada fin de semana se acostaba con un hombre diferente, me hizo darme cuenta de mi soledad y lo tonta que era al reservarme para un poco probable regreso con Axel.
—Ana, cariño —dijo mamá durante el almuerzo de un domingo—, sé que este no es el mejor consejo que te daré como madre, pero deberías salir con otros muchachos.
—No lo sé, mamá —musité.
—Es normal que sigas pensando en Axel, pero, ¿crees que haya una nueva oportunidad para ambos?
—¡Claro que lo creo, mamá! Y no me tomes a mal estas palabras, pero al menos, Axel está vivo.
—Bueno, sí, en eso tienes razón. Supongo que si Román estuviese vivo, no consideraría, ni por venganza a su infidelidad, acostarme con otros hombres.
De repente, llegó mayo.
Pasaron seis meses que se fueron en un pestañeo y en los que me dolió afrontar que Axel no se había vuelto a comunicar conmigo; ni yo con él.
La idea, quizás errada, de que tenía un nuevo amor me hizo pensar en él con otra chica y eso me afectó como no me lo esperaba.
Proyecté visiones alocadas en mi mente sin siquiera enviarle un mensaje de texto, al menos para saludarlo.
Asumir como hechos reales lo que creía fue bastante inmaduro de mi parte. Ni hablar de la pésima forma en que desahogué la pena que me generó, en un fin de semana, junto a mi tía Alma y mamá en una discoteca, quienes, centradas en sus coqueteos con dos elegantes señores, me descuidaron.
Mi única caída en el alcohol y la cocaína empezó con un martini, dejando a solas a mamá y a mi tía para irme a la barra.
Ya con el tercer martini, me empecé a alegrar y a simpatizar con un sujeto que me habló de su trabajo como publicista y todo el dinero que ganaba en su intento por conquistarme, aunque de repente una chica intervino en la conversación.
Ella lucía un sensual vestido negro. Su maquillaje resaltaba las facciones de su rostro, y en su mirada, noté un dejo de preocupación.
—¡Paulina! Te estaba buscando por todas partes —exclamó, pero haciendo señas con los ojos para que la acompañase—, ven, que ya las muchachas llegaron.
No entendí por qué me estaba haciendo señas, pero por intuición, preferí acompañarla a ella a quedarme con aquel sujeto.
—¡No te imaginas el lío en el que te estabas metiendo! —exclamó, ya lejos de la barra.
—¿Por qué? —pregunté confundida.
—Ese es Ignacio Arrieta, el hijo del alcalde de Nueva París —respondió alarmada.
—¿Eso es malo? —repliqué, aún confundida.
—¿Acaso no eres de aquí? —preguntó con desespero—. ¡Por supuesto que es malo! Suele drogar a las chicas y abusar de ellas.
—¿Cómo sabes eso?… Si así fuese, debería estar en la cárcel.
—Ser el hijo del alcalde tiene sus beneficios… Y lo sé porque, una vez vi cómo drogaba a mi amiga, a quien intentó llevarse hasta que intervine con mis otras amigas —aseguró—, ¿cómo te llamas?
—Miranda.
—Mucho gusto, Miranda, mi nombre es Jimena.
Jimena me llevó hasta una zona exclusiva en la que se encontraban un grupo de chicas igual de atractivas y sensuales que ella.
Me sentí un poco acomplejada, pues mi vestimenta llevaba como siempre mi personalidad; resaltaba mi elegancia, pero no mi sensualidad.
Al principio sentí que no encajaba con el grupo, pero paradójicamente, tuve la desafortunada suerte de simpatizar y conectar con ellas, quienes me invitaron varios tragos de tequila y luego me pidieron que las acompañase al baño para esnifar cocaína. Ante semejante acto, me mostré recelosa porque Jimena me había salvado de ser drogada por un abusador. Aunque, como vi que todas lo hicieron, cometí el error de replicar tan repudiable acción.
La sensación de energía que experimenté aún no logro explicarla. Me sentí invencible y que nadie podría detenerme. Junto a ellas, fui a un hotel cercano para que se cambiasen de ropa. Todas optaron por prendas cómodas. Incluso me prestaron un par de zapatos cómodos con el pretexto de que la pasaríamos genial.
Al salir del hotel, en medio de una euforia imparable, pedimos un taxi y nos dirigimos al centro de la ciudad, a una plaza en la que una surgente banda de rock ofrecía un concierto gratuito. Ahí pasamos una noche genial, un momento único e irrepetible, ya que nunca volví a consumir cocaína; de mi mala acción conservé los bellos momentos.
Siendo nosotras atractivas y alocadas, no tardamos en llamar la atención de un grupo de chicos que nos invitaron a un after party, y aunque me pareció una excelente idea, Jimena declinó alegando que tenía un mejor plan.
Al finalizar el concierto, fuimos a un estacionamiento y nos encontramos con los miembros de la banda de rock, que resultaron ser los primos de Jimena y su hermano menor, el cantante. Todos se saludaron amistosamente mientras que yo tomé un poco de distancia. Sentí que sobraba en el grupo hasta que se dirigieron a mí para conocerme; no memoricé el nombre de ninguno.
Nos dirigimos a una furgoneta e iniciamos nuestro trayecto con buena música. «Muy cliché este momento», pensé al recordar momentos parecidos en películas que vi junto a Axel. A pesar de ello, me encantó la lista musical de reproducción que tenían los chicos, siendo American idiot de Green Day la canción que más disfruté.
Llegamos a una heladería al cabo de veinte minutos, frecuentada por parejas en su mayoría.
