—No lo haré.
Al instante, el Emperador se levantó de su silla.
Lina lo miró fijamente. Sabía que esta era la última gota. Así que no hizo nada, solo sonrió. Y delante de todos, las deidades, los espíritus, y todo lo que hay en medio, se arrodilló.
Todos contuvieron el aliento. El sonido resonó a través de la sala del trono. Ninguna persona se atrevió a apartar la mirada. Ninguna persona podía imaginar el resultado de esto. La preciosa Princesa que ni siquiera se arrodillaba al saludar a su padre, aquella a quien nunca se le imponían consecuencias por sus travesuras, y a quien nunca regañaban, estaba dejando de lado su orgullo.
Cuando la gran Princesa del Cielo se fue de rodillas, manos en el suelo y frente besando el piso, el mundo entero pareció detenerse.
—Como su hija menor, le ruego a usted, gran Emperador, que tenga misericordia del Dios de la Guerra y permita que su propia carne tome su lugar.