No sé cuánto más podré soportar en este lugar, pero el hambre y la sed se han convertido en una tortura constante. El frío y la humedad se cuelan por cada grieta de este lugar maldito. Las rocas oscuras que me rodean parecen absorber toda la esperanza, como si este lugar estuviera diseñado para quebrar hasta al más fuerte de los hombres… y yo no soy la excepción. Si mis cálculos no fallan, ya han pasado tres días desde que desperté en este infierno.
—¿Cuánto más podré resistir? —murmuro, mi voz apenas audible entre el eco sombrío de la mazmorra.
El gruñido de mi estómago rompe el silencio, recordándome lo débil que estoy. La garganta me arde, seca y agrietada, y cada respiración se siente pesada. No puedo recordar la última vez que bebí agua, y el aire rancio de esta mazmorra solo empeora la sensación.
—Necesito comer algo... —murmuro, con una voz que apenas reconozco como la mía.
Mis músculos están tensos, como si estuvieran a punto de colapsar en cualquier momento, y cada paso que doy parece costarme el doble de esfuerzo.
—No puedo seguir mucho más así... —susurro, aunque sé que no tengo otra opción.
Con un suspiro, me apoyo en una de las paredes rugosas. Mi cabeza da vueltas y la desesperación amenaza con hacerme ceder, pero no tengo tiempo para rendirme. Respiro hondo, tratando de calmar el martilleo de mi corazón y despejar la mente de los pensamientos más oscuros.
—Tengo que salir de aquí —digo, como si ponerlo en palabras le diera más fuerza a mi determinación.
Con un esfuerzo que me parece titánico, me pongo en pie. El eco de mis pasos resuena en las paredes de piedra, amplificando el vacío y la soledad del lugar. Cada rincón parece una trampa, y el aire está tan cargado que es casi como si me observaran desde las sombras. Una sensación de alerta se apodera de mí. Mi piel se eriza, como si el peligro estuviera cerca, aunque no lo vea.
—No puedo dejar que el miedo me consuma —digo en voz baja, más para convencerme a mí mismo que para nadie más.
Sé que debo encontrar la salida antes de que este lugar me devore por completo.
Mis piernas apenas responden, cada paso es un castigo para mi cuerpo. Siento cómo el agotamiento pesa sobre mí, pero detenerme no es una opción. El frío, tan denso como la oscuridad que me rodea, parece querer arrastrarme hacia abajo.
—Tengo que seguir... —digo en voz baja, como si el simple acto de hablar me diera algo de fuerza.
El túnel parece infinito, su final oculto en sombras. No sé qué me espera, pero una pequeña chispa de instinto me dice que rendirme aquí sería mi sentencia.
Estoy solo. No hay señales de Yuna, ni del resto de mis compañeros. Ni un solo rastro que me indique que alguien más sobrevivió a esta pesadilla.
—¿Dónde están? —pregunto en voz alta, con la esperanza de que el silencio me dé alguna respuesta, pero sólo mi propio eco responde, rebotando en las paredes de piedra y devolviéndome una sensación de vacío aún mayor.
Una ráfaga de frío recorre mi espalda, tan intensa que siento que me paraliza por un segundo. Mi respiración se acelera, el aire que inhalo es denso, y la opresión en mi pecho me recuerda que no puedo quedarme aquí.
—No puedo quedarme aquí —repito en voz baja, casi como una súplica.
El eco de mis palabras resuena en la oscuridad, haciendo que me sienta aún más pequeño y vulnerable. La soledad se vuelve palpable, casi tangible. No hay vida, no hay esperanza, sólo este interminable túnel que parece cerrarse a mi alrededor.
Aun así, un nuevo impulso de determinación me invade. Quizás sea el instinto de supervivencia o simplemente el miedo a morir solo en este lugar maldito.
—No puedo rendirme. No importa lo que pase, tengo que encontrar la salida —me digo, mientras mi respiración se vuelve más pesada y mis pasos, más lentos.
Cada músculo de mi cuerpo grita por detenerse, mis piernas tiemblan incontrolablemente, pero el miedo a quedarme atrapado para siempre aquí me obliga a seguir. Estoy más cansado que nunca, mi mente apenas puede mantenerse enfocada, pero aún hay algo, una chispa de vida que me impulsa hacia adelante.
De repente, un sonido rompe la quietud de la mazmorra. Es un gruñido bajo, profundo, cargado de una furia primitiva. Las paredes de piedra vibran con su eco, amplificando el sonido hasta hacerlo ensordecedor. Mi corazón se acelera de inmediato, latiendo con tanta fuerza que parece querer romper mis costillas. Un escalofrío recorre mi espalda, erizando los vellos de mi nuca. No estoy solo.
—¿Qué… qué demonios es eso? —susurro, tragando saliva mientras miro a mi alrededor. El eco del gruñido se pierde en la distancia, pero la sensación de peligro es cada vez más real.
Intento prepararme, mis ojos se mueven frenéticamente de un lado a otro, buscando algo, cualquier cosa que me sirva para defenderme. Pero mis manos están vacías. No tengo una espada, ni siquiera una simple piedra afilada. La realidad de mi situación me golpea de golpe: estoy indefenso.
—Mierda… —murmuro entre dientes, el pánico empezando a apoderarse de mí.
El gruñido vuelve, más fuerte, más cercano. Siento el suelo temblar bajo mis pies. No tengo absolutamente nada con qué enfrentarme a lo que sea que esté por venir. Mi respiración se acelera, y la desesperación empieza a apretar mi pecho como una losa.
—No hay tiempo… no puedo quedarme aquí. —Trato de convencerme, mi voz quebrada por el miedo.
Mis piernas, aunque cansadas, responden. Empiezo a retroceder, pero cada fibra de mi cuerpo me grita que correr no será suficiente. Unos pocos pasos y me detengo. Si me voy sin luchar, ¿cuánto tiempo podré huir? Aprieto los puños, mirando al frente, mi mente nublada pero consciente de una cosa: no tengo otra opción. Si me detengo ahora, estoy muerto.
—Vamos, maldita sea… ¡ven de una vez! —grito al vacío, esperando a lo que sea que esté ahí.
El sonido de garras arañando la piedra llega antes de que la criatura aparezca. Cada paso suyo es un golpe sordo que retumba por el corredor, haciéndome estremecer. En la penumbra, veo cómo una silueta gigantesca emerge de las sombras. La criatura es monstruosa, mucho más de lo que mi mente podría haber concebido. Su piel, negra y áspera como roca volcánica, está llena de cicatrices, marcando las guerras que ha enfrentado. Dos cuernos retorcidos sobresalen de su cabeza, brillando bajo la tenue luz como armas forjadas en un mundo oscuro. Sus ojos... esos ojos rojos y furiosos, arden con una maldad que parece antigua, inhumana.
Mis piernas reaccionan antes que mi mente, retrocediendo un paso mientras una mezcla de miedo y adrenalina se apodera de mí.
—No puede ser… —susurro, mis manos temblando.
La criatura avanza lentamente, su respiración pesada y profunda, como si saboreara el terror que me consume.
Su boca se abre, mostrando una hilera de dientes afilados y amarillentos. Un rugido escapa de su garganta, sacudiendo el aire a mi alrededor. El sonido es tan visceral, tan cargado de furia, que por un segundo mi cuerpo se congela. El miedo me paraliza, pero el instinto de sobrevivir es más fuerte.
—¡Vamos! —grito, forzando mis piernas a moverse justo cuando la criatura lanza su primer ataque. Me lanzo hacia un lado, rodando torpemente por el suelo de piedra justo a tiempo para esquivar las garras afiladas que se estrellan contra el lugar donde estaba de pie. El impacto levanta fragmentos de roca y polvo, y el suelo tiembla bajo el poder de su golpe.
Me levanto con dificultad, el corazón martillando en mis oídos. La bestia es rápida, más rápida de lo que parece para su tamaño. Se vuelve hacia mí, gruñendo, y puedo sentir su aliento caliente y nauseabundo envolviéndome. No puedo enfrentarme a esto. No con las manos vacías. Pero no hay escapatoria.
La criatura avanza, su cuerpo cubre casi todo el corredor, bloqueando cualquier salida. Sus cuernos casi rozan el techo de la mazmorra mientras se agacha, preparándose para embestir. Todo en mí grita que huya, pero no tengo adónde ir.
