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—Lo que debe hacerse —Altair miró hacia el suelo, húmedo con una pequeña y suave flor blanca. Los pétalos eran delicados y se mecían al viento con el rocío.
Ortia no respondió de inmediato; volvió la mirada hacia Altair y tomó una profunda respiración.
Por su parte, Altair se apoyó tranquilamente en el árbol, con los ojos cerrados mientras inhalaba el aroma del bosque. Era el olor de la vida, el bosque que abrazaba miles de vidas, la vitalidad de todo compitiendo por florecer.
La tierra húmeda, las flores marchitas y las hojas dispersas y desordenadas hacían que se detuviera con cada aliento.
—Estoy destinado a ser la espada más afilada de ambas razas, y no rechazaré nada mientras sea útil —dijo Altair suavemente, con una voz suave, como si estuviera prometiendo alguna misión.