Desde el principio, Abel nunca buscó amor de ella. Todo lo que decía era —elígeme, no —quiéreme—. Elígelo. Solo a él. Y escuchar esas palabras de ella era suficiente para él. De hecho, era mucho mejor que esas palabras: Te amo.
Quizás fue porque nunca escuchó esas tres palabras —Te amo— de ella que él no pudo comparar. Pero de lo que estaba seguro era que su felicidad y satisfacción eran suficientes para dejar su corazón tranquilo.
—Todos los días... —susurró, meciéndose en la silla, acunándola en su abrazo. Sus ojos se posaron en la ventana, mirando la vasta extensión verde.
—¿Así que es esto lo que has estado mirando todo el día...? —murmuró con un leve exhalar—. Desde esta habitación, sentada en esta mecedora, esperando hasta que caiga la noche cuando él venía y te arrastraba a una pesadilla?