—¡No me rendiré! —mi voz suena hueca en el eco del túnel, pero necesito recordarme que, de alguna forma, todavía tengo una oportunidad.
Respiro con dificultad, mis pulmones arden como si cada inhalación fuera una batalla. Miro a la bestia, buscando frenéticamente una oportunidad, cualquier debilidad. El monstruo se prepara para embestir de nuevo, sus ojos rojos centellean con furia mientras sus músculos se tensan. Y entonces lo veo. Un breve instante en el que su costado queda desprotegido, vulnerable, justo antes de lanzarse sobre mí.
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Sin pensar, corro hacia la criatura con todas las fuerzas que me quedan. Mi puño se cierra con fuerza, reuniendo cada fragmento de energía que he podido conservar.
—¡Ahora o nunca! —gruño entre dientes, lanzándome hacia el punto débil.
El impacto está a segundos de distancia, y aunque el miedo sigue presente, la determinación lo supera por completo.
Mi puño impacta contra su costado, pero en lugar de hundirse, es como golpear una pared de piedra. Apenas un rasguño aparece en su gruesa piel. La criatura apenas reacciona, salvo para girar su mirada llena de furia hacia mí.
—Maldición —mascullo, sintiendo cómo mi corazón late desbocado. No le he hecho daño, y ahora tengo toda su atención... y no de la manera que esperaba.
La criatura ruge, llenando el aire y sacudiendo el suelo. Antes de que pueda reaccionar, se lanza sobre mí con una velocidad sorprendente. No puedo esquivarla, y su garra me golpea en el pecho, desgarrando mi ropa y carne. El dolor es insoportable, una llama que arde en mi torso, mientras la sangre caliente empapa mis ropas y cae al suelo.
Mis piernas flaquean, intentando no caer. Cada respiración es un tormento, pero sé que si me detengo, no podré levantarme de nuevo. La bestia se prepara para atacar otra vez, y yo trato de reunir las pocas fuerzas que me quedan.
—No... puedo... rendirme... —gruño, temblando por el dolor. Mis palabras resuenan en la mazmorras, recordándome que debo seguir luchando, incluso en esta pesadilla.
La bestia avanza de nuevo, sus ojos rojos brillando con odio. A pesar de mi agotamiento, algo en mi interior se niega a rendirse. No es solo miedo lo que me sostiene; es la promesa de encontrar a Yuna y a Manuel. No puedo morir aquí.
De repente, vuelvo a sentir esa energía dentro de mí, una presencia latente que había empezado a notar en los últimos días. Un poder que aún no comprendo, pero que debo utilizar ahora si quiero sobrevivir.
Cierro los ojos un momento, bloqueando el caos a mi alrededor. Siento el aire frío de la mazmorras y una calidez surgiendo en mi interior. Dejo que ese poder fluya como un río desbordado que busca su camino.
La energía comienza a acumularse en mi mano derecha, vibrando con una fuerza desconocida. Es casi como si tuviera vida propia; pulsatando, saltando con una intensidad creciente, y puedo sentirla como una extensión de mí mismo. Una corriente de luz y calor que se entrelaza con mi ser, imbuéndome de una nueva determinación.
Siento cómo esa energía chisporrotea entre mis dedos, como un rayo esperando ser liberado. Es el momento de actuar.
—¿Qué es esto...? —murmuro, sorprendido por la intensidad que atraviesa mi cuerpo. No es la primera vez que lo siento, pero nunca había sido tan fuerte.
El calor en mi palma aumenta, y por un segundo dudo si seré capaz de manejarlo. Me invade una mezcla de miedo y curiosidad.
—Vamos, concéntrate —me digo a mí mismo, respirando hondo. No sé cómo funciona, pero debo dejarlo fluir. Lo siento como parte de mí, algo que siempre estuvo allí, oculto, esperando ser despertado.
De pronto, extiendo mi brazo hacia la criatura, y una esfera de energía violácea sale disparada de mi mano, surgiendo como si el vacío mismo hubiera sido arrancado del espacio. La esfera atraviesa a la bestia y, en un instante, todo a su alrededor se destruye. La criatura no tiene tiempo de reaccionar. Su cuerpo es desintegrado, borrado del mundo en un solo parpadeo. Las paredes de la mazmorra tiemblan mientras la energía avanza, destruyendo todo a su paso.
Cuando el polvo finalmente se asienta, me doy cuenta de lo que acabo de hacer. La criatura ha desaparecido. El túnel está destrozado y el suelo, agrietado.
-Lo... lo logré... —murmuro, sintiendo cómo mis piernas finalmente ceden. Caigo de rodillas, exhausto. Pero no hay alivio. Usar esa habilidad me ha dejado completamente vacío, sin energía. Apenas puedo moverme.
Justo entonces, escucho otros gruñidos en la distancia. No son como los de la bestia que me persigue; suenan más profundos y escalofriantes, pero parecen menos formidables.
—¿Qué demonios son esos? —murmuro para mí mismo, mientras mis piernas tiemblan. Más criaturas se acercan, sus pasos pesados reverberando en las paredes de la mazmora, atraídas por el caos que he provocado.
El aire se llena de un hedor repugnante y mi corazón late con fuerza.
—No tengo escapatoria… —susurro, sintiendo la desesperación. La oscuridad se vuelve opresiva, y las sombras de las criaturas se dibujan en las paredes.
—No pueden ser tan fuertes... —me digo, recordando que, aunque son más, no son invencibles.
Debo actuar rápido, o seré rodeado por estas nuevas amenazas que se avecinan.
-Maldición…
El eco de los gruñidos se hace cada vez más fuerte. Mis piernas tiemblan, el dolor en mi pecho es insoportable, y mi energía está completamente agotada tras usar esa habilidad. Apenas puedo mantenerme en pie, la sangre sigue fluyendo, y las criaturas están cada vez más cerca. Estoy al borde de rendirme, pero justo cuando siento que todo está perdido, una voz firme interrumpe mis pensamientos.
—Vamos, levántate. No te puedes quedar ahí —dice la voz, con una calma que contrasta con el caos a mi alrededor. Su tono es firme, casi reconfortante, pero el pánico y la adrenalina todavía zumban en mis venas.
Intento encontrar el origen de la voz, pero no hay nadie a la vista. ¿Estaré alucinando? Las sombras de la mazmora parecen moverse, burlándose de mi estado de confusión y miedo.
—Si te quedas ahí, esas bestias te devorarán en segundos —insiste la voz, esta vez más cerca, resonando en mis oídos como un eco distante que se convierte en un grito urgente.
—No puedo... —respondo débilmente, mis palabras apenas son un susurro mientras trato de moverme. El agotamiento se ha apoderado de mí, mis músculos están tan pesados que siento que me hundo en el suelo. La sensación de desesperanza me envuelve.
—Claro que puedes. No has llegado hasta aquí para morir ahora —la voz suena inquebrantable, casi como una orden. Hay un poder en sus palabras, una energía que me empuja a luchar contra la opresión que siento en mi cuerpo.
Siento una presencia a mi lado, como si alguien invisible estuviera ahí, instándome a levantarte. Es una fuerza extraña, una energía cálida que fluye a través de mí, empujándome a actuar. Mis manos se apoyan en el suelo rugoso, las piedras frías mordiendo mis palmas, y, con un esfuerzo titánico, logro ponerme de pie.
Mis piernas tiemblan, pero la voz resuena en mi mente, recordándome que no puedo rendirme. Con cada respiración, la desesperación se convierte en determinación, y aunque el miedo todavía me abraza, una chispa de esperanza comienza a arder en mi interior.
—Eso es, muévete. No tienes tiempo —continúa la voz, clara y urgente, atravesando la niebla del miedo y la confusión que me rodea.
—¿Quién eres...? —logro preguntar entre jadeos, cada palabra sale de mi boca con dificultad mientras tambaleo hacia adelante, mis pies casi tropiezan con las piedras que me obstaculizan.
—Eso no importa ahora. Si quieres vivir, sigue caminando —responde la voz, con una seguridad que me hace querer creer en su mensaje. Es como si supiera que el tiempo se me agota y que cada segundo cuenta en esta lucha por sobrevivir.