Fue raro ver una heladería abierta pasada la medianoche.
Tan pronto entramos, el grupo se juntó en un rincón ambientado con luces tenues. Yo me detuve distraída con el exhibidor de sabores, donde los colores me resultaron impresionantes, aun cuando había visto exhibidores de helados parecidos.
De repente, sentí mareos y un calor desesperante a pesar de ser un lugar fresco.
No entendí lo que me pasaba.
Me tuve que sostener con la parte del mostrador hasta que me dieron ganas de vomitar.
Así que me fui corriendo al baño y busqué el primer escusado disponible para expulsar todo lo que esa noche había consumido; me sentía fatal.
Luego de varios segundos vomitando, me levanté y fui a lavar mis manos, aunque más me centré en mi rostro debido a que mi maquillaje se estaba corriendo; lucía espantosa.
Cuando lavé mi rostro y la sensación de calor desapareció, me invadió una profunda tristeza producto de la soledad que me ocasionó el recuerdo de Axel. Por eso rompí a llorar en silencio como una niña.
No sé cuánto tiempo pasó, pero sabía que transcurrió lo suficiente como para que las chicas se preocupasen por mí, aunque ninguna había entrado a buscarme. No fue sencillo recuperar la calma, y tras varios ejercicios de respiración, persuadí el vacío de mi pecho y salí del baño para unirme con el grupo.
—Increíble que no sepa quién eres, y por alguna razón, sé que estás sufriendo —dijo de repente un muchacho, que llevaba en sus manos un pequeño tarro con helado.
Cuando me di cuenta de quién se trataba, me sentí avergonzada. Era el cantante de la banda.
—Lo siento… Soy Miranda, mucho gusto —musité.
—Ya me habías dicho tu nombre —dijo con voz comprensiva—, y si no recuerdas el mío, me llamo Emiliano.
—Perdí la noción del tiempo —dije.
—Suele suceder, has escogido mal la forma de ahogar tus penas, el alcohol no es el mejor compañero… En cambio, el helado —me entregó el pequeño tarro con helado de fresa y vainilla—, hasta puede hacerte feliz.
—Gracias, eres muy amable —dije avergonzada.
—¿Te importaría acompañarme? —preguntó.
Respondí negando con la cabeza, y tomándome de los hombros, Emiliano me llevó con sumo cuidado hasta la azotea de la heladería, donde había unas cuantas mesas y sillas vacías.
Era un lugar tranquilo que nos permitía apreciar el cielo estrellado y escuchar el ajetreo lejano del centro de la ciudad.
—¿Puedo contarte algo personal? —preguntó.
—¿No te molesta que sea una desconocida? —repliqué.
—Una desconocida por ahora —dijo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté luego de dar un bocado a mi helado.
—Nada en específico, pero eres la única entre las amigas de mi hermana que siento auténtica… Jimena detesta el rock, y presumo que ellas también. Sin embargo, conforme veníamos de camino a la heladería y escuchábamos American idiot, noté que asentías al ritmo de la canción.
—Green Day es una de mis bandas favoritas —dije.
—A eso me refiero… En cambio, cada vez que mis primos y yo hablamos de bandas y clásicos del rock, Jimena y sus amigas hacen malas caras.
Yo seguí comiendo helado al mismo tiempo que recordaba la ida al hotel para cambiarse de ropa. Habían pasado de ser sensuales y atractivas, con vestidos reveladores, a vestir prendas cómodas.
—Bueno, a lo que iba —dijo—, y esto te lo cuento porque, por alguna razón, siento que puedo confiar en ti.
—¿Se lo has contado a alguien más? —pregunté.
—No, a nadie… Pero siento que debo quitarme este peso de encima —respondió—, bien, aquí voy… Hace meses, tuve relaciones sexuales con una fan, y la verdad es que fue fantástico. Sin embargo, días atrás me enteré de que la chica murió a causa del sida. Tengo miedo de estar contagiado.
» No he ido al médico por temor a los resultados. No quiero que mi familia se asuste, ni perder la oportunidad de llegar al éxito. Si me enfermo y muero, lo cual temo, la banda no será la misma y seré el culpable de que mis primos no cumplan el sueño que compartimos desde adolescentes.
—Vaya —musité apenas.
—Sí —respondió él de igual manera.
Nos quedamos callados durante unos minutos mientras seguía comiendo helado y miraba el cielo estrellado. No se me ocurría nada que decir. El silencio me permitió reflexionar hasta tener en cuenta lo bien que Emiliano se comportó conmigo desde que salí del baño.
Ver la confianza que me tuvo a pesar de que no teníamos ni siquiera una hora conociéndonos, me hizo plantearle una sugerencia que lo animó un poco.
—Si gustas, puedo acompañarte al hospital para que no estés solo en un momento tan crucial, es decir, la espera de los resultados de los exámenes que tendrías que hacer.
—Me encantaría, pero no me gustaría abusar de tu confianza —respondió.
—No seas tonto, ya me dijiste lo que presumes que tienes, y ahora me veo envuelta en este rollo. Así que lo menos que puedo hacer es brindarte apoyo moral.
Emiliano me miró y esbozó una sonrisa.
Era evidente que mis palabras le sentaron bien.
Así que acordamos ir al hospital al cabo de una semana y volvimos con el resto del grupo, quienes, al vernos, sonrieron de forma traviesa al sacar conclusiones antes de tiempo, salvo Jimena, que nos miró con el ceño fruncido y dejó de hablarme desde entonces; fue la amistad más corta que tuve con alguien.