—¿Marsella? —susurró Aries, grabando automáticamente ese nombre en su cabeza porque la mirada en los ojos de Abel le envió un escalofrío por la espina dorsal.
—Sí. Ese nombre. Si la ves en la calle, no pases junto a ella. Da la vuelta y aléjate. ¿Entiendes? —levantó las cejas, haciendo que ella asintiera en comprensión a pesar de no entender completamente la razón—. Bien.
—¿Pero cómo la reconoceré? ¿Cómo es ella?
—Ella... —Abel inclinó la cabeza hacia un lado y luego la miró con conflicto—. La última vez que la vi, era una infante. Te lo dije. Se fugó con un hombre.
—Eso es demasiado vago... —frunció los labios con decepción—. Pero, ¿por qué debería prestarle atención?
—No digo que debas preocuparte por ella. Te estoy diciendo que la evites a toda costa.
—¿Pero por qué?
—Porque... —Abel hizo una mueca mientras miraba por la ventana—. ...le caerás bien.
—¿Eh? —Aries arrugó la nariz—. ¿Le caeré bien?