El rugido de las criaturas se escucha cada vez más cerca, resonando en las paredes de la mazmora como un eco aterrador, y el suelo vibra bajo mis pies, aumentando mi pánico. No puedo detenerme. La adrenalina corre por mis venas, y a pesar del dolor punzante que recorre mi cuerpo, de la fatiga que me arrastra hacia el suelo, mis piernas siguen avanzando con un esfuerzo desesperado.
—No te detengas. Si caes ahora, no habrá una segunda oportunidad —dice la voz, más distante, como si se estuviera desvaneciendo. Su tono es un recordatorio de que el peligro se acerca, y debo luchar por mi vida.
Miro hacia atrás, buscando a esa persona que me ha ayudado, que ha sido mi única conexión en este momento de desesperación. Pero no hay nadie, solo oscuridad y el eco de mis pasos. Las bestias siguen viniendo, sus rugidos ya no son solo ecos lejanos, sino un coro aterrador que se acerca, llenando la atmósfera con una promesa de terror.
—Gracias... —susurro, apenas audible, mientras corro torpemente hacia lo que espero sea la salvación, mi mente centrada en la única meta que me queda: escapar. No me detengo, no me permito mirar atrás, porque cada instante cuenta, y estoy decidido a aferrarme a la vida.
El rugido de las criaturas se desvanece a lo lejos mientras me dejo caer contra la fría pared de piedra, exhausto. Cada músculo de mi cuerpo duele, y una oleada de cansancio me abruma; cada fibra de mí clama por descanso, pero no puedo permitírmelo. Las sombras siguen rondando, acechando en la oscuridad, y no sé cuánto tiempo tengo antes de que regresen por mí, listas para devorarme.
Es en ese momento que empiezo a notar algo extraño. Al principio, es solo una sensación, un cambio sutil en el aire a mi alrededor, como si alguien estuviera allí, observándome desde las profundidades de la penumbra. Miro a mi alrededor, buscando alguna señal, pero la oscuridad sigue siendo densa, impenetrable. Sin embargo, en mi interior, una intuición me dice que no estoy solo.
—Tienes que levantarte... —la voz vuelve a resonar, esta vez más cercana, más tangible, como un susurro en el viento.
Parpadeo, confundido, mientras mi mente lucha por procesar lo que está sucediendo. Intento moverme, pero el agotamiento me mantiene anclado al suelo, como si las piedras me retuvieran. Al respirar profundamente en un esfuerzo por recuperar la claridad, una figura borrosa comienza a materializarse a mi lado. Primero, es solo una silueta, apenas perceptible en la penumbra, pero poco a poco empieza a tomar forma en la oscuridad que me rodea.
—¿Quién... quién eres? —pregunto, mis palabras arrastrándose con dificultad, como si cada sílaba costara un esfuerzo monumental.
—No importa quién soy ahora. Lo que importa es que sigas moviéndote. No puedes quedarte aquí... no por mucho tiempo —responde la figura. Aunque aún no puedo verlo claramente, su tono es firme y autoritario, como alguien que ha pasado por lo mismo muchas veces, que ha aprendido a luchar y sobrevivir en este mundo hostil.
Mis ojos se entrecierran, esforzándose por enfocar la figura que se manifiesta ante mí. Su imagen comienza a aclararse, aunque aún está envuelta en una bruma que dificulta mi visión. Distingo a un hombre de estatura media, con una expresión seria y cansada, como si llevara consigo las marcas de un sufrimiento prolongado. Sus ropas parecen gastadas, pero los detalles son vagos. A pesar de la falta de nitidez, su presencia me resulta reconfortante en medio de este caos y desesperación.
—¿Por qué me ayudas? —logro preguntar, mi voz apenas un susurro mientras intento ponerme de pie, aunque mis piernas tiemblan de puro agotamiento, amenazando con ceder en cualquier momento.
—Porque sé lo que es estar en tu lugar. He visto a muchos perecer aquí, y no quiero que tú seas el siguiente. Además, tal vez puedas salir de aquí... cosa que yo no pude lograr —responde, su voz impregnada de una leve sombra de tristeza que asoma a través de sus palabras, aunque evita profundizar en el significado de su declaración.
Intento procesar lo que dice, pero mi mente está nublada por el agotamiento y la confusión. A pesar de mis esfuerzos, todavía no entiendo por completo lo que está pasando, pero el tiempo no está de mi lado; el rugido de las criaturas se escucha a la distancia nuevamente, cada vez más cercano, y el pánico comienza a apoderarse de mí.
—Tienes que levantarte y seguirme. No hay tiempo que perder —me apremia, su tono se vuelve más urgente, mientras empieza a moverse con determinación hacia un pasaje oscuro que se abre a nuestro lado—. Si te detienes ahora, esas bestias no dudarán en devorarte. Confía en mí, voy a guiarte hacia un lugar seguro.
Asiento débilmente, apoyándome en la pared de piedra fría para impulsarme hacia arriba. Aún no puedo verlo del todo bien, pero su presencia es como un faro en la oscuridad, dándome fuerzas para seguir adelante. Mis piernas tiemblan, y me tambaleo unos pasos hacia adelante, tratando de no pensar en lo cerca que estuve de ser devorado por aquella bestia.
—Sigue este camino... a la derecha hay un túnel que te llevará lejos de esas cosas por un tiempo. No es el final, pero es lo mejor que puedo ofrecerte por ahora —dice, señalando hacia el oscuro pasillo que se abre a mi derecha con un gesto firme y decidido.
Respiro profundamente para despejar la confusión que me invade. A pesar de mi aturdimiento, avanzo hacia el túnel. La figura a mi lado se vuelve más clara, aunque aún rodeada de una bruma etérea. No sé quién es, pero confío en sus palabras; su energía me infunde un destello de esperanza en la oscuridad. La sensación de no estar solo me da fuerzas para seguir adelante.
—¿Por qué haces esto? —pregunto de nuevo, mi voz resonando en la oscuridad mientras nuestros pasos rompen el silencio que nos rodea.
La figura se detiene un momento, como si estuviera sopesando su respuesta. Su mirada se vuelve profunda y nostálgica.
—Porque una vez... también quise ser salvado —dice, con un tono casi melancólico, cargado de una tristeza que me deja con más preguntas que respuestas, pero no añade más.
Lo miro, intentando leer su expresión, aún sin saber si debo confiar plenamente en él. Sin embargo, en este instante de desamparo, no tengo otra opción. Así que, con un último suspiro, continúo mi camino, esperanzado de que esta extraña ayuda me lleve a algún lugar seguro, lejos del horror que aún acecha en la oscuridad.
Al final del corredor, la figura se vuelve hacia mí, más clara que antes, como si el esfuerzo por guiarme lo hubiera hecho más tangible. Me mira con una mezcla de cansancio y determinación, sus ojos reflejando un pasado lleno de sufrimiento, pero también de una inquebrantable voluntad de ayudar.
—Mi nombre es José —revela finalmente, su voz resonando con una calma que contrasta con el caos que he dejado atrás. Sus ojos están fijos en los míos, transmitiendo una sensación de confianza, mientras su imagen parece estabilizarse ante mí, solidificándose en la oscuridad—. Y aunque no lo creas, aún tienes una oportunidad de sobrevivir.
Con su nombre en mente, sigo adelante, sintiendo un leve consuelo al saber que, aunque este lugar esté lleno de monstruos, no estoy completamente solo. Mis ojos se cierran con dificultad, luchando contra el agotamiento y el dolor, pero al menos ahora puedo respirar sin miedo a ser devorado. El silencio tras la huida es casi insoportable, recordándome lo cerca que estuve de la muerte.
Intento levantarme, pero mis extremidades siguen demasiado cansadas, como si el peso del miedo y la desesperación se hubiera asentado en mis músculos.
—Descansa un momento, chico —la voz de José vuelve a resonar a mi lado, cálida y firme, como un faro en medio de la tormenta—. No irán tras de ti por ahora.
Con esas palabras, me dejo caer contra la pared de piedra, agradeciendo el breve respiro. La bruma de la fatiga me envuelve, pero la promesa de un futuro más allá de estas mazmorras me mantiene alerta.
