Elena cerró la puerta, bajó las escaleras y caminó hacia donde los hombres estaban sentados comiendo y bebiendo.
Sabía dónde lo encontraría.
Él estaba afuera con su caballo, cuidándolo con gentileza, y la luz de la luna brillaba sobre ellos.
Ella lo observaba y podía ver su corazón. Lleno de odio y desesperación. Pero había una parte de él que podía preocuparse. Podía cuidar de un animal con tanto cariño y aun así intentaba apartar cualquier muestra de humanidad en él.
Ella se acercó a él.
Él la miró. No iba a hacer la pregunta, pero ella sabía lo que quería saber.
—Ella está bien —dijo ella—. Ya despertó y está descansando.
Él no dijo nada por un rato mientras sacudía el pelo de su caballo.
—Bueno, ya nos vamos a ir —dijo él.
Ella lo detuvo en seco. —No harás tal cosa.
—Dijiste que está despierta —dijo él—. ¡Hemos estado aquí durante una maldita semana! ¡Sin hacer nada! ¡Esperando a que la bella durmiente despertara y ahora que está despierta no me dejas irme?!