Los guardias miraron a Fafnir como si le hubieran crecido dos cuernos en la cabeza. No le creían. —¿Quién eres tú? —le advirtió uno de ellos, apuntándole con su lanza.
Muy confiado, respondió:
—¡Soy el mensajero que se supone debe traerles esta noticia!
—¡Está engañando! —dijo otro—. ¡Deténganlo y llévenlo a las mazmorras! ¿Cómo te atreves a hablar tales tonterías?
—¿Por qué iba a decir algo tan grave de manera tan casual? —gruñó Fafnir—. Si no quieren ir, díganlo. ¡Tengo que informar a otros también!
De repente, se vieron varios soldados corriendo hacia las puertas del palacio. Todos se alertaron. Se miraron unos a otros y luego a Fafnir. Él se encogió de hombros y luego comenzó a marcharse. Pero caminó por el corredor lentamente y pronto escuchó los pesados pasos de los guardias mezclándose con los de los soldados. Se volvió de inmediato y luego corrió hacia la alcoba de Tabit.