Adentrándome en las entrañas del Bosque Encantado, cada paso que daba era una mezcla cautelosa de intriga y aprensión. La búsqueda de la hierba de la vida me llevó a zambullirme más profundo en este laberinto natural, donde la luz luchaba por penetrar la tupida cúpula de hojas entrelazadas. Aquí, en el corazón del bosque, el mundo se transformaba en un juego de sombras y sonidos antiguos, donde cada árbol se erigía como un centinela de incontables secretos.
El aire estaba impregnado de un murmullo constante, una sinfonía de sonidos naturales que, en mi creciente paranoia, se transformaban en susurros acechantes. Las copas de los árboles se unían en lo alto, creando una cúpula natural que tamizaba los rayos solares en delgadas hebras de luz. Bajo mis pies, las hojas secas crujían con cada paso, como lamentos al ser perturbadas, mientras que cada brisa que se deslizaba entre las ramas traía consigo ecos de un lenguaje ancestral y desconocido.
Empezaba a sentirme como una intrusa en este reino, una forastera desafiando los antiguos rituales de este lugar. Las sombras se agitaban con cada ráfaga de viento, moviéndose en los límites de mi visión, haciéndome cuestionar si eran meras formaciones de la naturaleza o algo más siniestro.
Este bosque no era simplemente un conjunto de árboles y senderos; era un ser vivo, respirando una magia antigua y vigilante. A cada momento, mis ojos se desviaban hacia los oscuros recovecos entre los troncos, mi mente pintando imágenes de criaturas ocultas en cada rincón sombrío. El miedo comenzó a anidarse dentro de mí, no solo al peligro desconocido, sino a la idea de perderme en este enigma viviente, de ser absorbida por sus secretos y convertirme en otra alma perdida, condenada a vagar eternamente entre sus sombras.
A pesar de mi valentía y habilidad como ladrona, este lugar desafiaba todo lo que sabía sobre supervivencia. Cada sonido inusual, cada movimiento apenas percibido en la periferia de mi visión, alimentaba la paranoia que crecía en mi interior. La distinción entre la realidad y las susurrantes sombras del bosque comenzó a desdibujarse; cada sombra cobraba vida, cada sonido era el acecho silencioso de un depredador imaginario. Me obligaba a centrarme, a recordar la razón de mi búsqueda: la hierba de la vida, la clave para la salvación de Thomas y, quizás, también la mía.
Mis pensamientos se enredaban en una red de dudas y resolución. ¿Por qué arriesgaba tanto por Thomas, un compañero encontrado por casualidad en circunstancias extraordinarias? ¿Era simplemente el impulso de hacer lo correcto, o había algo más detrás de mi determinación? En este bosque de enigmas, incluso mis propias motivaciones parecían envueltas en misterio.
De repente, como si mis miedos hubieran cobrado vida, una figura grotesca surgió de las sombras: una rata monstruosa, un abominable híbrido de pesadilla. Era enorme, con un pelaje enmarañado y manchado de barro y sangre, y sus ojos ardían con un brillo amarillento enfermizo. Su nariz de un rojo carmesí. Sus colmillos, largos y retorcidos, goteaban con una sustancia oscura que parecía veneno puro.
Su rugido gutural resonó a través del bosque, llenando el aire con una energía salvaje y primitiva. Con una velocidad sobrenatural, la criatura se lanzó hacia mí, sus garras, afiladas como cuchillas, preparadas para desgarrar y destrozar.
Desenfundé mi daga en una fracción de segundo, la adrenalina bombeaba a través de mis venas. La rata monstruosa arremetió con una ferocidad implacable, cada ataque suyo era una mezcla letal de fuerza bruta y agilidad.
Mis movimientos, alimentados por el instinto de supervivencia, me permitieron esquivar sus embates iniciales. En un destello de oportunidad, logré asestar un golpe a una de sus patas delanteras, casi arrancándosela. La bestia lanzó un aullido desgarrador, un sonido tan horrible que parecía sacado de las profundidades del infierno, pero no se detuvo.
El combate se intensificó, la rata y yo entramos en un intercambio mortal. Sentí el ardor de sus garras en mi brazo, un dolor agudo que cortaba a través de mi concentración. El filo de sus dientes rozó mi piel en varias ocasiones, cada una casi resultando en una herida fatal.
