Chereads / Vendida al destino / Chapter 83 - 083. La venganza de Amelia

Chapter 83 - 083. La venganza de Amelia

Sandro se encontraba atado a la silla, sintiendo cómo el miedo y el dolor comenzaban a erosionar lo poco que quedaba de su antigua arrogancia. Sus mejillas, ahora hinchadas y ardientes por las bofetadas recibidas, eran un testamento de su impotencia. Cada latido de su corazón enviaba pulsaciones de dolor a través de su rostro, recordándole brutalmente su nueva realidad. A pesar de las heridas, en su interior aún ardía una chispa de rebeldía, esa obstinada resistencia propia de alguien que había conocido el poder hasta hace apenas unos días. Pero Sandro sabía, en lo más profundo de su ser, que esa resistencia estaba destinada a quebrarse bajo la presión implacable de quienes ahora lo dominaban.

Isabel, observando a Sandro con una mezcla de desprecio y satisfacción, giró su mirada hacia Amelia. Una sonrisa serpenteó en sus labios antes de que hablara con una dulzura engañosa.

—Amelia, permíteme mostrarte los instrumentos a tu disposición —dijo Isabel, su voz tenía una suavidad que contrastaba terriblemente con el horror de sus intenciones.

Se acercó con pasos deliberados a la pared donde colgaban varios instrumentos de tortura, cada uno más aterrador que el anterior. Deteniéndose frente a un látigo de acero, Isabel lo señaló con un gesto casi reverente.

—Este látigo no es de cuero, sino de acero. Es más pesado y menos flexible que uno de cuero, pero en manos fuertes, destroza la carne y puede llegar a fracturar los huesos —explicó Isabel, su tono era tan casual como si estuviera describiendo un utensilio doméstico, no una herramienta de destrucción.

Sandro tragó saliva con dificultad, el miedo comenzó a enraizarse en su pecho como una planta venenosa. Sus ojos se agrandaron al darse cuenta del abismo en el que había caído. Si hubiera sabido, si tan solo hubiera sabido, nunca se habría atrevido a actuar contra Amelia. Ahora, su vida colgaba de un hilo, en manos de una mujer cuya sed de venganza no conocía límites.

—Oh, pero no deseamos romperle los huesos ni arrancar la carne de ellos. Si hiciéramos eso, no sería muy apreciada en el burdel al que lo enviaremos —contestó Amelia, su voz estaba cargada de una frialdad calculada que atravesaba el aire como una cuchilla afilada. Cada palabra era un golpe a la psique de Sandro, una tortura psicológica diseñada para minar su espíritu antes de que comenzara el verdadero dolor.

Isabel asintió con la cabeza, dejó el látigo en su lugar con una delicadeza casi ritual y se acercó a una de las mazas de metal. La levantó con ambas manos, mostrando el esfuerzo necesario para sostenerla.

—Estas mazas se utilizan para aplastar huesos y destrozar las rodillas. Supongo que tampoco podemos usarlas, ¿verdad? Una verdadera lástima —comentó Isabel, dirigiendo una mirada de desprecio puro a Sandro—. Sus manos tocaron tu cuerpo, Amelia. Un castigo justo sería aplastar esas manos suyas.

El peso de la maza parecía resonar en la habitación, como un presagio de la violencia contenida en ese espacio. Sandro, al borde de un ataque de pánico, sintió cómo su respiración se volvía más rápida y superficial. El aire en la habitación se sentía denso, casi irrespirable, cargado con el olor del miedo y la desesperación.

Con cierto esfuerzo, Isabel devolvió la maza a su lugar y se acercó a Sandro, observándolo como un depredador que estudia a su presa antes de atacar.

—Eres una molestia —dijo con un susurro venenoso—. Mis herramientas favoritas, además de causar un dolor indescriptible, dejan marcas permanentes. —Luego, se giró hacia Amelia con una sonrisa torcida—. Supongo que tampoco podemos usar hierros al rojo vivo, ¿verdad?

