Hercus cabalgaba sobre Galand. Parecía estar mareado y todavía asimilando lo que había podido pasar. Solo un poco más y sus labios, con los de Heris. Se tocó la boca en un roce lento. Suspiró con tranquilidad. "Mírame a los ojos, Hercus. Puedes observar los míos. Solo en esta ocasión, también puedes tocarme". Las palabras que había dicho Heris resonaban en su cabeza como un eco reiterado. Por un segundo, las barreras que lo separaban de ella habían desaparecido. Nada más fue por un instante, pero en ese fragmento, sintió que estaba más cerca de Heris. Para luego estrellarse con la realidad de que ya no se volverían a ver hasta que ella lo llamara de nuevo. Abatido, se devolvió por el sendero. Al llegar a un riachuelo, se quitó la camisa y se echó agua en la cara. Contempló las heridas de las mordeduras del león y el cocodrilo, que se había curado, así como la de los arañazos en su torso, todo gracias al cuidado y tratamiento de Heris, mientras le enseñaba a leer y a escribir. Recordó el tacto de sus dedos sobre su piel y del rostro cercano a él. Negó con la cabeza y siseó. No era el momento oportuno para pensar en Heris. Se mojó con el agua, para salir de su estado perturbado. Regresó al pueblo de Honor, para ocuparse con sus trabajos del campo.
El sol estaba en lo alto del cielo, marcando casi el mediodía. Hercus labraba la tierra con su azada de manera brusca. Cada golpe resonaba en el aire, reflejo de la frustración que ardía dentro de él por lo ocurrido con Heris. La herramienta cortaba el suelo con fuerza, rompiendo la superficie con determinación. Estaba rodeado por otros obreros. El sudor perlaba su frente, mezclándose con la tierra removida. Cada movimiento parecía ser una expresión física de las emociones tumultuosas que bullían en su interior. Su cabeza traía aquellas escenas en la que había ayudado a expandir y tratar el huerto de Heris. Todo le recordaba a ella.
A pesar del calor abrazador, Hercus recibía sombra de una nube blanca que lo acompañaba cuando trabajaba en el campo. Mientras que a los otros campesinos no parecían tener la misma suerte. Solo él era el afortunado de recibir la sombra de la naturaleza, por algún motivo inexplicable. Incluso para descansar. Bebió del agua del odre y compartió momentos con los demás agricultores que eran desde niños, jóvenes, adultos y ancianos expertos que eran los que supervisaban la cosecha. La reina les había dado la potestad de trabajar con libertad, pero era sabido que, todo era de ella. La nación entera de Glories le pertenecía, así como algunas provincias habían sido cedidas a los nobles, para que ello la administraran, pero cado uno le debía dar un tributo a la magnánima y gélida monarca. Además, su majestad reclamó contadas ciudades que manejaba de forma directa, sin la intervención de administradores nobles, como Honor y la ciudad real, siendo esta última resguardada bajo los muros. Muchos otros territorios eran resguardados por fortalezas de los militares, sin ser reclamadas por un señor o señora que la dominara. Por lo que se decía, su alteza real era muy estricta y severa al otorgar estos títulos y divisiones. En realidad, había pocos nobles fuera de la ciudad real, ya que la gran mayoría estaban bajo la protección de su majestad. Allí había desde academias, fondas, teatros, hipódromos, bibliotecas, templos a la reina, baños, palestras, plazas públicas y se celebraban los juegos como justas y Harpastum, entre otras actividades. Glories era el centro del continente y la nación más grande de Grandlia y era el eje del comercio, en la que había extranjeros y comerciantes de todos los países. Algunos habían logrado entrar a la ciudad real, mientras que los que no lo habían conseguido, habían formado una vasta comunidad a las afueras de las inmensas murallas de hielo que no se derretían nunca.
Hercus, buscando canalizar su energía y distraer su mente, se sumergió en otras tareas. Revisó de forma meticulosa los corrales de los animales, observando cada detalle y asegurándose de que estuvieran en óptimas condiciones. Fue el pozo por agua y con el yugo sobre el cuello, humedeció la tierra para crear barro y ellos se revolcaban con diversión. Armado con las herramientas necesarias, se aprestó a reparar las cercas que rodeaban los corrales. Cada clavo era impactado con el martillo con contundencia. Luego, su madre le mandó a la tienda a cambiar algunas cosas. Las calles estaban llenas de personas haciendo esto o aquello. Había profesiones variadas y cada uno se dedicaba a ganarse la vida como pudiera. Desde tabernas, juegos de dados, pequeños teatros, escribas plasmando letras y haciendo anuncios, bardos y poetas contando historias. Los niños jugaban de aquí para allá. Las mujeres ya no solo se limitaban a tareas domésticas o al telar. Su majestad había otorgado también libertad a las damas para que participaran y ejercieran cualquier trabajo que ellas dispusieran. Solo que algunos eran demasiado pesado y difíciles, hasta para un hombre, por lo que habían optado por actividades menos exigentes y desgastantes, en cierta medida. Había tiendas y carpas, donde exhibían sus productos, artículos o artesanías. Su vista siempre captada por las espadas, lanzas, arcos, escudos y flechas.