En un acto de desesperación y astucia, atraje a la bestia hacia un árbol con una rama que sobresalía como una lanza. Con un giro ágil, me aparté en el último instante, permitiendo que la rata se empalara en la afilada extremidad. Se retorció, chillando en una mezcla de furia y dolor, mientras la rama, como reclamando su premio, se alzaba firmemente, evitando cualquier intento del animal por liberarse.
Me quedé inmóvil por un momento, observando cómo la vida se desvanecía de los ojos de la criatura. Su lucha frenética se fue apagando, dejando solo un silencio inquietante en el aire. El bosque, que antes parecía estar en mi contra, se sentía momentáneamente más neutral, como si reconociera la justicia salvaje del acto que acababa de ocurrir. Tomé un instante para recuperar el aliento y agradecer la suerte de haber encontrado ese árbol justo a tiempo. La adrenalina aún corría por mis venas, y sentí una mezcla de alivio y náusea al darme cuenta de lo cerca que había estado de un final trágico.
Respirando con dificultad, examiné las heridas que la bestia me había infligido. Múltiples cortes adornaban mis brazos, cada uno un testimonio de la brutalidad del enfrentamiento. La sangre, mía y de la bestia, se mezclaba en el suelo del bosque, creando un tapiz macabro bajo mis pies.
La rata monstruosa yacía inerte, víctima de su propia ferocidad y mi desesperada lucha por sobrevivir. Con el cuerpo doliéndome y la mente agitada por el encuentro, supe que tenía que continuar. La hierba de la vida para Thomas y para mí, ahora era una necesidad más urgente que nunca.
A medida que la luna ascendía, su luz plateada se colaba a través de las copas de los árboles, tiñendo el bosque de un resplandor etéreo. A pesar del dolor de mis heridas y la fatiga que me consumía, no pude evitar sentirme profundamente conectada con este lugar misterioso, un vínculo forjado en la adversidad.
Mis pasos, guiados por la necesidad y la persistencia, me llevaron a un claro iluminado por la luna. Allí, en ese santuario de luz, finalmente encontré mi objetivo: la hierba de la vida. Su presencia discreta, casi oculta entre la vegetación, era un pequeño milagro, un susurro de esperanza en medio de la naturaleza implacable del bosque.
Recolecté las hojas con delicadeza, cada una un tesoro de curación y promesa. Por un momento, me permití un respiro en la calma del claro, un contraste bienvenido frente al caos constante del bosque encantado.
Sin embargo, la tranquilidad repentina me resultó extraña, casi antinatural. Después de tanto tiempo en el Bosque Encantado, me había acostumbrado a su perpetuo estado de alerta. Este silencio y calma me inquietaban, algo no estaba bien.
Con cautela, comencé a inspeccionar los alrededores, mis instintos estaban en alerta máxima. Fue entonces cuando noté una presencia siniestra al borde de mi visión. Al girar lentamente, un escalofrío recorrió mi columna al verme rodeada por los hongos Korudi. Sus cuerpos verdosos y ojos rojos brillantes formaban un círculo ominoso a mi alrededor.
El pánico me invadió. Los Korudi eran una amenaza sin igual: peligrosos por su toxicidad y astucia, temidos por su inteligencia colectiva que funcionaba como una mente colmena implacable. Había caído en su trampa; el claro no era un refugio, sino un campo de batalla.
Saqué mi daga, enfrentando la realidad de mi situación desesperada. Sabía que luchar contra una horda entera de Korudi era casi imposible. Eran demasiados, cada uno un enemigo letal.
Los hongos se acercaron lentamente, moviéndose en perfecta unión. Sus ojos resplandecían con una malicia inhumana, sus cuerpos se abrían y cerraban en un silencioso rugido. La luna, un testigo silencioso de mi enfrentamiento, añadía un tono surrealista al peligro que me acechaba.
En el preciso momento en que los Korudi estaban por hacer su ataque inicial, una explosión de luz estalló detrás de ellos, iluminando la noche con un resplandor que desafiaba la oscuridad del bosque. Era Alicia, la princesa que recientemente había tomado el poder del Reino de Corazones, emergiendo con una presencia imponente. En su mano, un báculo de madera pulida brillaba intensamente, adornado con una esfera rosada en su extremo, marcada con el emblema del mazo de corazones.
