Hercus, a pesar de haber sido humillado, demostró una impresionante fortaleza interior. Mantuvo la compostura con un silencio imperturbable, sin permitir que la indignación se mostrara en su rostro. El autocontrol era una de sus mayores virtudes. Las miradas desafiantes de los guardias no lograron romper su determinación. Sus ojos reflejaban una calma inquebrantable. Había aprendido a resistir las adversidades con una fortaleza de acero. Aunque su silencio podía interpretarse como sumisión, aquellos que lo observaban intuían que, bajo esa aparente calma, yace un poderoso torrente de fuerza contenida. Era como si, con su silencio, expusiera su rebeldía al no hacer lo que esperaban. Su capacidad para mantener la compostura era parte su resistencia mental y emocional notable. Como había leído en los libros de estrategia militar de Heris. Mientras los soldados gritaban, se asustan y son presas del pánico, los comandantes permanecen inexorables e inmutables ante cualquier adversidad. Su temple era producto de la práctica y el conocimiento.
Herick había llegado al sitio y había visto lo sucedido, con un gesto de molestia. El herrero Brastol apretó los dientes y agarró con fuerza una sus espadas. Lasnath y Lesneth prepararon sus arcos y flechas. Lara, en la entrada la tienda, tensaba la mandíbula, molesta. Vidwen y las demás chicas, también habían vuelto. Los únicos que disfrutaban de la escena eran Zack y sus hermanos, mientras que Lysandra no estaba de acuerdo.
Hercus hizo el recorrido sin mostrar o decir alguna queja. Llenó los baldes y dio de beber a los animales. Su bolsa había sido tomada por ellos.
—Esto es tuyo —dijo uno de los guardias y la dejo caer en el lodo que se había formado en el suelo.
Hercus caminó con reserva y la retiró del charco.
—No es divertido, si no te enojas.
—Quizás quiera refrescarse. —Uno de los guardias sostuvo un balde y se la regó encima—. De seguro te gusta revolcarte como un cerdo. Aquí hay más para ti.
Hercus cerró sus parpados. Su ropa había sido empapada. Respiró hondo, mientras se formaba una honda por el frío. Mantenía su expresión apagada. Herick fue detenido por la Lara, ya que iba a empezar a correr hacia ellos. Pero nada podían hacer. Si alguien intervenía, las cosas solo empeorarían para ellos. Heos gruñó y mostró sus dientes, pero su amo le puso la mano el cuello, para mantenerlo tranquilo, puesto que ellos tenían otros perros más grandes y eran más. No quería que lo lastimaran por algo que no valía la pena.
—¿Eres mudo? ¿Los ratones te comieron la lengua? —preguntó el noble Orddon Pork, que no hallaba ninguna evidencia de querer atacarlos. Solo necesitaba que se atreviera a tocar o gritarles, para mandarlo a la picota de castigo.
—Es probable. Los campesinos aman a los animales y de seguro duermen con ellas.
El noble y sus sirvientes no pudieron contener la risa. Mas, Hercus se mantenía serio y sin ofuscarse. Les dedicó una reverencia y le dio la espalda, para retirarse.
—Que insolente y engreído plebeyo. Ni siquiera respondía —dijo Orddon Pork—. ¡Debes venir a atender a mis caballos, campesino!
Hercus se detuvo un momento. Volvió hacia el noble para mostrarle su respeto y regresó a la casa. La lechuza blanca, con la gema morada en su frente y su decorado plateado, enfocaba con sus ojos resplandecientes todo de grises lo que había pasado. Era seguida por su bandada real. Entonces, su vista se tornó dorada con pupilas circulares oscuras, que eran su color original. En medio de su vuelo, fueron rodeadas por una ventisca y desaparecieron en el cielo, dejando un rastro de escarcha mágico.
—No conozco a ese noble. Pero ya me cae muy bien —dijo Zack con una sonrisa repleta de satisfacción. Se acercó al hombre de cuna ilustre, para hablarle de Hercus y llenarlo de artimañas.
