El pueblo de Honor, marcado por los eventos de la reina. Cada quien acató su mensaje y se refugió en sus viviendas. Una fuerte ventisca azotaba el reino de Honor y sus provincias. La nieve cubría el campo como un manto blanco de algodón, creando un paisaje gélido. Jamás un vendaval había ocurrido de tal manera. Siempre había sido afable y tranquilo, solo para refrescar los días más calientes y soleados. Aquellas veces había sido apacible y acogedor. Desde la seguridad de su choza, Hercus escuchaba la furia de la tormenta. Sin embargo, esta era impetuosa y llena de rabia. El viento aullaba como un lamento, como si la tempestad misma expresara el mismo enojo de su majestad, por haberla hecho enfadar. Los lugareños habían preparado las provisiones almacenadas, habían asegurado los corrales, y el ganado estaba resguardado en los establos. De repente, el sonido de piedras golpeando el techo y las ventanas rompió la sinfonía de afuera. Pero no eran rocas de la tierra, sino granizo de tamaño fatal que descendían de las nubes. El estruendo era horrendo, pero la choza resistía, desafiando la vehemencia de la naturaleza. Aunque, nadie sabía que, la reina había protegido con su magia cada arquitectura, para que lograran resistir. Desde adentro, Hercus y aquellos refugiados en sus hogares esperaban con nerviosismo, conscientes de que estaban a merced de lo que parecía reflejar la ira misma de su soberana. Comían avena caliente, pan y sopa para mantenerse calientes. Glories era de clima ferviente, pero su alteza era capaz de forrar cada pareja de la nación de hielo. Era una contradicción que la bruja de la escarcha hubiera nacido en un sitio diferente a su elemento. Mas, eso solo exponía y acrecentaba la grandeza y el poder de la monarca al ir en contra de la misma naturaleza. Hecus atendió a Heos de las mordeduras de los otros perros, mientras Sier se acostaba a su lado, en compañía de Glaus, el gato de Herick.
Varios días transcurrieron, y los ciudadanos de Glories, desde el pueblo más humilde hasta la propia ciudad real, permanecían confinados en sus casas y palacios, enfrentando la furia del mortal granizo que llenaba las calles con piedras cristalinas. La vida cotidiana se había detenido, y el rugir de la tormenta era el único sonido que dominaba la escena. Los plebeyos, mercaderes y nobles rezaban a la reina para que les diera protección, sin decir su nombre. Los más adinerados e ilustres sintieron el terror y el poderío de su majestad al querer engañarla y al haberla llamado en vano y por haber predicado un designio lleno de mentiras. Desde los niños hasta los más adultos recordaron que nadie podía insultar a su alteza real. Era claro que su majestad les estaba recordando quien era la que se alzaba en la cima de la cadena jerárquica de la riqueza, política y de las leyes. La realeza no tenía comparación alguna, ni siquiera por los nobles de alta cuna. Los hogares se fueron tornando de pesadumbre y aburrimiento, por no poder salir a la calle o al campo. Los ancianos contaron la historia de lo que había pasado con la reina Hileane y el rey Magnánimus Segundo Grandeur. Así, hasta los más infantes fueron conocedores de las hazañas de su majestad.
Hercus, sin embargo, en el transcurso del confinamiento se veía enfrentado a una tarea esencial: alimentar a los animales resguardados en los establos y buscar leña para la chimenea. Con determinación, se aventuró fuera de su choza, bien abrigado, tomando un escudo para protegerse de las piedras que caían como proyectiles desde el cielo. El desafío que enfrentaba era monumental. Ir al pozo, sacar agua, cargar el pesado yugo en sus hombros y, al mismo tiempo, sostener su defensa sobre su cabeza requería una habilidad sobrehumana. Además de evitar los trozos esparcidos de cristal y de la nieve acumulada. Cada paso era una batalla contra la inclemente tormenta, pero con su fuerza y valentía, se embarcaba con el vigor de garantizar la supervivencia del ganado y, por ende, de su comunidad. La silueta de Hercus, resistiendo a la tempestad con su protección elevada, fue apreciada por la bandada de búhos y lechuzas comandada por la blanca de gema morada con detalles plateados. Los ojos del ave rapaz brillaban de gris, desde una torre.