—Hercus —dijo el viejo herrero—. Cuanto tiempo sin verte muchacho.
Hercus alzó la vista al escuchar su nombre y se encontró con la figura del viejo herrero, que había salido de su taller hasta el mostrado de sus armas. Brastol era un hombre de aspecto robusto y manos curtidas por años de trabajo en el metal y el acero. Tenía un gorro café sobre la cabeza y vestía una tosca camisa de lino, desgastada y manchada de ceniza, y un delantal de cuero café que mostraba las señales de incontables horas de forja y martilleo El rostro del, surcado por arrugas profundas, contaba historias de días largos y noches trabajando en su fragua. A pesar de su edad avanzada, sus ojos aún brillaban con la chispa de la destreza y la pasión por su oficio. Su barba canosa y espesa caía en mechones desordenados sobre su pecho, testigo de la dedicación que había puesto en cada pieza que había dado forma a lo largo de los años. Venía de una larga línea de herreros que habían forjado las armas y las herramientas de Honor. Su habilidad trascendía las palabras; cada pieza que creaba llevaba consigo la esencia de su experiencia y conocimiento transmitido de generación en generación. A pesar de los cambios que habían llegado al reino del gobierno de la poderosa y tenebrosa reina, el herrero permanecía en Honor, siendo un nítido espectador de la guerra civil que había librado muchos años atrás, cuando su alteza real se había derrocado el rey Magnánimus Segundo Grandeur. Era un testamento viviente de la habilidad y la tenacidad que definían a su pueblo. Cuando se encontró con Hercus en las callejuelas de Honor, cuando era un niño que pasaba horas mirando y embelesad con las armas, tal como ahora. Esa bendita costumbre no se le había quitado, a pesar de que ya era un hombre formado y un guerrero sobresaliente.
—Señor Brastol. Estuve ocupado —dijo Hercus con amabilidad—. Estoy de paso.
—¿Tienes tiempo? Mira mis nuevas creaciones. ¿Puedes probarlas? —preguntó el herrero Brastol, señalando su estantería.
Hercus aclaró su garganta y miró en dirección de su destino. No debía distraerse en el camino. Pero era de mala educación no ayudar a los adultos. Dejó caer su bolsa al suelo.
—Te daré una daga —dijo el viejo herrero. Le puso el brazo sobre el hombro a Hercus.
—Una daga. ¿Es enserio? —dijo una mujer mayor que intervino en la conversación y se encontraba en la tienda de al lado.
—Qué tacaño —dijo otra señora, que era idéntica a la primera. Eran Lasnath y Lesneth, dos gemelas que se especializaban en la fabricación de arcos y flechas—. Creí que le darías una espada.
—Hercus. Después de que termines puedes probar algunos de estos arcos y flechas —comentó Lasnath.
—Yo lo he visto primero. Y es mi tienda. Yo doy lo que quiera —dijo el señor Brastol con enojo hacia las mujeres.
—No te juntes mucho con ese tacaño —dijo Lesneth.
Hercus usaba todas las armas e implementos de los artesanos de por allí. Aún faltaban más por presentar. La señora Lasnath y Lesneth, eran hermanas gemelas especializadas en la fabricación de arcos y flechas, en ese mismo orden. La primera hacía ele arma y la segunda los dardos. Aunque idénticas en apariencia, su estilo personal y su atuendo llevaban matices que permitían distinguirlas. Ambas portaban vestimenta similar, compuesta por blusas de lino resistente y pantalones ajustados que facilitaban la movilidad. Sus manos mostraban las marcas del trabajo, sus semblantes reflejaban una dedicación y experiencia profunda a su oficio. Lasnath, llevaba un pañuelo de color verde oscuro atado de manera holgada alrededor de su cabeza, mientras que Lesneth, optaba por un tono de azul cielo. A pesar de su rostro similar, estas elecciones de color daban un toque único a cada cual. Levaban cinturones anchos de cuero adornados con pequeñas herramientas de trabajo, y en sus pies, botas resistentes que sugerían años de caminar por talleres y bosques en busca de materiales para sus arcos y flechas. Aunque, también le hacían encomiendas y él los recolectaba por ellos, por eso era tan bien recibido.
—Pero miren a quién tenemos aquí —dijo un hombre a sus espaldas. Luego tocó su instrumento musical de forma breve—. Hercus, el fuerte, el imbatible, el imparable. Nuestro héroe. Nuestro campeón de melena de león.
Hercus supo que se trataba de Vidwen, el bardo que al son de su lira y sus rimas cantaba las más grandiosa y maravillosa historias.