El día empezó como cualquier otro. El despertador sonó, pero, como siempre, no fue suficiente para sacarme de la cama. "Cinco minutos más, por favor," murmuré, aunque nadie estaba allí para escucharme, salvo mi gato, Félix. Él, en cambio, no tenía intenciones de esperar. Saltó sobre mi pecho, exigiendo su desayuno con un maullido impaciente.
—Ya voy, ya voy —dije, acariciándole la cabeza mientras me incorporaba.
Me levanté y, después de alimentar a Félix, me cepillé los dientes con la última gota de pasta dental que quedaba en el tubo. Al terminar, miré al espejo y suspiré. "Otro día más", pensé. Me preparé un desayuno sencillo: pan tostado con un poco de mantequilla. Félix se sentó en la mesa, observándome con esos grandes ojos curiosos, como si intentara comprender por qué su humano siempre se veía tan cansado.
—Ojalá pudiera quedarme aquí contigo, Félix —le dije, mientras le ofrecía un pequeño trozo de mi tostada—, pero el deber llama.
Félix, fiel a su naturaleza, simplemente ronroneó y se estiró perezosamente. Tomé mi mochila y, antes de salir, le acaricié el lomo una vez más.
—Cuida la casa, ¿de acuerdo? Nos vemos luego.
Salí de casa y, como de costumbre, mi mejor amiga, Yuna, ya me estaba esperando en la esquina. También era becada y, al igual que yo, conocía muy bien las dificultades de encajar en ese instituto de élite.
—¡Vaya, te demoraste hoy! —dijo Yuna con una sonrisa juguetona.
—Félix no me deja en paz hasta que lo alimente —respondí, intentando no mostrar el cansancio en mi voz.
—Ese gato tiene más poder sobre ti que cualquier bravucón en la escuela —bromeó ella mientras empezábamos a caminar juntos hacia el instituto.
Yuna siempre sabía cómo sacarme una sonrisa, incluso en los días más difíciles. Era como un rayo de luz en medio de toda la oscuridad que me rodeaba.
—¿Listo para otro día de "diversión"? —me preguntó, poniendo énfasis sarcástico en la palabra "diversión".
—Listo para sobrevivir, que no es lo mismo —dije, alzando una ceja.
Al llegar al instituto, ese lugar de élite al que, por algún giro del destino o simple broma cósmica, me habían aceptado, el ambiente era el mismo de siempre. Los pasillos brillaban con la presencia de los hijos de la alta sociedad, jóvenes que parecían no conocer la palabra "preocupación" ni en el diccionario. Yo, un becado con más deudas que sueños, caminaba entre ellos, consciente de que mi linaje y mi cuenta bancaria estaban a años luz de los suyos.
Apenas puse un pie dentro, los bravucones de turno ya estaban esperándome. Uno de ellos, Will, un tipo alto y corpulento, me saludó con una sonrisa que no auguraba nada bueno.
—¡Mira quién llegó! —dijo Will, mientras los otros se reían—. El chico de oro, el favorito de los maestros.
Sabía lo que venía, y aunque me daban ganas de dar media vuelta y correr, eso solo empeoraría las cosas.
—Vamos, Will, no tengo tiempo para esto —intenté, aunque mi tono era más de súplica que de autoridad.
—¿Tiempo? ¿Quién te crees, Einstein? —se burló otro de ellos, empujándome hacia el baño.
Como si fuera un ritual ineludible, me escoltaron con entusiasmo al baño, no para refrescarme, claro, sino para usarme como su saco de boxeo personal. Al principio, me preguntaba cómo había sobrevivido a tanto acoso, pero con el tiempo, llegué a aceptarlo como parte de la rutina, como si fuera tan normal como la primera clase del día.
Después de la habitual "bienvenida" de los bravucones, me dirigí a clase, donde traté de pasar desapercibido. La mayoría de los profesores no hacían muchas preguntas, y yo estaba más que contento con eso. Pero entonces, llegó agosto, y con él, la "gran" excursión anual de campamento. Un evento que debería ser emocionante, pero para mí era solo una prolongación del infierno cotidiano.
—¿Ya estás listo para el campamento? —me preguntó Manuel, uno de los pocos chicos del grupo C con los que podía hablar sin sentirme un alienígena.
—Más o menos —respondí, sin mucho entusiasmo—. Solo espero que no sea tan malo como el año pasado.
