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Chapter 6 - Una chaperona

Cuando Gabriel Bernard estampó sus labios contra los de Keyla, ella no supo cómo reaccionar. Se quedó estática, inmóvil, sintiendo cómo cada parte de su pecho se estremecía de miedo o vergüenza. Nunca antes nadie había tocado los labios de la joven, así que sentir la textura suave y húmeda de sus labios fue para ella una experiencia totalmente nueva.

Con los ojos abiertos y sin mover ningún músculo, se quedó quieta. El hombre había sobrepasado sus límites y violado su espacio personal; sin embargo, no podía comprender por qué no lograba moverse, por qué no podía abofetearlo como la mujer ruda que siempre había sido.

Bernard aprovechó para tomarla de la cintura, y ella tembló, estremecida. Ni siquiera correspondió, y no solo porque él fuera el futuro esposo de su hermana. Sus principios no le permitían ser parte de aquel juego.

No sabía de dónde había tomado fuerzas, pero logró empujarlo y apartar su cara de la suya. Se sentía ultrajada, sucia; sus labios habían tocado los de ese hombre atrevido e imbécil. Bernard dejó a la joven libre y se quedó a una pequeña distancia, observando cómo el efecto de su leve caricia surtió alguna reacción en el rostro de Keyla.

Ella tenía las mejillas ruborizadas, sus dedos temblaban y su pecho se notaba sofocado por la respiración que no pasó desapercibida ante los ojos de Gabriel. No podía emitir ninguna palabra; sus labios sellados se abrieron, intentando articular algo, pero su voz se quedó atascada en sus cuerdas vocales. Cerró la boca y tragó saliva, intranquila; sus ojos se llenaron de lágrimas. Jamás se había sentido tan humillada, tan vulnerable ante un hombre.

Bernard dejó de sonreír y se puso serio cuando sintió aquella bofetada repentina que retumbó en toda la oficina.

—¿Cómo se atreve? —farfulló iracunda— ¡No es más que un cerdo! No vuelva a tocarme.

Bernard se quedó atónito. Ninguna mujer se había negado a recibir sus besos y mucho menos le habían intentado levantar la mano; ni siquiera su madre, quien había contribuido a forjar su personalidad caprichosa.

—¿No le gustó? —tuvo la desfachatez de preguntar— Si es así, puede devolverlo.

—¡Es un atrevido! ¿No decía que le gustaban las mujeres de alto valor? Pero ya veo que es contradictorio.

—¿Lo hice porque usted no se considera de alto valor, Keyla?

—No, lo digo porque usted está muy lejos de ser un hombre de alto valor. Una persona tan exigente debe dar lo que pide —argumentó muy segura— y le aconsejo que deje de tutearme.

—Yo no pido nada —su tono descarado la hizo arrugar el ceño con indignación— solo pido presencia; a cambio, le voy a proveer protección.

—Es un cínico —negó mientras él reía con diversión al notar cómo podía desequilibrar a esa mujer. Y es que, en su interior, solo se atrevió a tocar sus labios porque le encantaba sacarla de sus casillas. Le provocaba diversión que, con tan solo chasquear los dedos, el estado de esa mujer amargada cambiara en un santiamén.

—Dígame algo que no sepa —le provocó— ya sé que soy un atrevido, un cínico... Pero... —se acercó sigilosamente, lo que hizo que la joven retrocediera— soy el primer hombre que la toca. ¿O no?

Subió el mentón intentando mostrarse segura y no perder el control; los nervios no podían dominarla, pero era difícil. Para un hombre como Gabriel, experimentado, no era complicado deducir cuándo una mujer no había sido poseída por un hombre.

—¿Me va a decir que sí? —le dedicó una sonrisa ladina— ¿O me va a reprochar de nuevo lo atrevido que soy?

—No tengo por qué divulgar mi intimidad —refutó, ahora más calmada, pero su gesticulación no decía lo mismo— y menos a un charlatán engreído como usted.

—¿Es usted virgen, Keyla? —continuó, atisbándola. A pesar de que lo intuía, quería escucharlo de sus propios labios; eso, sin duda, le habría dado en el blanco.

Tal vez estaba cometiendo un error con la hija menor del empresario, pero quien no arriesga no gana. Pensó que si Keyla se le ofrecía, podría tener a las dos hermanas: una para jugar y otra para casarse.

La igualdad no existía en la mente de Bernard; para él, las mujeres se clasificaban en dos bandos: las que eran para el matrimonio y las que eran para pasar el rato. Desde que vio a Keyla en aquel restaurante y la escuchó hablar, la curiosidad le aumentó y sus instintos primitivos hicieron acto de presencia: esa semana, Keyla Hopkins iba a ser suya.