Amelia lo pensó por un momento, sus ojos buscaron los de Jason, que estaba apoyado contra la pared, observando la escena con una calma peligrosa. No estaba segura de hasta qué punto el maestro deseaba que Sandro permaneciera "intacto".

—Si no abusamos y no es en una zona muy expuesta, podríamos usarlos, pero propón más opciones —contestó Jason con un tono perezoso, como si estuviera sugiriendo qué película ver en una noche tranquila.

Isabel asintió y volvió a la pared, donde sus ojos encontraron un juego de bisturíes. Cogió uno, y asegurándose de que la afilada hoja reluciera bajo la luz, se lo mostró a los presentes, especialmente a Sandro, que ahora tenía el rostro empapado en sudor frío.

—Este es un bisturí médico, extremadamente afilado. Con él, se pueden cortar tiras de piel tan finas como papel. Aunque no podamos usarlo para eso, podríamos hacer pequeños cortes y luego limpiarlos con vinagre y sal. El dolor sería insoportable, pero en unos días no quedará rastro —dijo Isabel, su voz era tan tranquila que hizo que la sugerencia pareciera razonable, casi benigna.

Una sonrisa maliciosa se dibujó en los labios de Amelia. Sandro tragó saliva de nuevo, su mente giraba descontrolada mientras intentaba imaginar el dolor que esas palabras implicaban. Habían estado descartando métodos brutales, pero esta tortura, aunque limitada, era una amenaza tangible y aterradora.

—Ese lo podemos reservar. ¿Qué más herramientas tenemos disponibles? —preguntó Amelia, su tono era meloso, pero sus ojos estaban llenos de desprecio mientras miraba a Sandro, disfrutando de su sufrimiento anticipado.

Isabel dejó el bisturí en su lugar y cogió un bote lleno de agujas. Lo destapó y sacó una de ellas, larga y afilada, de unos diez centímetros de longitud.

—Estas agujas son de acupuntura, se insertan en los nervios, causando un dolor agudo y constante —explicó Isabel con un tono casi educativo.

Amelia aplaudió con entusiasmo, sus ojos brillaban con una excitación perturbadora.

—Ese método parece divertido —exclamó, como si estuviera eligiendo un juego en lugar de una tortura.

Sandro miró horrorizado la aguja que Isabel sostenía, sus pensamientos se aceleraban mientras el pánico comenzaba a estrangular su razón. ¿Divertido? ¿Cómo podía esta mujer ser tan despiadada? El sudor corría por su frente, su cuerpo comenzó a temblar visiblemente. El bote parecía contener docenas de agujas, y la idea de que todas fueran clavadas en su cuerpo lo sumió en un estado de terror puro.

—No esto... —intentó decir Sandro, su voz era apenas un susurro desesperado antes de ser interrumpido bruscamente por otra bofetada, esta vez más fuerte, que le hizo ver estrellas.

—¿De cuántas mujeres has abusado? Según me han informado, ya hay más de veinte. ¿Crees que podrás pagar en esta vida todo el dolor que has causado? —preguntó Amelia, su voz era fría como el acero, pero sus ojos ardían con una ira que amenazaba con consumirlo todo a su paso.

—Yo... —balbuceó Sandro, buscando una justificación, una salida—. Yo... —Pero las palabras se ahogaron en su garganta, sabía que no había excusa, no había escape. Esta vez, el dinero no lo salvaría. Desesperado, recurrió a la última arma en su arsenal: la súplica—. Por favor, soy un ser despreciable. Me arrodillaré, pediré clemencia, pero no te conviertas en un monstruo.

Las palabras salieron atropelladamente, llenas de una desesperación cruda. Sandro se aferraba a la esperanza de que, al menos, su arrepentimiento le concediera una última oportunidad de redención. Pero sabía que esa esperanza era tan frágil como un susurro en una tormenta.