Con esfuerzo, levanto la vista y empiezo a distinguir su figura a pesar de mi visión borrosa. Tiene un aura extraña, un resplandor sutil que oscila a su alrededor, como si estuviera envuelto en una niebla suave que difumina sus contornos, haciéndolo parecer casi etéreo. Parpadeo repetidamente, intentando enfocar mejor, pero el cansancio me pesa.
—¿Qué... qué eres? —murmuro, mi garganta está seca y rasposa, las palabras apenas logran salir, como si el aire en mi pecho fuera un lujo que ya no podía permitirme.
El hombre me observa por un instante, una sombra de incertidumbre cruzando su rostro, como si estuviera sopesando si responder o no. Sus ojos oscuros, profundos como abismos, parecen evaluar mi estado, mi fragilidad. Finalmente, su expresión se suaviza, y habla con una calma que me reconforta en este entorno tan hostil.
—Antes de explicarte más... dime, ¿qué te ha traído a este infierno? —pregunta, su voz resonando con una curiosidad genuina, como si realmente quisiera entender la historia detrás de mi sufrimiento.
Intento sentarme derecho, aunque cada músculo de mi cuerpo grita por detenerse. El dolor es constante, una punzada en cada fibra de mi ser, pero más fuerte que eso es la confusión que invade mi mente. Las preguntas se agolpan, golpeando con fuerza: ¿Cómo había llegado aquí? ¿Qué otras cosas ocultara esta mazmorra? Y, sobre todo, ¿quién era este hombre, esta figura nebulosa que me había salvado?
—No lo sé... fue todo tan rápido... —respondo con la voz débil, casi apagada por el agotamiento—. Un segundo estábamos en una excursión, y al siguiente... —mi voz se desvanece mientras las imágenes del campamento y lo que vino después se mezclan en mi cabeza—. Cuando desperté, estaba afuera, pensé que este lugar era una cueva segura... pero al entrar, me di cuenta demasiado tarde de que era una mazmorra. Y ahora... no sé qué pasó con mis compañeros.
José me observa en silencio, sus ojos oscuros parecen medir el peso de cada una de mis palabras, como si intentara leer entre líneas. Hay algo en su mirada que sugiere que él entiende más de lo que está dispuesto a revelar en este momento.
—Tú... ¿dices que viniste de otro mundo? —pregunta, su tono mezcla sorpresa con una pizca de comprensión, como si esta no fuera la primera vez que escuchaba algo así.
—Sí —respondo, asintiendo lentamente, mientras trato de juntar los fragmentos de mis recuerdos dispersos—. Éramos un grupo de estudiantes en una excursión, y de repente, nos transportaron aquí. Mis compañeros... deberían estar en este mundo también, pero no los vi cuando desperté. No sé si están vivos, o si entraron en otro lugar.
José se queda en silencio por unos momentos, como si mi relato lo estuviera haciendo revivir viejas memorias. El sonido de mi respiración entrecortada resuena en la oscuridad, mientras él parece perderse en sus pensamientos.
—Interesante —dice al fin, su voz grave rompiendo el tenso silencio—. No es la primera vez que escucho de personas que cruzan mundos. Se dice que estos viajes a menudo son causados por fuerzas mayores, ya sea antiguas profecías o caprichos de los dioses. Pero lo que no entiendo es... —hace una pausa, su mirada se intensifica— ¿cómo es que te separaron de tus compañeros?
Frunzo el ceño, los recuerdos de ese momento caótico comienzan a aclararse, aunque no del todo. Había algo... algo extraño antes de que todo se desmoronara.
—No lo sé —respondo, y la frustración en mi voz es evidente—. Fue un caos total. Un destello de luz, un sonido ensordecedor y luego... aparecí aquí, solo. Pensé que había encontrado refugio en una cueva, pero todo cambió al entrar en este lugar. No tuve tiempo de ver qué les pasó a los demás, ni siquiera si están a salvo.
José me mira, y por primera vez veo una mezcla de preocupación en su semblante. Sus ojos, que antes solo mostraban dureza, ahora revelan una especie de empatía, como si de algún modo comprendiera mi confusión y dolor.
—Es posible que aún estén buscando la manera de adaptarse a este mundo —reflexiona José, su tono grave y pausado, como si evaluara cada palabra—. Sin embargo, estar solo aquí puede ser extremadamente peligroso.
Hace una pausa y me mira con seriedad, como si quisiera asegurarse de que comprendo la gravedad de lo que está a punto de decir.
—Necesitas salir de este lugar —dice con firmeza, señalando el oscuro pasaje por donde hemos venido—. La mazmorra no perdona. No importa lo fuerte que seas, permanecer aquí solo te llevará a la muerte. Primero debes encontrar la manera de salir, de poner distancia entre tú y estas criaturas.
Sus palabras resuenan en mi mente, pero antes de que pueda responder, él continúa.
—Solo entonces —añade—, podrás pensar en buscar a tus compañeros allá afuera. Si llegaron a este mundo contigo, estarán enfrentando otros desafíos.
Su mirada es intensa, sus ojos fijos en los míos, y entiendo que, aunque su tono es severo, sus palabras no son una advertencia vacía; son un consejo nacido de la experiencia.
Mis pensamientos se agolpan, cada uno más inquietante que el anterior. La idea de que mis amigos estén perdidos en este mundo, enfrentando peligros desconocidos, me aterra.
—Pero, ¿cómo voy a encontrarlos? No tengo idea de dónde empezar —admito, sintiendo la desesperanza amenazarme mientras mis pensamientos se agolpan, buscando una salida.
José se acerca un poco más, su presencia es extrañamente reconfortante, y su voz es firme pero alentadora.
—No te preocupes. Aunque este lugar es hostil, hay forma de salir. Necesitas recuperarte primero y prepararte para lo que venga. Solo cuando estés listo, podrás comenzar a moverte por este mundo —me asegura, su mirada fija en la oscuridad del pasillo que tenemos delante.
Mis pensamientos se aferran a sus palabras como una cuerda lanzada al vacío. La esperanza de volver a ver a mis amigos me da un ligero impulso, pero la incertidumbre me sigue abrumando.
—¿Y tú? —pregunto después de un momento de silencio—. ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué haces en un lugar como este?
José suelta un suspiro profundo, como si lo que estuviera a punto de decir llevara mucho peso. Se sienta a mi lado, apoyándose contra una roca cercana, y por primera vez lo noto un poco más vulnerable, como si hablar de su pasado lo volviera más humano.
—Yo... no soy como tú —comienza José, con un tono que parece cargado de pesar—. Hace mucho tiempo, mi grupo y yo llegamos a esta mazmorra por nuestra cuenta. Sabíamos perfectamente lo que era. Veníamos preparados para enfrentarla, para matar monstruos y ganar algo de dinero. Éramos exploradores, cazadores en busca de fortuna.
Su mirada se pierde por un momento en la penumbra, y puedo ver que revive esos recuerdos, cada detalle de lo que ocurrió aquí.
—Pensamos que estábamos listos, que podíamos con cualquier cosa que nos lanzara este lugar. Pero... nos equivocamos. Los demonios que habitaban aquí eran mucho más poderosos de lo que creíamos. Uno por uno, mis compañeros fueron cayendo, hasta que finalmente... yo también. —Hace una pausa, su voz apagada por la tristeza y el arrepentimiento—. Morimos todos, pero no fue una muerte común. Al ser derrotados por esas criaturas, nuestras almas quedaron atrapadas en este lugar, condenadas a vagar sin descanso.
José me mira, su expresión endurecida por el dolor de recordar.
—Es por eso que no puedo dejar que te pase lo mismo. No quiero que acabes atrapado en este infierno como nosotros. Si hay algo que puedo hacer para ayudarte a salir, lo haré —añade, su tono firme pero teñido de desesperanza.
Su historia me deja sin palabras. Siento un nudo en el estómago mientras trato de procesar lo que me ha dicho.
Mis ojos se abren un poco más mientras la información se asienta lentamente en mi mente agotada. El frío en mi pecho no tiene nada que ver con la herida que todavía arde. Es la sensación de que todo lo que conocía se está desmoronando. José… ¿un alma atrapada aquí por algo más allá de la comprensión humana?
—¿Por qué no puedes descansar entonces? —logro preguntar, sintiendo cómo el temor me sacude.
