Valerie yacía en la cama, su cabello esparcido sobre la almohada. Parecía que un tornado había pasado por su habitación.
En la mesa de noche, su teléfono estaba boca abajo, rodeado de pañuelos, algunos hechos bola, otros arrugados y tirados en el suelo.
Las cortinas estaban abiertas, dejando entrar justo suficiente luz para destacar el caos. La ropa en el suelo, el desorden en su tocador, el rastro de zapatos lanzados sin pensarlo dos veces.
Tumbada inmóvil, su brazo colgaba de la cama, sus dedos rozaban el suelo, apenas moviéndose como si la energía se les hubiera drenado.
—¡Valerie! ¡Val! —no se movió al oír a mamá llamándola. La puerta se abrió de golpe, y ella entró—. Mira … ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto?
La pobre mujer retrocedió impactada por la escena. Su mirada recorrió la manta que estaba amontonada al final, retorcida y enredada, con una esquina arrastrándose por el suelo.
—¿Qué es esto —susurró más para sí misma—, ¿estás bien?