Los grupos A y B, los reyes y reinas de la alta sociedad, se movían con aires de grandeza, mientras nosotros, en el grupo C, el de los becados y los "pobres desgraciados", tratábamos de mantener un perfil bajo. Sabíamos que en este mundo, ellos no solo decidían quién estaba en las fiestas, sino que su poder iba más allá; podrían hacerte desaparecer sin dejar rastro si así lo quisieran. Sí, esa era la realidad: ellos tenían el poder de escribir y borrar nuestras vidas con un chasquido.
El campamento comenzó como esperaba, con más de lo mismo: acoso, miradas condescendientes, y la constante sensación de que no pertenecía allí. Pasábamos los días en actividades al aire libre, mientras yo me mantenía lo más lejos posible de Will y su pandilla.
—Este año no es tan malo, ¿no? —dijo Manuel un día mientras montábamos nuestras tiendas—. Al menos no nos han hecho cavar zanjas solo por diversión.
—Todavía queda tiempo para eso —respondí, tratando de mantener un tono optimista, pero sabiendo que siempre podía empeorar.
En ese momento, Yuna se acercó a nosotros, con una sonrisa traviesa en el rostro.
—¿Por qué siempre hacen lo que Will les ordena? —preguntó en tono de broma, aunque sus ojos reflejaban algo de molestia—. Es como si fuéran sus marionetas, bailando al ritmo de su maldito tambor.
Manuel se rió, pero había una pizca de amargura en su risa.
—Lo peor es que ni siquiera podemos quejarnos. Si lo hacemos, ellos lo tienen todo: las conexiones, el poder. Y nosotros... —dijo, dejando la frase en el aire.
—Ya sé —interrumpí, intentando levantar los ánimos—. Es una porquería, pero ¿qué vamos a hacer? No podemos cambiar el hecho de que somos becados. Nos metimos en este mundo porque tenemos una oportunidad, y aunque a veces parezca que lo único que hacemos es sobrevivir, eso también es algo.
Yuna dejó escapar un suspiro, pero luego sonrió de nuevo, aunque esta vez con un aire más decidido.
—No me importa lo que piensen de nosotros —dijo—. Pero algún día, esto va a cambiar. No podemos quedarnos toda la vida bajo su yugo.
—Exacto —sonreí—. Pero mientras tanto, vamos a soportarlo. No les daremos el placer de vernos caer.
Manuel asintió, sintiéndose un poco más animado.
—Supongo que tienes razón. Al menos, mientras sigamos juntos, podemos enfrentar lo que sea.
El último día de campamento, nos reunimos todos alrededor de una gran fogata. Los chicos de los grupos A y B charlaban animadamente, intercambiando historias de sus familias poderosas y sus planes para el futuro. Mientras tanto, nosotros en el grupo C simplemente escuchábamos, sabiendo que nuestras realidades eran muy diferentes.
De repente, un destello cegador nos envolvió, tan rápido y brillante que no tuve tiempo de reaccionar.
—¡¿Qué demonios es eso?! —gritó uno de los chicos del grupo B.
—¡No puede ser real! —exclamó alguien más.
El caos se desató a nuestro alrededor. Podía sentir el calor del fuego mezclándose con el frío repentino que trajo consigo esa extraña luz. Mi corazón latía con fuerza, y todo lo que pude pensar fue en Yuna.
—¡Bam! —gritó Yuna, su voz cargada de desesperación mientras buscaba a tientas en la oscuridad que se iba apoderando de nosotros.
—¡Yuna! —respondí, tratando de alcanzarla.
Pude verla entre las sombras, su figura distorsionada por la cegadora luz. Estiró su mano hacia mí, y yo hice lo mismo, luchando por llegar a ella.
—¡No te sueltes, por favor! —suplicó, sus ojos llenos de pánico mientras la distancia entre nosotros parecía aumentar con cada segundo.
Extendí mi mano lo más que pude, sintiendo la calidez de su piel apenas rozar la mía, pero el destello se intensificó de nuevo, separándonos de golpe.
—¡Yuna! —grité con todas mis fuerzas, intentando aferrarme a cualquier rastro de su presencia, pero mi voz se ahogó en el estruendo de lo desconocido.
Su figura desapareció entre la luz, y una sensación de vacío se apoderó de mí. El mundo a nuestro alrededor se desmoronaba, y no había nada que pudiera hacer para detenerlo.
