—¿Qué sucede? —preguntó Hercus, confundido por la pausa repentina que había propiciado.
—Antes… Cierra los ojos —dijo ella con afabilidad—. Confió en ti. No los abras.
Hercus contempló un instante el rostro de Heris. La piel morena, el cabello castaño y los turquesas eran hermosos. Entendía el porqué había caído enamorado de ella. Además de ser muy inteligente y estudiada, era demasiado preciosa. Cerró sus parpados y se quedó en oscuridad. Desde el momento en que lo hizo, un ligero y gélido ventarrón se esparció por el cuarto, como una pequeña ventisca que hubiera explotado del cuerpo de Heris. Colocó su palmar en el rostro de ella, distinguiendo una parte que sentía diferente, como escarchada. Llevó su pulgar a la boca, para localizarla. Entonces, se acercó y puso sus labios sobre los de Heris. Esa sensación era tan fría, como dos pedazos de blandas piedras congeladas, que lo quemaban. Al principio fue un beso sencillo y lento, pero tal sensación era demasiado placentera. Su cuerpo reaccionaba como hombre ante la blandura de Heris, al tenerle debajo de él. Recogió el vestido y la introdujo debajo de la prenda, tocándole los muslos, que estaban protegidos por unas medias, pero la tela era suave, dándole una gratificante percepción. Mientras que Heris lo abrazaba por el dorso y su tacto con los dedos largos y álgidos, como pedazos de témpanos de hielo, le endurecían la zona en la que lo acariciaban. Luego su ósculo se fue intensificando, al punto de que su pulso se aceleró. Su cuerpo temblaba, producto de su estimulación y del frío que se había generado. Era como aquella vez cuando la tormenta de la reina había durado varios días y había hecho caer granizo del cielo. Cada parte de él, se estaba quemando la tempestad gélida que había en la habitación. Tuvieron que detenerse al estar tan excitados, para no concluir su apasionado reencuentro en otro acto. Se separó de ella, mientras tiritaba por el clima. Mas, al concluir y cuando pudo abrir sus ojos de nuevo, todo en el cuarto estaba normal y tranquilo, como si una realidad distinta estuviera ocurriendo cada vez que cerraba los ojos. Allí estaba Heris, con su semblante serio, pero con sus mejillas enrojecidas. Aunque no pudiera verse, él también debía estar ruborizado por lo que había pasado. Cada vez que lo hicieran, tenía más ganas de seguir adelante y de tomar a Heris como su mujer, en sus brazos. Pero eso era algo que debía esperar. Se levantaron del lecho, se acomodaron sus ropas, su armadura y regresaron al coliseo. Atravesaron la multitud y se quedaron a mirar los combates. Lord Warner había ganado su encuentro.
Era el turno de Hercus que se enfrentaba a un caballero. Intentó dar un paso, pero la reina no estaba sentada en su trono, como lo había hecho desde el inicio de los juegos.
—¿Dónde está su majestad? —preguntó Hercus a sus compañeros.
—No sabemos. Solo informaron que estaría por la tarde —comentó su hermano, para comunicarle de la situación.
Hercus volvió su vista hacia Heris, que se mantenía calmada, bajo la protección del gorro. Tensó la mandíbula y ella lo miró de vuelta.
—Yo estoy aquí —dijo Heris de manera clara. Aunque sus palabras no parecían ser una confesión. Solo el hecho de que ella estaba haciendo acto de presencia, para mirar el torneo que había sido elaborado por su alteza real.
—Comprendo —dijo él. No había nada que preguntar o insinuar. La reina era la reina y Heris era Heris. Eran dos personas diferentes y no había forma de explicar de que se tratara de la misma mujer. Su mirada azulada resplandeció por un instante.
—Espera. Quisiera preguntarte algo.
—Dime.
—Después de tus victorias. ¿Crees que ellos no son tan buenos como tú? —interrogó Heris de manera neutra.
—Yo no subestimo a nadie. Sea quien sea, solo me concentro en él y doy lo mejor de mí. Es mi forma de honrar la batalla —respondió Hercus con sinceridad y seguridad.
—Ya veo. Adelante y gana.
Hercus se despidió de Heris y le dijo que lo observara con atención. Dedicaría su triunfo a su reina y a ella. Sir Milo estaba en lado opuesto, detrás de su señor.