José suspira profundamente, como si la respuesta fuera una carga que ha estado llevando durante demasiado tiempo.
—Cuando mueres en una mazmorra, especialmente a manos de un demonio o un ser divino, quedas atrapado en ese lugar. No puedes salir, no importa cuánto lo intentes. Las almas que caen aquí quedan condenadas a vagar por siempre, sin posibilidad de escapar, hasta que consigan derrotar al ser que les arrebató la vida.
Frunzo el ceño, intentando entender todo esto.
—¿Demonios y dioses? —murmuro—. ¿Por qué al morir por ellos, las almas quedan atrapadas? ¿No se supone que la muerte debería ser el final?
José me mira, sus ojos sombríos pero llenos de una sabiduría amarga.
—No solo los demonios pueden hacer esto —responde—. Cualquier ser con poder divino o infernal tiene la capacidad de romper el ciclo natural de la vida y la muerte. Si caes por sus manos dentro de una mazmorra, tu alma no puede irse. Pero si mueres fuera de estos lugares, entonces podrías vagar, aunque sigues sin poder descansar.
—¿Entonces, mientras esa criatura viva...? —comienzo a decir, aunque ya conozco la respuesta.
—Así es —responde José con amargura—. Hasta que no sea destruida, las almas como la mía seguirán vagando sin descanso en estos lugares malditos.
Me quedo en silencio por un momento, procesando lo que dice.
—¿Y el cielo y el infierno? —pregunto, confundido, tratando de entender lo que realmente sucede en este lugar. Siempre pensé que después de la muerte, uno iba a uno de esos dos lugares, pero nada de lo que José dice encaja con eso.
José me mira con una expresión mezcla de tristeza y resignación.
—Este mundo no funciona como el que conoces —responde, su voz calmada, pero llena de amargura—. Aquí no hay cielo ni infierno para los muertos. El infierno, para muchos de nosotros, es esta misma tierra, donde nuestras almas quedan condenadas a vagar sin descanso. El cielo, si podemos llamarlo así, es el Limbo, el único lugar donde podemos hallar la paz eterna.
Asiento lentamente, procesando sus palabras. Todo lo que alguna vez creí sobre la muerte parece desvanecerse ante la realidad de este extraño y cruel mundo.
—Así que... el Limbo es el único escape real —murmuro, más para mí mismo que para él.
—Exactamente —dice José—. Hasta que la criatura que te quitó la vida sea destruida, no hay descanso para almas como la mía.
El silencio se cierne sobre nosotros, tan espeso como la oscuridad que nos rodea.
—Y... si alguien muere a manos de un humano, ¿puede descansar? —preguntó Bam, intentando entender las reglas de este mundo extraño.
José esbozó una media sonrisa, sin alegría.
—Sí, en teoría. Los que mueren a manos de otros humanos pueden descansar, porque pertenecen al mismo ciclo de vida. Pero aquellos que caen por las manos de seres como demonios o dioses... estamos condenados.
Bam guardó silencio por un momento, sintiendo el peso de las palabras de José. Esa mención de seres tan poderosos, capaces de alterar el destino de las almas, le resultaba difícil de digerir. Era como si las reglas mismas de la vida y la muerte fueran distintas en este mundo.
Su historia suena tan lejana, tan surrealista. Pero al mismo tiempo, encaja con todo lo que he visto hasta ahora. Este mundo es una pesadilla, y parece que las reglas de la vida y la muerte no se aplican aquí de la misma forma.
Me encuentro con otra pregunta, algo que ha estado rondando mi cabeza desde que vi su figura por primera vez, pero que no había tenido la oportunidad de formular.
—¿Por qué puedo verte? —pregunto, frunciendo el ceño—. Quiero decir, estás muerto… ¿no debería ser imposible que alguien como yo pueda verte y hablar contigo?
José me observa en silencio, como si sopesara si debía o no responder. Sus ojos, profundos y oscuros, se encuentran con los míos antes de que su voz grave vuelva a romper el silencio.
—No es tan simple como eso —responde finalmente, su tono más suave de lo habitual—. Aquellos con un espíritu sin corrupción pueden percibir a los condenados, como yo. No todos tienen esa capacidad. En tu caso... parece que tu alma está más conectada a este lugar de lo que piensas.
—¿Espíritu sin corrupción? —repito, incrédulo—. Eso no tiene ningún sentido. No soy alguien especial. Solo un chico que fue arrastrado aquí sin razón alguna.
José sonríe, pero es una sonrisa triste, como si recordara algo de su propio pasado.
—El hecho de que pienses así es lo que te hace diferente. La pureza no significa perfección. Significa que aún no has sido corrompido por el odio, la desesperación o el deseo de poder que consume a muchos. Es por eso que puedes verme, y es por eso que quizás... tienes una oportunidad de sobrevivir en este lugar maldito.
El peso de sus palabras me cala hondo, y me quedo en silencio, pensando en lo que acaba de decir. ¿Podría ser cierto? ¿Acaso mi propia naturaleza es lo que me mantiene vivo hasta ahora? No sé si creerle, pero no tengo ninguna otra explicación.
Me quedo en silencio, tratando de asimilar todo lo que acaba de decir. Este mundo, las almas condenadas, la pureza… nada tiene sentido para mí. Pero, al mismo tiempo, no puedo ignorar lo que mis propios ojos están viendo, lo que mi cuerpo ha estado sintiendo desde que llegué.
—Entonces... ¿puedes ver a todos los condenados? —pregunto, aún tratando de encontrar un punto de lógica en esta locura.
José niega suavemente, con una expresión de cansancio que parece pesarle.
—No. Solo a los que están atrapados en esta mazmorra. Los veo si nuestros caminos se cruzan, pero no siempre pueden verme a mí. La muerte no siempre otorga claridad. Pero tú... eres diferente.
Sus palabras me desconciertan más.
—¿Diferente? —repito, sin poder esconder mi confusión—. ¿A qué te refieres con eso?
José se toma un momento, como si estuviera evaluando la mejor manera de explicarlo.
—Tu aura... —comienza lentamente—, no es como la de los demás. Hay algo en ti que brilla más fuerte, que tiene más fuerza. Este lugar lo ha percibido, y parece que algo dentro de ti está empezando a despertar, aunque aún no lo comprendas.
—¿Mi aura? —miro mis manos, como si pudiera ver lo que él describe—. No entiendo. ¿Qué significa todo esto?
José suspira, sus ojos se oscurecen, recordando algo que parece doloroso.
—Significa que este lugar, esta mazmorra, te ha elegido para algo más grande. Lo que sea que esté dentro de ti te da una ventaja. Pero al mismo tiempo, te pone en peligro. Este mundo, chico, no perdona a los que destacan demasiado.
Las palabras me golpean como un balde de agua fría. ¿Este mundo me ha elegido? ¿Por qué? Antes de que pueda procesar lo que eso significa, algo más surge en mi mente, algo que he estado evitando preguntar desde que José mencionó su muerte y la de sus compañeros.
—¿Y tus amigos? —pregunto, sintiendo la tensión en mi voz—. Dijiste que no estás solo, que murieron contigo... ¿Sabes dónde están ahora?
José guarda silencio por un momento, su rostro se oscurece mientras contempla algo doloroso. Finalmente, sacude la cabeza, como si la carga de recordar fuera demasiado.
—No los he visto desde que todo ocurrió —dice con voz grave—. Después de que la criatura nos arrebató la vida, nuestras almas quedaron atrapadas aquí, pero nos separamos. Si siguen vagando, no he tenido la suerte de encontrarlos. Quizás ellos ya hayan sido liberados o… estén aún atrapados en algún rincón de esta maldita mazmorra.
El peso de sus palabras me aplasta. No solo José está condenado, sino también sus compañeros, perdidos en este laberinto oscuro, sin ninguna certeza de su destino. Mis manos se tensan. La idea de estar realmente solo en este lugar, como José y sus amigos, empieza a invadir cada rincón de mi mente.
José se pone de pie con una agilidad que contrasta con su apariencia espectral. Me tiende la mano, y aunque su figura parece desvanecerse en algunos puntos, su agarre es firme y real, algo que no esperaba.
—Vamos, chico —dice con un tono que mezcla urgencia y determinación—. Tienes un largo camino por delante, y no voy a dejar que te quedes aquí esperando ser devorado por las bestias que habitan este lugar.
