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La sangre fluía mientras la vara perforaba el pecho de Ksitigarbha, creando un agujero espantoso. Una sensación ardiente, aunque gélida, lo atravesó, como si viniese directamente del abismo del infierno.
—¿Qué está pasando? —gritó.
La vara no lo estaba matando, al menos no en el sentido tradicional, ya que no emitía ninguna fuerza destructiva. En cambio, en el momento en que la vara lo atravesó, el momento fue estirado a la fuerza.
Un segundo.
Un minuto.
Una hora.
Un día.
Una semana.
Un mes.
Un año.
Un siglo.
Parecía que el tiempo a su alrededor cambiaba, siendo él la única constante. Ya no había una vara en su pecho y ahora era joven como si hubiera retrocedido en el tiempo.
—¿Me está haciendo viajar en el tiempo? ¡No... esto no es un viaje en el tiempo! —exclamó Ksitigarbha al darse cuenta.
—¡Es alteración de la realidad! —apenas logró pensar antes de que el entorno cambiara, y estaba en la Tierra, de pie entre montañas.