Amelia lo miró con desdén, sus ojos no mostraban compasión, solo una fría determinación.

—No hay clemencia para monstruos como tú. Ten un poco de orgullo y aguanta tu castigo —contestó Amelia con una firmeza inquebrantable, su voz era la de una jueza que ya había dictado sentencia—. ¿Y qué hay en esa caja? —preguntó, dirigiéndose a Isabel y señalando una gran caja de madera en la esquina de la habitación.

Isabel sonrió y se acercó a la caja, con movimientos casi ceremoniales, la abrió y sacó un gran aparato electrónico, lleno de cables, pinzas y agujas.

—Buen ojo —dijo Isabel con una sonrisa perversa—. Este es un aparato diseñado para provocar descargas eléctricas. Está graduado para ir desde pequeñas descargas hasta otras más intensas, pero en ningún caso deberían causar la muerte —explicó, mientras conectaba los cables, disfrutando del miedo que veía crecer en los ojos de Sandro.

Sandro, al ver el aparato, sintió que

 su corazón latía con fuerza descontrolada en su pecho. La desesperación y el miedo comenzaron a envolverlo como una manta sofocante. Ya no se trataba solo del dolor físico que estaba por experimentar, sino del horror psicológico de no saber hasta dónde llegarían Jason y Amelia en su sadismo. La realidad de su situación era abrumadora, y por primera vez, Sandro comprendió que no había escapatoria, que estaba a merced de dos personas que no tenían intención de mostrarle piedad.

El ambiente en la habitación era denso, sofocante, como si el aire mismo estuviera cargado con el peso de lo que estaba por venir. Cada respiración de Sandro era un esfuerzo hercúleo, su pecho se alzaba y caía con una rapidez casi frenética, como un animal atrapado en una trampa mortal. El silencio que se había apoderado del lugar era más aterrador que cualquier grito de dolor, y Sandro, atrapado en su propia desesperación, solo podía esperar el primer golpe, sabiendo que cada segundo que pasaba erosionaba su voluntad un poco más.

Amelia, observando con frialdad la creciente desesperación en el rostro de Sandro, sintió un deseo renovado de intensificar su tormento. Aunque inicialmente había ansiado infligirle dolor físico, ahora comprendía que el verdadero castigo estaba en prolongar su terror. Recordó el dolor emocional que Sandro le había causado, no solo por lo físico, sino por la constante amenaza, por el miedo a lo que podría haber hecho. Ahora, quería que él experimentara esa misma impotencia, esa misma angustia.

—¿Y los aparatos más grandes? —preguntó Amelia con voz curiosa, sus ojos fijos en Isabel—. ¿Cómo funciona esa Gran X?

—Oh, "La Gran X" —respondió Isabel, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. A primera vista, parece un simple aparato para encadenar a una persona, pero en realidad, es una máquina diabólica. —Isabel comenzó a caminar lentamente hacia la estructura, sus pasos resonaban en el espacio—. Por favor, traedlo aquí y atadlo a las cuatro esquinas.

Los dos guardaespaldas se movieron con eficiencia, desatando a Sandro de la silla. Aunque él trató de luchar, sus gritos de auxilio resonaron inútilmente en el sótano insonorizado. Nadie vendría a salvarlo; sus súplicas eran solo música para los oídos de Amelia, quien disfrutaba del poder absoluto que ahora ejercía sobre él. Con una facilidad escalofriante, los guardaespaldas aseguraron sus tobillos y muñecas a las cuatro esquinas de "La Gran X". Isabel giró lentamente las ruedas situadas en cada brazo de la estructura, tensando las extremidades de Sandro hasta el límite.

—Como puedes ver, ahora está completamente indefenso. —Isabel sonrió, dirigiendo una mirada de desprecio a Sandro. Luego, sin previo aviso, lo golpeó con fuerza en la cara—. Deja de gritar, estoy explicando a Amelia cómo funciona esto.