Siento el tirón de su mano mientras me ayuda a levantarme, aunque mis piernas tiemblan bajo el peso del agotamiento. Cada músculo en mi cuerpo protesta, pero la necesidad de moverme, de sobrevivir, supera el dolor. El aire frío de la mazmorra acaricia mi piel, haciéndome sentir vulnerable y pequeño en este vasto lugar, pero algo en la presencia de José me impulsa a seguir.
Cuando ya estoy de pie, tambaleándome ligeramente, José me mira con una expresión pensativa, pero no pierde su enfoque. Su mirada se suaviza por un instante, y me sorprende cuando, con voz seria pero calmada, pregunta:
—¿Cómo te llamas?
Tardo unos segundos en responder, todavía procesando todo lo que ha sucedido. Mi mente está hecha un caos, pero su pregunta, simple y directa, me trae una extraña sensación de claridad.
—Me llamo Bam —respondo finalmente, sintiendo un ligero alivio al decir mi nombre en voz alta, como si con ello reafirmara mi existencia en este lugar oscuro.
José asiente lentamente, como si estuviera probando el nombre en su mente, y su expresión cambia por un breve momento. Hay algo en su rostro, una mezcla de aceptación y determinación, que no puedo entender del todo, pero que me reconforta de alguna manera.
—Bam… —repite en voz baja, como si lo grabara en su memoria—. Bien, Bam. No tenemos tiempo que perder. Debemos seguir avanzando antes de que aparezca algo peor.
El peso de su advertencia cuelga en el aire, y aunque el miedo todavía reside en mi pecho, la firmeza en su voz me empuja a seguir adelante, un paso tras otro, hacia lo desconocido.
Me quedo en silencio por unos segundos, intentando procesar todo lo que José me ha dicho. Él se da la vuelta y extiende la mano, señalando un pasillo oscuro que parece perderse en la negrura infinita de la mazmorra.
—Si sigues por esa dirección —dice José con voz grave—, eventualmente llegarás a la salida... o al menos eso espero. Pero será un largo trayecto. Te tomará al menos treinta días, si es que no te topas con algo demasiado peligroso en el camino.
Treinta días. Apenas he sobrevivido estos pocos días, y ahora me dicen que necesitaré un mes entero para escapar de este maldito lugar.
—¿Treinta días? —replico, sorprendido—. ¿Por qué es tan largo? Yo entré aquí como si nada.
—La mazmorra es un laberinto que se mueve —responde José, su expresión seria—. Cada paso que das puede alejarte más de donde viniste.
—¿Cómo es posible? —pregunto, la confusión llenando mi mente.
—Las paredes, los corredores... todo cambia —explica José, su voz profunda, con un tono que sugiere que ha vivido esto en carne propia—. No es solo un laberinto físico, Bam. El tiempo aquí no fluye igual que afuera.
Lo miro con los ojos entrecerrados, intentando procesar sus palabras.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, con la voz temblando por la incertidumbre.
—A medida que avanzas, el tiempo se distorsiona. Un dia aquí podría significar semanas o meses allá fuera —añade, su expresión grave—. Cada giro que das te puede alejar no solo en distancia, sino en tiempo. Un mal movimiento, y podrías estar perdiendo más de lo que crees.
—Eso suena imposible... —murmuro, sintiendo que la desesperación me consume.
—No lo es. Muchos han escapado, pero no todos regresan —dice José, su tono grave, pero sereno—. La clave es ser astuto y estar siempre alerta. No solo por los peligros del lugar, sino por cómo el tiempo y el espacio juegan en tu contra aquí dentro.
Me quedo en silencio, asimilando lo que acaba de decir.
—Si te enfrentas a criaturas, no dudes en usar tu energía —añade—. Dentro de ti hay un poder que todavía no entiendes por completo. Vas a necesitarlo si quieres sobrevivir estos treinta días.
—¿Poder? —pregunto, sintiendo un rayo de esperanza.
—Sí, pero no puedo decirte más. Debes descubrirlo por ti mismo. Ahora, escucha bien. No solo te llevará cuarenta días salir de aquí… —su tono se vuelve aún más serio—. Afuera, ya habrán pasado tres meses.
Me quedo paralizado, intentando procesar sus palabras.
—¿Tres meses? —repito, incrédulo—. ¡Pero solo serán treinta días aquí!
—El tiempo aquí dentro no es el mismo que afuera —continúa José—. La mazmorra distorsiona el tiempo. Por eso muchos prefieren entrenar en estos lugares, porque pueden pasar años aquí adentro, pero solo unos pocos meses allá afuera. Pero no te engañes, el peligro también es mayor. Si mueres aquí, no hay vuelta atrás.
—¡Mis amigos! Si han pasado tres meses… ¿Cómo estarán? ¿Qué habrá pasado? —El pensamiento de que mis amigos podrían haber estado buscándome durante tanto tiempo me hace sentir un peso inmenso en el pecho.
José me mira con seriedad, pero sus ojos muestran compasión.
—Tranquilo, Bam —dice, levantando una mano para calmarme—. No ha pasado tanto tiempo afuera todavía. Aquí dentro, el tiempo fluye diferente, pero los primeros días son más lentos. Llevas tres días en la mazmorra, pero allá afuera solo han pasado diez días.
—¿Diez días? —repito, aliviado pero aún confuso—. ¿Cómo es posible?
—Es la naturaleza de este lugar. Al principio, el tiempo se mueve más despacio en comparación con el exterior, pero a medida que te adentras, la distorsión se amplía. Eso significa que tienes tiempo, pero no mucho —explica José con una calma inquietante.
Asiento, aunque la ansiedad todavía me quema por dentro.
—No puedo dejar que pase tanto tiempo. Tengo que salir y encontrar a mis amigos.
—Así es —dice José, su voz firme—. No solo sobrevivas, Bam. Escapa.
El miedo y la desesperación me envuelven, pero también siento una chispa de determinación creciendo dentro de mí. No puedo fallarles.
—No dejaré que pasen más meses —digo con firmeza—. Los encontraré. No importa cuánto tarde.
José asiente con una leve sonrisa.
—Esa es la actitud.
Su apoyo me da un poco de confianza, pero no puedo evitar que una duda me carcoma por dentro.
—¿Por qué arriesgarte por alguien que apenas conoces? —pregunto, aún confundido por su ayuda. Lo había sentido desde el principio, pero ahora necesitaba entender.
José se detiene un momento y me mira de reojo. Su expresión, antes serena, ahora se vuelve más seria, casi melancólica.
—Porque creo que nadie debería enfrentar esto solo —responde con seriedad—. En esta mazmorra, ayudaré a todo aquel que esté en mi situación. Tal vez no pueda encontrar mi propio descanso, pero puedo asegurarme de que otros no queden atrapados como yo.
Sus palabras tienen una intensidad que no había escuchado antes. Esta vez, no es un eco de algo perdido, sino una declaración de propósito. Frunzo el ceño, aún sin entender completamente, pero sabiendo que lo que me está diciendo es crucial.
José me observa en silencio por unos segundos, como si estuviera debatiendo internamente algo. Luego, señala hacia un corredor a mi derecha, uno más estrecho que el resto, apenas iluminado por el brillo tenue de las paredes de piedra.
—Sigue por ese camino —indica—. Al final, encontrarás un lugar donde podrás descansar y recuperar tus fuerzas. Será seguro, al menos por un tiempo.
Su voz es tranquila, aunque no puede esconder el trasfondo de tristeza que la acompaña. Hay algo en su expresión que me hace sentir que esta despedida tiene un peso mayor del que aparenta.
Antes de que pueda dar el siguiente paso, José añade algo más, su tono más serio esta vez.
—También hay un pequeño pozo de aguas termales. Si te sumerges en él, curará esa herida en tu pecho —su mirada se posa un instante en la marca, como si pudiera sentir el dolor que había soportado—. Pero... —pausa un segundo, como si sopesara el impacto de sus palabras—, te dejará una cicatriz.
Frunzo el ceño, levantando una mano hacia la herida que aún latía en mi pecho.
—¿Una cicatriz? —pregunto, con cierta curiosidad. La idea de una marca permanente provoca una mezcla de inquietud y desafío en mi interior.