Hercus sentía que se estaba debilitando. Su cuerpo estaba entumecido y su ropa estaba cubierta de escarcha. Limpió el establo, repartió parte del agua y la comida. Saludó a Galand. No había permitido que Heos lo acompañara debido a que era peligroso y se estaba recuperando de las heridas en compañía de Sier y Gleus. En el segundo viaje, Hercus sentía como su cuerpo se volvía más lento y rígido, como si estuviera por quedar congelado como aquellas estatuas. En su desfallecimiento tropezó y su escudo cayó algunos metros, hundiéndose en la densa nieve blanca. El yugo quedó detrás de él. Cerró los parpados y se tapó con los brazos, apurado. Esperaba los golpes mortales de las piedras, pero pasaron los segundos y ninguno lo impactaba. Entonces, alrededor de él, en un círculo seguían cayendo, pero más no en la zona en donde él estaba. Era como si lo evitaran. Buscó el yugo con los baldes. Notó que el agua se había congelado, evitando derramarse. Mas, volvió a ser líquido. Caminó hacia el establo y terminó su propósito. Regresó a salir a la tormenta y se arrodilló en el suelo de nieve. Observó el cielo todo gris y oscuro. Tensó la mandíbula. El clima frío le calaba los huesos. Era posible que la reina no lastimara a su gente. O, solo a él. Arrugó el entrecejo. Pero ella había matado a guardias y había condenado a un noble, junto a sus sirvientes y había desterrado a una familia entera. Quizás era porque ellos la habían ofendido. De ninguna manera era factible que su majestad lo estuviera protegiendo solo a él con tanta insistencia. En la selva, de los cocodrilos cuando había detenido la cascada con la escarcha. Al haber creado una protección de los cocodrilos y un puente para que pudiera escapar. Además, había aparecido en el pueblo para rescatarlo de la pena de muerte del juicio hecho por Orddon Pork. Se acercó a la chimenea para calentarse. No la había invocado antes, lo había después de que la ayudara. Herick le había contado que había suplicado a su alteza real cuando estaba huyendo. Pero él no lo había realizado, sino hasta que estuvo inconsciente. Aunque en el pueblo si lo había hecho cuando estuvo a punto de ser decapitado. Su semblante era serio y pensativo.
—Su majestad, perdona a tu pueblo por haberte ofendido —dijo Hercus. Muchas veces se había dirigido a la monarca. Pero la sentía lejos. Ahora, por el contrario, la sentía tan cerca y próxima. Le había hablado, aunque postrado y ella resguardada por los guardias. Tal conversación su alteza real no lo había podido dejar dormir y agitaba su alma—. Ya todos han visto tu gran poder y han recordado que deben respetarte. Por favor, permítenos seguir trabajando. Mi gran señora. Mi reina… Hileane.
Hercus apretó los parpados y se protegió a sí mismo con sus brazos en un acto natural de defender su integridad física, aunque fuera en vano, ya no que podía hacer frente a la magia escarchada y mortal de su majestad, al hielo de la reina. Esperaba convertirse en una estatua gélida. Pero solo escuchó como los pedazos, como si de vidrio se tratara que empezaron a caer. La ventisca se calmó de forma rotunda y repentina. Había un silencio sepulcral, contrario a al susurro de la magia. Lo cual era extraño. Tragó saliva, un poco sorprendido. ¿En verdad la su monarca lo había escuchado a él? Su corazón se estremeció de la intriga, mezclado con felicidad. Alzó su mano derecha al cielo. Por algún motivo su sueño de conocer y proteger a su alteza se había hecho más real, más posible.
—Gracias, su majestad Hileane —dijo él, en medio de su asombro. Cada parte de él temblaba de la emoción por tener tan cerca a su venerada y respetada soberana a la que idolatraba de gran manera.
Hercus estaba tentando su suerte por hablarse primero la palabra a la magnánima gobernante de Glories. Era una falta de respeto y un acto descortés dirigirse a la gran señora, sin que ella lo hubiera solicitado. Era culpable de dirigirse e invocar a la soberana en vano y esta vez no tenía defensa de su crimen. Acataría su castigo. Pero por más que esperó, no sucedió nada. Ladeó la cabeza y se mostró reflexivo. Acaso, la reina Hileane, además de protegerlo, ¿también le estaba permitiendo llamarla por su nombre? Si ese fuera el caso, ¿por qué la gran señora lo estaba haciendo? No había nada que pudiera ofrecerla. Era un campesino humilde de Glories y ella la temible monarca. Él estaba en lo más bajo, como si fuera una piedra en el fondo de un río, mientras que su majestad era una estrella en las alturas, mucho más arriba y distante que el cielo que podían apreciar sus ojos. Era un sueño inalcanzable, siquiera tocar el reverso de su mano o el pliegue de su vestido real. Suspiró con desánimo y su mirada se cristalizó de la melancolía que le causaba tanto pesar y que afligía a su joven alma. Al menos podía morir tranquilo al recordar cuando había dicho su nombre. "Hazlo. Yo, la reina, te lo permito, Hercus". Moldeó una leve sonrisa y repitió esa frase innumerables veces.