Amelia se levantó de su silla con una decisión fría, recordando la promesa que le había hecho a Mei. Se acercó a Sandro, y con una fuerza nacida de la ira acumulada, le propinó un rodillazo directo a su entrepierna. El grito de dolor de Sandro resonó en la habitación, un alarido de agonía tan intenso que incluso los guardaespaldas y Jason sintieron un escalofrío en sus propias carnes. Amelia acarició suavemente el rostro de Sandro, su voz se tornó en un susurro helado.

—¿Te ha dolido? —preguntó, aunque la respuesta era evidente en los ojos de Sandro—. Pues eso no es nada comparado con lo que te espera.

Sin más, Amelia se giró y regresó a su silla, sentándose con la elegancia de quien acaba de ejecutar una coreografía perfectamente calculada.

—Por favor, Isabel, continúa con la explicación.

Isabel asintió y dirigió su atención nuevamente a Sandro, que ahora colgaba en la estructura, su cuerpo tenso como una cuerda a punto de romperse.

—Ahora mismo no lo notas —empezó Isabel, su voz adoptó un tono casi didáctico mientras se dirigía a Sandro—, pero con el tiempo, tus brazos comenzarán a agarrotarse, y esa rigidez se extenderá hacia tu pecho. A medida que esto ocurra, cada vez te será más difícil respirar, ya que tus pulmones empezarán a llenarse de líquido. Finalmente, morirás asfixiado, en una muerte muy similar a la crucifixión.

Las palabras de Isabel cayeron sobre Sandro como una sentencia de muerte, cada frase parecía extraer el poco aire que quedaba en sus pulmones. Podía sentir cómo su cuerpo comenzaba a reaccionar a la tensión, y el miedo a una muerte lenta y dolorosa se instaló firmemente en su mente.

Isabel se movió hacia la parte trasera de la estructura, donde se encontraba junto a un panel de control con varios botones. Sus dedos acariciaron los botones antes de continuar.

—Pero lo mejor de "La Gran X" no es solo eso. Al pulsar este botón, la estructura se eleva para poder girar —dijo Isabel, y con un gesto fluido, pulsó el botón, haciendo que la estructura comenzara a elevarse—. Si pulso este otro botón, girará 180 grados.

Isabel activó el segundo botón, y la estructura giró lentamente, dejando a Sandro colgando boca abajo. El cambio de posición fue brusco, y la sangre comenzó a acumularse en su cabeza, aumentando la presión y el mareo. Pero Isabel no había terminado.

—Y si pulso este otro botón, girará constantemente, como si fuera una hélice —explicó, y al pulsarlo, la estructura comenzó a girar de manera constante. Cada rotación acentuaba el mareo y el dolor en las extremidades de Sandro, forzadas a soportar el peso de su propio cuerpo.

El mundo de Sandro se convirtió en un torbellino de dolor y desesperación. Su cuerpo comenzó a retorcerse en un intento inútil de liberarse, mientras su mente se desmoronaba bajo el peso del terror absoluto. Isabel detuvo el aparato después de unos minutos, y la estructura volvió a su posición inicial. Sandro, con el rostro pálido y sudoroso, sintió que si hubiera tenido algo en el estómago, lo habría vomitado todo en ese instante. Su cuerpo temblaba incontrolablemente, y cada fibra de su ser clamaba por misericordia que sabía que no llegaría.

El ambiente en la habitación era sofocante, opresivo, cargado con una maldad tangible que parecía absorber toda la luz. Sandro, suspendido en la Gran X, sabía que no había escapatoria, que estaba atrapado en un ciclo interminable de dolor y miedo, y que cada segundo que pasaba lo arrastraba más hacia un abismo del que no había retorno.

