—¿Así que viniste aquí porque me extrañabas?
Aries chasqueó la lengua y desvió la mirada de Abel. Su cabeza estaba descansando en su regazo, holgazaneando en su lugar habitual en el jardín del Palacio de las Rosas.
—No te apartes de mí, cariño. Realmente pensé que estabas muerto —ella miró hacia abajo, mostrando el feo ceño fruncido en su rostro mientras él levantaba la mano para pellizcar la punta de su oreja—. ¿Realmente me extrañaste?
—No supe de ti por días —salió una débil protesta, suspirando por las oscuras ojeras bajo sus ojos—. Te ves cansado.
—Eso es porque estuve volando como una mariposa durante días, cariño.
—Sir Conan también dijo que te fuiste volando.
—¿Eso es porque lo híce?
Su ceño se acentuó, pensando que Abel la estaba burlando. Pero no podía enojarse y solo pudo suspirar resignada. Ella acunó su mejilla naturalmente contorneada y apretó su guapo rostro levemente. Era injusto lo bien que seguía luciendo.