José asiente, sus ojos brillando por un momento con una emoción que no logro descifrar del todo.
—Es una marca que te recordará lo que has sobrevivido, lo que has logrado. No todas las cicatrices son malas, Bam. Algunas nos muestran cuán lejos hemos llegado.
Las palabras de José resuenan en mi mente, y aunque la idea de una cicatriz me hace pensar en el sufrimiento que he atravesado, también me proporciona un extraño sentido de propósito. Es como si esa cicatriz, en lugar de ser una simple herida, pudiera convertirse en un símbolo de mi fortaleza, una prueba tangible de mi resistencia y de todo lo que aún tengo que luchar.
—Entiendo —respondo, sintiéndome un poco más fuerte—. Si eso significa que podré seguir adelante, entonces lo aceptaré.
Mis piernas aún tiemblan y el agotamiento me pesa en cada músculo, pero la fuerza en las palabras de José me impulsa a seguir. Miro hacia él, intentando procesar todo lo que me ha dicho.
—Gracias por ayudarme —murmuro, consciente de que si no fuera por él, probablemente ya estaría muerto—. Pero… si me encuentro con ese demonio que te arrebató la vida… —hago una pausa, tragando saliva mientras la ira comienza a surgir en mi interior—. Lo derrotaré. Te lo prometo, José. Haré que pague por lo que te hizo, para que puedas descansar en paz.
José me observa, y aunque su rostro permanece serio, puedo ver una pequeña chispa de esperanza en sus ojos. Una emoción que tal vez no había sentido en mucho tiempo.
—Eso es mucho pedir, chico —responde, su tono calmado, pero cargado de una melancolía profunda—. No tienes idea de lo que estás diciendo. Pero agradezco tu valentía. Si alguien puede lograrlo, quizás seas tú.
El aire se vuelve pesado, casi palpable, mientras sus palabras resuenan entre nosotros. Sé que es un juramento que podría costarme la vida, pero algo en mi interior me dice que es lo correcto. José, este hombre que ha estado vagando por tanto tiempo, merece su descanso. Y si para que eso suceda debo enfrentar algo mucho más poderoso de lo que jamás he conocido, entonces lo haré.
—No tengo otra opción —le digo, con una determinación que me sorprende incluso a mí mismo—. Si estoy atrapado en este lugar, haré lo que sea necesario para sobrevivir. Y si eso incluye enfrentar a esa cosa, lo haré.
José me observa un poco más, como si estuviera midiendo mi determinación. Luego asiente, una ligera sonrisa que apenas curva sus labios se dibuja en su rostro.
—Eres valiente, Bam. Quizás demasiado para tu propio bien —dice, su voz suavizándose, revelando un atisbo de preocupación—. Solo… ten cuidado. Este mundo está lleno de peligros que aún no comprendes. Pero si alguna vez logras derrotar a ese ser, entonces… tal vez pueda encontrar la paz.
El silencio se instala entre nosotros por un momento, pero no es incómodo. Es un silencio lleno de significado, como si ambos supiéramos que nuestras vidas —o en su caso, su existencia— estaban unidas de alguna manera por el destino.
Finalmente, José da un paso atrás, como si se preparara para su despedida. Su figura se vuelve más etérea, más borrosa, desvaneciéndose en la penumbra de la mazmorras. El aire se enfría a su alrededor, y una mezcla de tristeza y aceptación me inunda al ver que se aleja.
—Sigue adelante, Bam. No te detengas. Encontrarás tu camino… y tal vez, en ese viaje, encuentres algo más grande de lo que jamás imaginaste —su voz se vuelve más distante, como un eco que se pierde en las sombras.
Lo observo desvanecerse, dejándome una sensación de vacío, pero también una profunda gratitud por lo que compartió conmigo. Su sacrificio y deseo de ayudarme son un regalo que no puedo tomar a la ligera. No tengo tiempo para lamentar su partida; el peligro acecha y mis amigos siguen perdidos en este mundo.
Me vuelvo hacia el oscuro pasillo que me indicó, sintiendo la incertidumbre pesar sobre mis hombros, pero una chispa de determinación brilla en mi interior. Aunque mi cuerpo sigue cansado, empiezo a caminar. Cada paso me aleja de José, pero me acerca a la promesa de recuperar a mis amigos y enfrentar la oscuridad que se cierne sobre nosotros.
Mientras avanzo, murmuro en voz baja, casi como un mantra para mí mismo:
—No te preocupes, José… cumpliré mi promesa.
Las palabras resuenan en el silencio, alimentando la determinación que ahora late en mi pecho. Con cada paso que doy, el miedo se transforma en coraje, y la desesperanza se convierte en un impulso renovado. Este camino será peligroso, pero estoy decidido a encontrar la salida de esta mazmora y, con suerte, a llevar la luz de regreso a aquellos que aún necesitan ser salvados.
Reino Lujuria, Palacio del Rey
Han pasado diez días desde que Bam desapareció.
El aire en el reino, aunque fresco y limpio, se siente pesado para Manuel y los otros estudiantes becados. Los pasillos del castillo, con sus enormes paredes cubiertas de tapices y lámparas que emiten una luz cálida, no les brindaban consuelo. Para ellos, ese lugar no tiene nada de acogedor. Todos están inquietos, esperando noticias, una señal, cualquier cosa que les dé esperanza sobre el paradero de su amigo.
Manuel se apoyaba en una de las ventanas del castillo, observando el horizonte. Las vastas tierras que rodeaban el reino eran un recordatorio constante de que Bam estaba ahí fuera, en algún lugar, perdido o atrapado… o peor. El simple pensamiento hacía que su estómago se revolviera.
—¿Crees que sigue vivo? —preguntó una voz a su lado. Era Andrés, otro de los estudiantes becados.
Manuel cerró los ojos por un momento antes de responder. —No lo sé —admitió en voz baja—. Pero tiene que estarlo... tiene que estarlo.
—Diez días… —murmuró Andrés, su tono teñido de duda—. Es mucho tiempo para estar desaparecido en este lugar. Nadie ha sobrevivido tanto fuera de las murallas.
—No hables así —interrumpió Manuel, apretando los puños—. Bam es fuerte, más de lo que creemos. Lo encontraremos.
Los otros estudiantes estaban dispersos por el gran salón, muchos sentados con la cabeza baja, otros murmurando entre ellos en voz baja.
—¿Y si ya está muerto? —preguntó uno de los chicos desde un rincón, su voz temblorosa.
—¡Cállate! —espetó Manuel, girándose con furia—. No está muerto. No hasta que lo veamos con nuestros propios ojos.
—Manuel, cálmate —interviene Carlos, poniéndose de pie rápidamente y apoyando una mano en su hombro—. Gritar no va a traerlo de vuelta.
Manuel lo mira con los ojos llenos de desesperación. —¡¿Y qué quieres que haga, Carlos?! —grita—. ¡Es Bam! Si no lo encontramos pronto…
Carlos aprieta los labios, manteniendo la calma. —Lo sé... pero vamos a encontrarlo. Lo haremos, solo... no podemos perder la cabeza ahora.
Los otros estudiantes miran la escena en silencio, sintiendo la tensión en el aire. Manuel cierra los ojos, intentando controlar su respiración. Carlos sigue a su lado, firme pero sereno.
—Lo encontraremos, hermano —susurra Carlos—. Pero necesitamos pensar con claridad.
Manuel asiente lentamente, dejando que el apoyo de su amigo lo calme.
El silencio cayó sobre el grupo. Todos sabían lo mismo: los días pasaban, y las probabilidades de encontrar a Bam con vida disminuían. Pero nadie quería aceptar esa posibilidad en voz alta.
El sonido de pasos resonó por los pasillos, haciendo que Manuel se girara rápidamente. Un grupo de guardias del reino apareció, liderados por el capitán del equipo de rastreo enviado por órdenes del rey para buscar a Bam. Los ojos de Manuel se encontraron con los del capitán, buscando alguna señal de éxito.
El capitán llegó al salón y se detuvo frente a Manuel, Carlos, Andrés y los otros estudiantes, con una expresión seria y el cansancio evidente en sus ojos.
—¿Alguna noticia? —preguntó Manuel de inmediato, su voz quebrada por la ansiedad.
El capitán lo miró en silencio antes de negar con la cabeza, su tono bajo y grave.
