Hercus admiraba a Heris mientras se colocaba un par de tacones alto. Habían decidido iniciar las lecciones privadas desde ese mismo día, debido a que los juegos de la gloria estaban próximos a comenzar y necesitaban aprovechar cada momento. En cualquier cosa que Heris hiciera siempre se notaba hermosa y radiante.
—¿Has pensado qué pasaría si la reina fuera más alta que tú? —comentó Heris, terminando de ajustarse las zapatillas.
Hercus se mantuvo pensativo y arrugó el entrecejo. Jamás había pensado en eso. La vez que había aparecido en el pueblo solo había apreciado el vestido y luego ella fue tapada por los grandes escudos de los guardias, por lo que no podía estimar su físico. Sin embargo, tenía la impresión de que sería de la silueta de Heris. Después de que le dijera que pensara que ella reina, eso era lo más cercano y certero que se le podía ocurrir.
—No. Creí que sería de tu estatura.
—Recuerda que la reina es una bruja. No es una mujer normal… Ven.
—Eres muy inteligente. No habría considerado eso.
—Ahora. Cierra los ojos. Te colocaré esto. —Heris le cubrió la cara con un pañuelo negro. Hercus se sumergió en la oscuridad—. Piensa que yo soy la reina.
—De acuerdo —contestó Hercus. Heris se alejó.
—Seremos el primer baile. Estoy sentada en mi trono. Avanza por medio de sala rea. —Hercus caminó—. Haz una reverencia y ofréceme tu brazo derecho, para invitarme a bailar—. Hercus lo hizo tal cual—. No debes levantarte, ni mirarme. Solo espera… Así está bien. Luego me pongo de pie y agarro tu mano. Guíame al centro de la pista.
Hercus entrelazó su mano derecha con la de Heris y con la zurda la rodeó por la espalda. Necesitaba controlar sus pensamientos candentes.
—Debido a mi calzado y a mi aspecto físico, soy más grande —dijo Heris con voz fina. Hercus percibió que se había hecho más alta—. Tengo un vestido blanco de alta costura, hechos de forma exclusiva y con técnicas definidas por los mejores sastres de la nación. —Y el atuendo de Heris pareció haberse vuelto más voluminoso y más suave al tacto—. Cada paso que doy sobre la tierra, el suelo se vuelve de cristal. —Y la suela de sus zapatos pareció desplazarse por una superficie más fina. Al igual que los tacones de Heris resonaban con mayor ímpetu—. La banda real toca para nosotros. —Y la música pareció sonar de verdad en medio del bosque en ese apartado lugar—. Mis manos, en realidad, son tan frías que sentirás que te quemas. —Hercus experimentó como si estuviera sosteniendo una llama ardiente con su diestra—. Y tu cuerpo se tornará rígido y difícil de manejar, porque mi hielo te empezará a congelar con levedad. Si te duele y o no crees que puedas continuar, solo hazlo.
Hercus percibió todo lo que Heris decía. Cada parte de sí se fue paralizando y haciéndose más lenta. Sus dedos y él mismo se volvieron escarchado y álgido. Había experimentado tantas veces esa sensación que se había acostumbrado. Era necesario para la sobrevivencia. Se adaptaba, para no morir.
—A mí me… —Hercus respiró de forma pesada. ¿Cómo no iba a sentirse a gusto con la mujer que más admiraba? Incluso con esa magia invernal que le habían otorgado los espíritus de la naturaleza. Eso no era elocuente. Con determinación sostuvo con más fuerza a Heris por la espalda, haciendo que se pegara a él y afianzó el agarre de sus manos, sin importar que el frío lo quemara—. A mí me gusta el hielo de la reina. Es acogedor y se siente… Bien y poderoso.
Hercus en su oscuridad sintió como si su alrededor y la misma Heris hubieran cambiado. Se movieron al son de la música y practicaron así día tras días desde la madrugada, donde regresaba al pueblo para seguir practicando en equipo. En los días que siguieron, Hercus se encontró bajo la tutela de Heris, quien lo instruía en cuestiones de etiqueta, el baile y habilidades de protección como si fuera un escolta real. A pesar del tiempo que habían pasado separados, la química entre ellos seguía intacta, y la emoción que siempre los había caracterizado persistía en el aire. Heris, con paciencia y precisión, guiaba a Hercus a través de los pasos elegantes de la danza real, mientras que de forma simultánea le transmitía los protocolos y formalidades propias de los modales en la corte real.
Hercus recibió algunos presentes para el entrenamiento. Una rodela y una lanza, para sus actividades rutinarias.