Los habitantes de Honor escupieron a un lado, para liberar su furia. Si Hercus se hubiera resuelto a atacarlos, ellos lo hubieran seguido y se habría formado una batalla entre plebeyos y nobles. Herick corrió detrás de su hermano y lo ayudó a llevar el saco, sin decirle o reprocharle nada. Sabía que él podía haber abatido a aquellos guardias. Pero no lo había hecho. Al volver, fueron convocados por los ancianos, para preparar los sacos del tributo. Fueron a los graneros, abrieron los sótanos y apilaron los sacos. Los subieron al carro de mano y emprendieron el recorrido, para llevarlos al punto donde estaba el Maestre. Debido a la nieve y el frío, se colocaron abrigos. El clima nevado hacía más difícil el trayecto y reducía sus fuerzas. Varios viajes habían hecho. Los señores y otros jóvenes se fueron cansando, deprisa. Herick quedó ayudando a su hermano. Aunque perezoso y mimado por sus padres, también destacaba en físico al resto de los hombres. Solo le faltaba disciplina y determinación para volverse aún más sobresaliente, pero era un gran velocista.
Hercus miró a Sier en el techo, que no se había movido en toda la tarde de ese puesto. Nada más vigilaba, como un centinela, con ojos muy abiertos y con una visión extraordinaria. Alistó los sacos dentro de las carrozas, hasta haberlas llenado por completo. Ni una hormiga cabía más allí. Se acercó con prudencia al noble para avisarle que había terminado.
El servidor público puso en marcha su plan Le dedicó una mirada a sus criadas astutas y a sus guardias.
—Mi señor. El collar con la gema preciosa que me ha regalado ha desaparecido —dijo una las mozas, con una actuación impecable.
—¿Aquella que te di para tu cumpleaños, cariño? —preguntó Orddon Pork, con fingido gesto preocupado. Luego de lo que le había contado aquel rastrero plebeyo con hedor a carne vieja, había ideado una estrategia, para poder castigar al campesino, que no se había dignado a hablarle y que le había dado la espalda.
—Sí, mi señor. Lo tenía hace un momento. Pero ya no está. Solo desapareció —dijo aquella sirviente. Continúo su drama, llorando sin consuelo.
—Esto no se puede quedar así. Estoy seguro de que alguien lo ha robado. ¡Guardias! ¡Busquen al culpable —dijo Orddon Pork!
Los soldados empezaron a requisar al cualquiera, hombre o mujer, nada más para aguardar las apariencias. Los pueblerinos se asomaron de sus casas y de sus negocios, para observar lo que pasaba.
Hercus estaba al lado de Herick. Primero revisaron a su hermano, que salió ileso. Pero al ser su turno, uno de los guardias se halló, como sorprendido. Como si lo hubiera sacado de su bolsillo, lo alzó en su mano.
—Mi señor. Estaba en poder de este plebeyo.
—Yo no he tomado nada —dijo Hercus, para defenderse.
—Ladrón. Yo soy un noble, miembro del consejo político y un Maestre. ¿Cómo te atreves a robarme a mí? —exclamó el noble Orddon, alterado—. Arréstenlo.
Los dos guardias lo golpearon por detrás de la rodilla y lo hicieron postrar en el suelo. Templó su cuerpo. Pero estaba un poco cansado por todo el trabajo que había estado haciendo durante el día. Además que, la nevada lo reprimía. A pesar de ello, aún tenía el vigor para soltarse. Heos ladraba y mostraba sus dientes, pero soltaron a cuatro perros más corpulentos que habían traído con ellos y lo atacaron, mordiéndolo y haciéndolo retroceder.
—Mi hermano no pudo haberlo tomado —dijo Herick, exaltado. Quiso ayudar a Hercus, pero fue retenido por otros militares.
—¿Qué hacemos con él, mi señor? —preguntó otro de los soldados.
—Es claro. La sentencia por robar a un noble… Es la muerte —dijo Orddon Pork, con una altiva y astuta sonrisa en sus gruesos labios al haber logrado su cometido. Había sido un acto perfecto y llevado a cabo sin problemas—. Decapítenlo. Así aprenderán que no deben usurpar las cosas de los servidores públicos, parte del consejo de su majestad y azoten al otro. Que sea un mensaje para todos los plebeyos. En nombre de la reina Hileane.