—Encárgate de él —dijo Sir Dalión con voz ronca. Su expresión transmitía molestia.
—Sí, capitán —respondió Sir Milo y se dirigió a la tarima de cristal azul.
—Hagan sus presentaciones —dijo el juez.
Hercus lanzó una combinación de puños al aire, tomó el escudo en su zurda y la espada en su diestra para hacer algunos movimientos. Luego los guardó y sacó las dagas en sus muslos y también las balanceó y las regresó a sus fundas. Iniciaron los aplausos del público. Tocó con la punta de su bota varias veces el piso. Respiró hondo y se concentró en los movimientos de Sir Milo, que tenía una armadura ligera que le daba más agilidad. Se habían dado cuenta de que luchar con un equipamiento pesado, pero que no era tan sólido solo era una desventaja. Había dos formas de hacerle frente, siendo tan rápido como él, o con una defensa demasiado resistente a la que sus choques no pudieran hundir. Al empezar la pelea, detenía los espadazos del Sir con sus brazaletes. Aquel noble golpeaba fuerte y tenía más destreza en combate. Sin embargo, aún no podía igualar su velocidad.
Hercus se agachó y pateó las piernas de Sir Milo, haciéndolo caer de espaldas al suelo. Aquel caballero tenía determinación. Inclinó su cuerpo hacia atrás para esquivar una cuchillada horizontal y se irguió con prontitud. Agarró la muñeca de Sir Milo y le empezó a dar reiterados golpes en el yelmo. Le arrebató la espada. El caballero tiró su escudo y sacó sus dagas, a lo que él también hizo mismo.
Las filosas hojas de los cuchillos emitían un peculiar sonido al encontrarse de manera violenta. Sus pies y sus brazos parecían danzar en el arte de la pelea con dagas. Luego, Hercus golpeó el reverso de las rodillas de Sir Milo haciendo que cayera hincado. Se puso detrás, colocando la punta en el blando cuello de su rival. Le indicó que se rindiera, pero el Sir se resistió. Hercus envainó su ataque. Sir Milo ya estaba cansado por las heridas y la energía que había utilizado en su batalla. El guerrero de marca negra, le propinó un vigoroso puño en el abdomen y lo hizo quedar inconsciente. Evitó que se estrellara contra el piso de cristal. Era su enfrentamiento más animado y largo hasta esa fecha. Ya no había quien se sorprendiera, pues estaban acostumbrados a sus triunfos y su dominio en la arena. En el receso de mediodía, compartió más momentos con Heris. Caminaron por las calles, acompañados por Heos, Galand y las aves rapaces, que eran sus fieles y leales mascotas y amigos. Compraron varias cosas en las tiendas, desde ropa, artesanías, comida y bebida. Hercus había ahorrado una fortuna por los distintos juegos que había ganado, en la que cada vez le daban más monedas, pero también las repartía con sus compañeros y con los pueblerinos de Honor. Disfrutaron del tiempo que les quedaba libre, agarrados de las manos, admirando los puntos de recreación. Fueron a la muralla de hielo y subieron por los escalones para observar desde la altura la ciudad real y el pueblo de Honor, en donde estaban los campos cultivados con arroz, trigo y otras cosechas. A lo lejos se podía ver la pradera y el bosque, donde los pinos se hallaban de forma diminuta. Más allá de la vista estaban los otros reinos, tribus y costas. El mundo era un lugar inmenso y había mucho que no conocían. Aunque Heris sí había conocido varios de esos sitios, ya que había venido de las tierras del este.
Hercus abrazó a Heris en su torso. No recordaba ser tan feliz desde hace tantos años. Desde que había conocido a Heris, había tenido a alguien en quien confiar y una compañera que lo aconsejaba, incluso, para como servir a su venerada soberana. Deseó que ese momento se hiciera eterno. Pero entendía que todo debía continuar. Tensó la mandíbula y contempló el paisaje que se extendía ante él.
En ese corto fragmento de sus vidas, todo era alegría. Pero la tormenta que los haría sufrir y que había estado escrita, desde el principio de la creación por los etéreos espíritus de la naturaleza, ya había empezado. El porvenir que los aguardaba estaba lleno de sangre, escarcha y oscuridad, que cambiaría la historia de persona y de todos los reinos conocidos en la tierra.