Los ojos de Lina se agrandaron. De todas las preguntas que pudo haber hecho, esta era la única. Miró hacia él, incapaz de controlar su expresión. Él tampoco pudo. Su boca se torció en una sonrisa dolorida.
—Lo haces —Atlántida soltó una risa dolorida, sin humor y cruel.
Lina exhaló temblorosamente. No era una pregunta. Atlántida sabía que era la verdad. Por eso lo decía.
En ese preciso momento, Lina nunca había compadecido a un hombre tanto. Él sabía. Esos hilos rojos atados a su meñique, él también los había visto. Los recuerdos de su vida pasada habían cruzado por sus ojos igual que por los de ella.
—Sabías —susurró Lina—. Sabías lo que me hiciste y aún así me perseguiste.
La expresión de Atlántida se suavizó.
—Tú... ¿de dónde sacas toda esta audacia? Confesaste a pesar de saber lo que hiciste con todos —exhaló Lina—. ¿Cómo te atreves?
La sangre de Lina comenzó a hervir. ¡La audacia de este hombre!