—Lo lamento, muchacho. Hemos buscado por todo el bosque y más allá, pero no hay rastro de tu amigo.
Las palabras cayeron como un golpe para Manuel. Diez días de miedo y desesperación, y ahora esta respuesta. Sintió el nudo en su garganta crecer, mientras trataba de contener las lágrimas.
—No puede ser... —susurró, casi sin aliento, mirando al suelo como si la respuesta estuviera allí.
—¿Y qué hay de otros lugares? —intervino Carlos, con el ceño fruncido—. ¿Han buscado en las montañas o cerca del río?
El capitán suspiró pesadamente. —Hemos cubierto las rutas principales, los bordes del bosque, las montañas… No hemos dejado piedra sin mover, pero... nada.
—Esto no tiene sentido —murmuró Andrés, que había estado en silencio hasta ahora—. Bam no es alguien que simplemente desaparezca así. Tiene que haber algo que se les escapó.
Manuel asintió, cruzando los brazos. —Tal vez deberíamos ir nosotros mismos. No podemos esperar más.
—¡Eso es una locura! —exclamó Carlos, levantando la voz—. Si ellos no lo encontraron, ¿qué podemos hacer nosotros?
—Carlosl, entiende que tenemos que hacer algo —respondió Manuel firmemente—. No podemos sentarnos aquí sin más.
—Hemos hecho todo lo posible, joven —interrumpió el capitán con voz grave, mirando directamente a Manuel—. Si no encontramos algo en las próximas horas, tendremos que retirar a nuestros hombres. El reino también tiene sus propias preocupaciones, y no podemos seguir arriesgando vidas indefinidamente.
Manuel abrió la boca para protestar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. La desesperación lo invadía. La idea de que dejaran de buscar a Bam era insoportable.
—¿Retirarse? —repitió Manuel, con incredulidad en su voz—. ¿Qué vamos a hacer si abandonan la búsqueda?
El capitán bajó la mirada, cansado, antes de responder.
—Sí, cubrimos toda la zona. También enviamos a nuestros rastreadores mágicos, pero no detectaron ninguna señal de su presencia. Las tierras más allá del bosque son demasiado peligrosas incluso para nuestros hombres. No podemos arriesgarnos a seguir buscando sin una pista clara.
—¿Entonces se dan por vencidos? —espetó Manuel, sintiendo la frustración hervir en su pecho—. ¡No pueden simplemente dejarlo allá afuera!
—Manuel, cálmate —dijo Carlos, colocando una mano en su hombro—. Sé que esto es difícil, pero tienen razón. No pueden seguir buscando a ciegas.
—¡Pero es Bam! —Manuel sacudió la cabeza, apartándose de Carlos—. No puedo… no puedo aceptar que lo dejen atrás.
—Lo entiendo —dijo el capitán—, pero sin una pista clara, estamos poniendo en riesgo a más personas.
—¡No me importa! —gritó Manuel, sus emociones finalmente desbordándose—. ¡Bam está allá afuera, solo, y ustedes lo están abandonando!
Carlos se acercó a Manuel, poniéndose frente a él. —Manuel, tenemos que pensar con claridad. No vamos a abandonarlo, pero tampoco podemos poner más vidas en peligro.
—Lo encontraremos, Manuel —añadió Andrés, hablando en voz baja—. No podemos perder la esperanza. Tal vez haya una forma de seguir buscando sin depender solo de los guardias.
Manuel respiró profundamente, mirando a sus amigos. A pesar del cansancio y la desesperación, sabía que Carlos y Andrés no se rendirían. Aunque las palabras del capitán no ofrecían consuelo, una pequeña chispa de esperanza seguía viva en su interior.
—Tienes razón —murmuró finalmente Manuel, dejando que sus hombros se relajaran un poco—. No nos rendiremos.
Mientras el equipo de rastreo se retiraba, preparándose para regresar al reino, Manuel se quedó mirando hacia el horizonte desde la ventana. Las tierras más allá del castillo parecían interminables, salvajes y llenas de peligros desconocidos. Pero no podía dejar de imaginar a Bam allá afuera, solo, enfrentando lo peor de este mundo.
—Te encontraremos, Bam —murmuró para sí mismo—. No importa lo que cueste.
Con ese pensamiento firme en su mente, Manuel decidió alejarse del bullicio del palacio, escapando del eco de las conversaciones sobre estrategias y búsquedas. Sentía que no podía soportar un segundo más entre aquellos muros sin hacer algo significativo. Sus pasos lo llevaron al jardín del palacio, un lugar donde el aroma dulce de las flores contrastaba con la amargura en su corazón. Los árboles, altos y frondosos, ofrecían una sombra reconfortante, pero nada parecía poder calmar la inquietud que lo devoraba por dentro.
Con el ramo de flores frescas en sus manos, Manuel se detuvo frente a una tumba reciente. El mármol blanco estaba impecable, sin inscripciones todavía, como si el silencio mismo guardara el secreto de quién yacía allí. Las flores que llevaba parecían demasiado vivas, un contraste casi cruel ante la muerte que esa tumba representaba.
Manuel se agachó lentamente, dejando las flores con una suavidad que no sabía que poseía. Mientras lo hacía, sintió una oleada de tristeza. Un dolor silencioso y profundo. El vacío que esa pérdida había dejado en él era indescriptible, y se preguntó si alguna vez podría llenarse.
Se quedó ahí, en silencio por unos segundos que parecieron eternos, observando cómo el viento acariciaba las flores que acababa de dejar. Las lágrimas, que había mantenido contenidas durante días, finalmente brotaron sin control. Primero una, luego otra, hasta que dos gruesas gotas cayeron sobre el mármol frío.
Manuel se arrodilló frente a la tumba sin nombre, el peso de la tristeza casi aplastándolo. Su voz salió entrecortada.
—Si estuvieras aquí… —comenzó a decir, su voz rota por la emoción—. Si tan solo estuvieras aquí, sé que no te rendirías. Buscarías a Bam sin descanso… hasta el último rincón de este maldito reino.
El nudo en su garganta creció mientras intentaba contener las lágrimas, pero era inútil. Se limpió los ojos con el dorso de la mano, solo para que nuevas lágrimas brotaran sin control. Los recuerdos se agolpaban en su mente: las risas compartidas, las bromas tontas, las noches en las que hablaban como si nada más importara.
—Yo… —su voz temblaba, las palabras se quedaban atrapadas—. Te extraño tanto. Todo es más difícil sin ti… todo. Esta búsqueda, esta misión... se siente imposible sin tu apoyo, sin tu luz.
Respiró hondo, tratando de calmar su voz, aunque su corazón seguía gritando por dentro. Miró la tumba, como si esperara una respuesta, pero solo el silencio del mármol frío le devolvía la mirada.
—¿Sabes? Bam… —continuó, tragando saliva—. Él también te extrañaría. Estoy seguro de que si supiera lo que ha pasado… si supiera que ya no estás… estaría devastado. Pero, por él, no puedo rendirme. No puedo. Si te encontrara ahora mismo, te diría que te quedes tranquila. Que voy a encontrar a Bam, no importa cuán imposible parezca.
Su mano temblorosa se apoyó sobre el mármol, sintiendo la fría realidad de la muerte. Cerró los ojos por un momento, como si pudiera transmitirle su promesa a través del toque.
—Prometo que no dejaré que lo pierdan como te perdimos a ti —susurró, su voz quebrada—. Y cuando lo encuentre, le contaré todo… lo que hiciste por nosotros, cuánto significabas. No te preocupes, él sabrá cuánto lo cuidabas.
El viento sopló suavemente, moviendo las flores en la tumba como si respondieran de alguna manera. Manuel dejó que sus lágrimas cayeran una última vez, mientras sus labios murmuraban:
—No fallaré. No te fallaré a ti, ni a Bam.
Se levantó lentamente, con la mirada fija en la tumba. Su determinación era más fuerte ahora. Los recuerdos de quien había perdido eran el motor que lo impulsaba a seguir adelante. Aunque el dolor seguía presente, algo había cambiado en su interior. Sabía lo que debía hacer.
—Hasta pronto —dijo en voz baja, dándose la vuelta. Pero en su interior, sabía que esa promesa sería su fuerza en la oscuridad.