—Ah, Keyla —escuchó la voz de Alexis y pronto sus miradas se desconectaron. Keyla se movió nerviosa y respiró profundamente— ¿Ya saludaste al señor Bernard?

Todavía podía sentir el calor recorriendo la piel pecosa de su cuello y la de su espalda. Su estómago aleteó tanto que creía que iba a vomitar arremetiendo contra él frente a su padre. Sin embargo, no podía. Si Keyla lograba que Bernard se interesara en Kim, obtendría más puntos con su padre y así Taylor dejaría de ser un completo estorbo en su camino.

—Sí —habló Gabriel sin dejar que Keyla hablase— le estaba agradeciendo a su hija por su hospitalidad. Su tono fue obviamente sarcástico, pero el anciano ni siquiera lo notó, solo sonrió de oreja a oreja, encantado de tener a su futuro yerno. Le urgía casar a su hija para que, de una vez por todas, desistiera de escaparse para frecuentar esos sitios clandestinos, liberándose así de verla tras las rejas y acabado por la prensa.

Le sonrió tiernamente a Keyla y le cedió la mano a Gabriel, quien se la recibió con amabilidad— ¿No es una hermosura? —preguntó al magnate.

—Desde luego que sí —contestó él, embobado, mirando a la joven, quien negaba con la cabeza y lo fulminaba con la mirada. Estaba deseosa de gritarle lo irrespetuoso que era delante de los mayores. Así su linda cara sería hecha añicos, pero se contuvo. Lo que más le tranquilizaba era que, si volvía a intentar tocarla, iba a romperle las pelotas. Si Bernard se quería pasar de listo, ella también podía aprovechar para demostrar toda la experiencia que tenía en boxeo o en karate. De esa manera, le mostraría cómo se respeta a una verdadera dama.

—Keyla es la luz de mis ojos —con ese comentario, Bernard se dio cuenta de que ella era su favorita— se graduó con honores en la universidad y fue la más joven entre todos los estudiantes —Bernard abrió los ojos de par en par— nunca me ha defraudado.

—Señorita —hizo que ella le dedicara una mirada asesina— no creí que fuera tan inteligente; me sorprende. Las apariencias engañan.

El hombre la miró serio; le parecía inconcebible que un hombre que parecía inteligente fuese tan sexista. Pero ¿qué podíamos esperar de un hombre? En eso, ellos eran tan buenos. Por desgracia, esa ideología de que la mujer era inferior nunca se pudo reconstruir.

—Desde luego que sí —afirmó Alexis en un tono serio— Keyla será su posible socia cuando su padre se retire. Así que espero que puedan entenderse.

—¿Y a qué se dedica la maravillosa Keyla? —inquirió en un tono malicioso, mostrando sus perfectos dientes en una mediana sonrisa mientras Keyla, completamente fastidiada, miraba.

—Ingeniera en informática —respondió, sosa y fría— tengo una maestría en administración de empresas, que estoy a punto de terminar. Culmina dentro de unos meses.

—Es la jefa de uno de nuestros departamentos —agregó— se ha encargado de crear varios robots, incluyendo a nuestro preciado Igor. Esos que están en la entrada de los establecimientos y dan la bienvenida a las personas, tienen varios programas y los pueden configurar de modo que sean útiles. Sustituyeron a los robots antiguos, que también reemplazaron a las personas de bajos recursos, las cuales murieron hace más de tres mil años.

—Entonces, ¿está especializada en ingeniería mecánica? —cuestionó. No pudo negar que estaba sorprendido y se preguntaba cómo una jovencita tan joven podría tener tantos estudios. Eso era imposible; sin embargo, Alexis era el hombre más rico de la ciudad; para esa familia, todo era posible, incluso estudiar dos y tres carreras.

—Por supuesto —habló Keyla, levantando el mentón con seguridad, orgullosa de ver la expresión confundida de ese machito— no existían las mujeres que no deseaban ser salvadas por un caballero con armadura.

—Es espléndido —sonrió con misterio mientras miraba esos grandes ojos marrones, casi del color de sus pecas, los ojos que tanto le llamaban la atención. Pestañas largas, labios gruesos, rostro ovalado, piel manchada de pecas. Esta mujer era una hermosura y, a pesar de que quería aparentar ser dura, sus rasgos físicos eran totalmente diferentes, lo que llamaba mucho la atención de ese hombre primitivo.

—¿Por qué no nos vamos al salón de juntas? —sugirió el anciano— tenemos mucho de qué hablar, Bernard.