Todo se desvaneció en un instante, y el único rastro de Yuna que quedó fue el eco de su nombre en mi mente, mientras la oscuridad se cernía sobre mí.
Cuando recobré la conciencia, ya no estaba en el campamento. Lo primero que noté fue el frío. Lo segundo, la oscuridad. Estaba solo, en medio de un bosque tenebroso que parecía salido de una pesadilla. No sabía si los demás grupos habían terminado juntos o si, como yo, habían aparecido solos. Pero lo peor era el silencio, tan absoluto que me hacía sentir pequeño y vulnerable.
—¿Hola? —grité, con la voz temblorosa—. ¿Hay alguien ahí?
Solo el eco de mi propia voz me respondió.
Con el corazón desbocado y el miedo escalando por mi espalda, avancé a tientas por ese bosque. Pronto, di con lo que pensé que era una cueva.
—Genial —murmuré para mí mismo—, al menos tendré refugio.
Pero, en lugar de una cueva, me adentré en lo que rápidamente reconocí como una mazmorra. Y no era cualquier mazmorra; era un laberinto oscuro y retorcido que parecía sacado de las pesadillas más profundas. Lo supe porque había pasado horas, noches enteras jugando a juegos en línea donde las mazmorras eran el pan de cada día. Pero esta vez, no había pantalla que me separara de los horrores que podían acechar.
Pasaron lo que calculé como tres días. Tres largos periodos de hambre, sed, y una soledad que me carcomía el alma. Nadie vino a buscarme. Nadie. El silencio en la mazmorra era tan pesado que casi podía sentirlo presionando contra mi pecho. El eco de mis propios pasos me perseguía como un fantasma en cada rincón, y la oscuridad era tan densa que parecía tener vida propia, envolviéndome con cada paso que daba.
—Vamos, no puedes rendirte ahora —me dije en voz alta, como si al escuchar mis propias palabras pudiera convencerme de que todo estaría bien. Pero en el fondo, sabía que no podía quedarme allí para siempre. Si algo había aprendido en todos esos años de ser el "pobretón" del instituto, era que nadie vendría a salvarme. Y si no hacía algo, la mazmorra sería mi tumba.
Decidí que si estaba en una mazmorra, no iba a quedarme sentado esperando el final. El miedo se aferraba a mí con garras invisibles, pero la desesperación por encontrar una salida me dio la fuerza necesaria para seguir adelante. Sabía que tenía que encontrar respuestas a todo lo que había pasado, pero también algo aún más crucial: una forma de escapar de aquel lugar antes de que la falta de comida y agua me debilitara al punto de no poder seguir.
Me adentré más y más en el laberinto, cada paso resonando en la oscuridad como un desafío. Los pasillos eran estrechos, fríos, y cada bifurcación me ofrecía la posibilidad de perderme aún más. Cada sombra parecía esconder un secreto, un peligro, pero también, quizás, la clave para salir de allí. Mis ojos, acostumbrados a la penumbra, buscaban desesperadamente algún signo, algún rastro que me indicara una salida. Un cambio en el aire, una corriente más fresca, cualquier cosa que me diera una pista de que estaba en el camino correcto.
—No puede ser interminable —me decía una y otra vez, aferrándome a esa pequeña esperanza—. Todas las mazmorras tienen una salida. Solo tengo que encontrarla... Tengo que salir de aquí. No puedo dejar a mis amigos, no puedo dejar a Yuna.
El pensamiento de Yuna y mis compañeros, posiblemente atrapados en algún lugar tan oscuro y aterrador como este, me dio una nueva oleada de determinación. No solo estaba luchando por mi vida, sino también por la posibilidad de volver a verlos.
—No puedo fallarles —susurré, sintiendo cómo la desesperación se transformaba en una firme resolución—. No puedo fallarle a Yuna.
Y así, con el corazón desbocado y la mente concentrada en sobrevivir, avancé. En cada esquina, esperaba lo peor, pero también me preparaba para lo mejor. Porque, si algo iba a encontrar al final de ese oscuro túnel, no solo serían respuestas. Si lograba salir, esa sería la primera victoria de mi vida, la primera vez que realmente vencía a mi destino. Pero para eso, tenía que seguir adelante, un paso tras otro, hasta que la oscuridad finalmente diera paso a la luz… o a lo que fuera que me esperaba en el final de esa mazmorra.