El aire en la sala estaba tan cargado de tensión que parecía que cada respiración costaba el doble. Sandro, con su cuerpo exhausto y su mente al borde del colapso, apenas podía procesar lo que estaba ocurriendo. La Gran X lo había dejado desorientado y mareado, pero el tormento estaba lejos de terminar.

Amelia se acercó a la estructura, sus pasos resonaban en el suelo frío con una calma que contrastaba violentamente con la desesperación que consumía a Sandro. Con un gesto lento y deliberado, hizo una señal a Isabel. Sin necesidad de palabras, Isabel y los guardaespaldas comenzaron a liberar a Sandro de la Gran X, solo para arrastrarlo sin piedad hacia un gran contenedor de agua que se encontraba en una esquina de la sala.

Los guardaespaldas sujetaron a Sandro con firmeza, inmovilizándolo, mientras Isabel ajustaba la altura del contenedor para que su cabeza quedara justo sobre la superficie del agua. El líquido oscuro reflejaba tenuemente la luz, creando un espejo distorsionado de la escena que estaba por desarrollarse.

—Es hora de que experimentes lo que es sentirse completamente indefenso, sin control sobre tu destino —dijo Amelia, su voz era fría, carente de cualquier rastro de piedad.

Con una fuerza que desmentía su apariencia, uno de los guardaespaldas empujó la cabeza de Sandro hacia abajo, sumergiéndola en el agua. El instinto de supervivencia de Sandro se activó de inmediato; sus piernas patearon con desesperación y sus manos se sacudieron en un intento inútil de liberarse. El agua invadió sus fosas nasales, llenando su boca, y el pánico lo envolvió por completo. Los segundos se hicieron eternos mientras luchaba por respirar, pero cada intento solo servía para que más agua inundara sus pulmones. Justo cuando creía que no podría soportarlo más, su cabeza fue sacada del agua, y él jadeó con desesperación, tratando de llenar sus pulmones de aire.

—Aún no hemos terminado —murmuró Amelia, con un tono que dejaba claro que la tortura estaba lejos de acabar.

Antes de que Sandro pudiera recuperar completamente el aliento, uno de los guardaespaldas lo levantó y lo empujó contra una estructura metálica cercana. Su cuerpo temblaba incontrolablemente, su mente luchaba por comprender lo que estaba ocurriendo. Fue entonces cuando sintió el frío metal presionando contra él, una barra que fue lentamente introducida, causando un dolor intenso sin llegar a perforar su cuerpo. Era una simulación grotesca de lo que él mismo había infligido a otros, pero el dolor físico no era lo peor; lo peor era la humillación, la completa pérdida de control, el ser reducido a nada.

Amelia se acercó a él, sus ojos eran dos pozos negros de desprecio. Sin decir una palabra, dejó que el momento se alargara, saboreando cada segundo del tormento de Sandro. Finalmente, cuando él estaba al borde del desmayo por la mezcla de dolor, humillación y falta de aire, Amelia se inclinó hacia él, su rostro tan cerca que podía ver cada detalle de su sufrimiento.

—Así es como se siente ser nada, ser menos que nada —susurró, antes de escupirle en la cara, un gesto de absoluto desprecio que selló su destino.

Los guardaespaldas, siguiendo las órdenes de Amelia, arrastraron el cuerpo tembloroso y exhausto de Sandro hacia una de las celdas oscuras. Lo dejaron caer pesadamente en el suelo de concreto, apenas consciente, su mente ya quebrada por el horror de lo que había experimentado. En la celda, la única compañía era una taza de váter, el único recurso que tendría para sobrevivir.

Antes de abandonar el sótano, Amelia lanzó una última orden, su voz era tan afilada como una navaja.

—No le den de comer, y si quiere beber, que lo haga de la taza. Quizás vengamos a visitarlo mañana para otra ronda.

Con esa última frase, Amelia, Jason e Isabel se giraron y abandonaron el sótano, dejando a Sandro solo en la oscuridad, atrapado en un abismo de desesperación del que no había escape.