—¿Por qué no lo hablamos delante de Keyla? —propuso— ella se ha mostrado muy interesada en mi posible matrimonio con Kim —el anciano sonrió con nerviosismo y Keyla volvió a torcer los ojos, cansada de ese hombre— ¿Acaso piensan que voy a profanar su virtud?

—Pues no —intentó decir Alexis— creí que Keyla le había explicado que Kim no se sentía bien —miró a la joven, y ella asintió, intentando no verse afectada.

—Pues sí, papá —se encaminó hacia ellos— al parecer, el señor insiste en que eso no fue lo que pasó. ¿Nos quiere ver la cara de embusteros?

—No, no es eso —se negó— me parece muy raro, es todo.

—Pues mire que a mí no me parece —Keyla empezó a soltar veneno y Alexis los miraba con un ápice de confusión— no debería parecer algo raro, ya que usted quiere algo tradicional. ¿Acaso se le olvidó que así se arreglaban los matrimonios en la antigüedad? ¿O solo quiere lo que le beneficie a usted, siempre y cuando no sea la mujer la libertina?

Alexis parpadeó muchas veces.

—¿Así que usted será mi chaperona? —sonrió maliciosamente, y asintió— me parece perfecto. No me quejo.

—Si usted lo ve así, no tengo ningún problema. Seré su chaperona —concluyó.

—Bien —habló Alexis ahora, interrumpiendo la pequeña discusión que estaba a punto de iniciarse— no hay que llegar a estos extremos; todo tiene que ser un punto medio.

—Los invito a cenar a mi casa —propuso él— así conocemos a la misteriosa Kimberly.

—Me parece perfecto.

(...)

Gertrud Jones empuñaba su arma con destreza mientras caminaba por el sendero de la muerte. El jefe de la policía le había encomendado encontrar a un individuo que rompió las leyes numerosas veces: Ethan Coen.

Quedó totalmente estupefacta cuando vio esos túneles similares a las catacumbas y tembló. Su espina dorsal sintió corrientes eléctricas, pero eso no la detuvo; al contrario, fue una señal. De esa misión dependía su ascenso de coronel a capitán.

Esa era su mayor aspiración salarial; así dejaría de ser de la clase media mientras iba escalando. Nadie quería ser de la clase media; todos querían pertenecer totalmente a la clase alta.

—¿Entraremos ahí? —cuestionó el cabo Bryan Moore— ¿Ya vio cómo son?

—No creo que pueda tomar en cuenta su pregunta —dijo Gertrud— por supuesto que vamos a entrar y, no solo eso, vamos a capturar a ese delincuente. Coen caerá esta noche.

Ethan Coen era un prófugo de la justicia, culpable de crímenes organizados y robo a mano armada. Asesinó a un doctor muy prestigioso solo porque lo odiaba. Porque sí, él aborrecía al sistema que reinaba.

Por eso formaba parte del desorden y, en la clandestinidad, construyó estos muros debajo de la tierra y vivió allí con su gente durante muchos años. Engendraron hijos, y se multiplicaron como conejos. Eso solo podía hacerlo alguien: la gente de bajos recursos que no tiene herramientas necesarias para planificarse.

En la ciudad de Ágatha, las mujeres tenían la obligación de monitorear la ovulación con un aparato llamado Mentrualive, un chip que se insertaba dentro de la vagina de la mujer y que, cuando estaba próxima a la ovulación, lo detectaba basándose en el flujo vaginal. Un invento maravilloso para reducir la población sin que nadie saliera lastimado. No era hormonal; las mujeres continuaban ovulando, pero el aparato reaccionaba cuando el semen del hombre entraba en la vagina, matándolo al instante. La vagina se volvía seca, y ese líquido era totalmente frío, ácido, y los espermatozoides no podían sobrevivir.

Esas mujeres no tenían acceso a esos beneficios porque no pagaban impuestos; solo eran esposas de ladrones, asesinos y demás personas de la peor calaña, así que esta definitivamente era una misión completamente importante porque el golpe que recibirían esas personas ni siquiera lo esperaban.

—No sabemos cuántas personas están dentro, coronel —habló el sargento— debimos pedir más refuerzos.

—¿Acaso tiene miedo, sargento Morgan?

—No, solo soy realista —contestó— con todo respeto, mi coronel, no estamos seguros de si vamos a salir con vida porque la cantidad de personas que puede haber aquí es grande.

Respiró hondamente.

—No pedí su opinión, sargento Morgan.

—Escuchen, esta noche atraparemos a ese bastardo. Esta noche nos condecoran. He esperado mucho tiempo para esta misión y no voy a permitir que el miedo a perder nos domine. Así que sus armas al frente y caminen.