Alicia levantó el báculo, y con una voz clara y resonante, entonó un conjuro en un idioma antiguo y melódico. Cada palabra estaba cuidadosamente escogida, formando rimas que fluían con un ritmo natural, como si el mismo aire se convirtiera en su cómplice. En este mundo, la magia se teje a través de palabras, una fusión de sonido, intención y ritmo. Los hechizos eran más que simples palabras; eran oraciones, invocaciones que bien empleadas condecían la canalización del poder mágico.
" Ignis antiquae potestatis, magna fervens ardore, hos hostes vestro calore consume".
Al recitar el hechizo, la esfera en su báculo brilló con una intensidad abrumadora, proyectando llamas que se arremolinaban hacia los Korudi. La magia de Alicia no solo era un reflejo de su linaje real y su acceso a conocimientos arcanos reservados para pocos; era también una demostración de su dominio del arte mágico, una habilidad que requería años de estudio y una conexión profunda con los elementos místicos del mundo.
Los Korudi, abrumados por la marea de fuego, retrocedieron y se disolvieron bajo el asalto mágico. Me lancé al combate a su lado, mi daga en mano, luchando junto a las llamas de Alicia. Su presencia en el campo de batalla era una mezcla de elegancia y poder.
Su vestido amarillo, que se derramaba suavemente hasta el suelo, combinaba la elegancia de la alta corte con una sorprendente funcionalidad para el combate. A pesar de su delicado aspecto, estaba confeccionado de un material que parecía tan resistente como cualquier armadura ligera, demostrando que su portadora estaba preparada tanto para la diplomacia como para la batalla.
Sobre su cabeza, no llevaba una tiara, sino una diadema única que capturaba la esencia de su herencia y su historia. No era una simple corona; en lugar de ello, lucía un moño negro, cuyos lazos se extendían y terminaban en puntas agudas, reminiscentes de orejas de conejo. Era un adorno que recordaba su origen en el País de las Maravillas, un lugar de misterio y cambio, que había moldeado a la mujer en la que se había convertido.
Sus ojos azules, intensos y penetrantes, reflejaban una vida de experiencias que iban más allá de su juventud. Había una profundidad en su mirada, una mezcla de sabiduría, una ligera melancolía y una infantil emoción. Su cabello rubio caía en cascada sobre sus hombros, capturando destellos de luz lunar que añadían un aura casi mística a su presencia.
En su mano, el báculo que había utilizado con tal destreza en la batalla aún emanaba un suave brillo. La esfera en su extremo, adornada con el emblema del mazo de corazones, simbolizaba su autoridad real y su poder mágico. Era un recordatorio de que en nuestro mundo, el conocimiento de la magia era un bien inaccesible para muchos. No solo se requería linaje o recursos, sino también años de dedicación para dominar los intricados conjuros y hechizos que formaban el tejido del empleo correcto de la magia. Muchas personas nacen con suficiente poder mágico, pero son realmente pocos los que entrenan este talento. Hay personas que viven sin conocer sus verdaderas capacidades.
El hechizo que Alicia había entonado no era meramente un acto de voluntad; era un arte antiguo, tejido a través de palabras y ritmo, donde cada frase resonaba con el poder latente del mundo. Verla en acción era presenciar la magia en su forma más pura, un flujo de energía que se manifestaba a través de su conexión innata con el mundo mágico.
Con su intervención, el claro se había transformado de un campo de batalla tenso a un escenario de triunfo y revelación. Mientras observaba los restos humeantes de los Korudi, sentí un profundo agradecimiento por su presencia. Alicia, la princesa del Reino de Corazones, era un recordatorio viviente de que en un mundo donde la magia y el poder a menudo estaban reservados para unos pocos elegidos, su fuerza y habilidad podían ser de utilidad en mi situación.
Mientras los últimos vestigios de los Korudi se desvanecían en cenizas, Alicia y yo nos encontramos en una breve calma después de la tormenta. "Gracias," dije con sinceridad, mi voz todavía temblorosa por la intensidad de la batalla. Ella asintió con un gesto amable y una sonrisa tierna, escondida bajo esa máscara, su mirada reflejaba tanto el peso de su poder.
La joven princesa no parecía intimidada por la batalla que acabábamos de enfrentar. Con una sonrisa leve, extendió su mano hacia mí en un gesto de diplomacia que parecía tan natural como respirar para ella.
"¡Eso fue increíbloso!", exclamó, su voz llena de una energía alegre que contrastaba con la tensión del momento. "Tu destreza es impresionante. Soy Alicia, Princesa del Reino de Corazones, mucho gusto, te sacaré de aquí."