Heris reconocía a Hercus como un aprendiz sobresaliente e inteligente. Debido a que eran actividades físicas, parecía aprenderlas con mayor rapidez. La proximidad constante durante estas lecciones intensificaba la conexión entre Hercus y Heris, generando un ambiente cargado de emociones y recuerdos. La tensión que se tejía entre ellos parecía una fuerza imparable, listo para desencadenarse en cualquier momento. Con cada paso de baile y cada palabra compartida, la historia entre ellos se entretejía una vez más en el telar del destino.
Heos, Galand, Sier, la lechuza, los gatos, los leones, los monos y hasta los cocodrilos habían llegado cerca de la choza para mirarlos practicar. En la copa de árboles la numerosa manada lo observaba. Los machos dominantes, incluso, parecían imitar lo que hacían.
Hercus rodeó por la cintura a Heris con su diestra. Alzó su zurda con el escudo, evitando que una piedra que habían lanzado los monos le pegaran. Solo los tres machos dominantes se atrevían a hacerlo, luego de que les insistiera. Parecían evitar acercarse a Heris. Los impactos de las rocas eran intermitentes. En la protección e intimidad que otorgaba el escudo, los dos se veían con intensidad. Cada uno sabía que su relación no era solo de maestro y alumno. Era más, desde que se habían vuelto a encontrar, Heris era más receptiva y accesible con él. A pesar de que Hercus se limitaba en sus actos. No había hecho nada imprudente, ni impulsivo. Temía intentarlo de nuevo y que Heris se volviera a alejar. Era mejor continuar como estaban, hasta que ella pudiera escribir su libro su deuda estaría saldada. Lo que significaba que, después de los juegos de la gloria, ya no habría nada que los uniera. Se volvería guardián de su majestad y no sabría cuándo podría regresar a visitarla. Se distanciarían de manera definitiva. Expresó un gesto melancólico y lleno de pesar. A pesar del frío que Heris transmitía, tanto en su rostro inexorable, como en sus manos gélidas, él no podía evitar arder en llamas al tenerla tan cerca y al sostenerla de esa manera. Su corazón le golpeaba el pecho, como un martillo, queriéndole destruir los huesos y la carne, para salir a flote. Se estaba comenzando a agitar, como cuando corría horas.
—Gracias por enseñarme, Heris. —Los animales dejaron de arrojar cosas.
—¿Puedo preguntarte algo, Hercus? —dijo Heris con tranquilidad. Hercus movía la cabeza de arriba abajo—. ¿Yo te gusto como mujer? —Hercus se alteró. Sus oscuras pupilas se dilataron. El tema no había salido desde que se habían reencontrado. Pero ella lo había puesto en conversación, con tanta serenidad y calma, como si no fuera nada importante. No iba a negarlo. Al menos, sería fiel a sus sentimientos. Asintió con la cabeza—. Soy mayor que tú. Hay muchas jóvenes de tu edad que te persiguen.
—Luces joven y hermosa. Eres inteligente y madura. Me has instruido de muchas maneras. He podido mejorar por ti. Esperaba vivir contigo aquí. Algún día, como tu esposo.
—No. Tú no puede estar conmigo —dijo Heris con neutralidad. Sus ojos turquesa reflejaron el atractivo rostro de Hercus como espejos—. Comprendo tus sentimientos. Pero no puedo corresponderlos. Y tampoco puedes proponerme matrimonio. —Hercus aflojó su brazo de Heris. Su semblante se apagó, como por una sombra. Había tenido esta corazonada, por eso no se había atrevido a declararse. Era seguro que Heris no lo veía como hombre por ser más joven, nada más como un discípulo—. Recuerda que estamos practicando. Debes imaginar que soy su majestad… Yo soy la reina y tú un plebeyo. Un campesino no puede pretender a la realeza.
—Entiendo la comparación.
Hercus, abatido, suspiró con derrota e intentó alejarse de ella. Iría a sumergirse en su tristeza, lejos de la mujer que le gustaba, que lo había rechazado y que le había roto el corazón sin piedad y sin consideración alguna. Sin embargo, fue detenido por el agarre de Heiris al sostenerlo por la muñeca, evitando que se marchara.
—Pero yo… La reina, si puedo desposarte a ti —dijo Heris, manteniendo su expresión imperturbable.
—¿Qué? —preguntó Hercus. Estaba confundido al principio, pero luego entendió a lo que se refería. Un plebeyo no podía cortejar a la realeza, pero la realeza sí podía estar con los de marca negra, ya que son los soberanos y son libres de hacer lo que desearon. Pues sus actos no eran reprimidos, ni juzgados por nadie. Ellos eran la ley.
—¿Quieres casarte conmigo, Hercus? —dijo Heris, con su característico semblante inexorable.