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Chapter 10 - 10. Aliza con Frederick

Exhausta por el peso abrumador de los días recientes, Sylvia se había sumido en un sueño involuntario en la estancia del sacerdote Balduin. Sus ojos se cerraron mientras las voces de Theodor y Balduin, sumidas en un debate acalorado sobre la jerarquía demoníaca y las entidades que se ocultaban tras las sectas arcanas y sociedades secretas de la profecía, se convertían en un murmullo distante.

El mundo onírico de Sylvia fue un torbellino de terror. Se encontró atrapada en un laberinto de visiones perturbadoras, donde fragmentos del videojuego se entrelazaban con ecos de su vida pasada y su existencia recién forjada, todo ello perseguido por sombras amenazantes. En una visión particularmente vívida, Günter la inmovilizaba con violencia, su risa cruel resonando en sus oídos mientras la figura borrosa de su novia de otro mundo observaba con una sonrisa burlona. Roberto, por su parte, era sometido a una brutal paliza a manos de templarios sin rostro. Otras pesadillas mostraban a seres amados como Theodor, Elías o Frederick exhalando su último aliento en sus brazos, víctimas de elfos montañeses, demonios o siluetas encapuchadas que emergían de las sombras.

El contacto de la mano de Balduin en su hombro la sacó de su mar de pesadillas con un sobresalto, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Desorientada, sus ojos buscaron algo de claridad en la penumbra de la habitación. ¿Había sido todo una ilusión nocturna? No, la realidad era que se encontraba en el refugio de Balduin. Lentamente, como el amanecer disipa la niebla, sus recuerdos se ordenaron, destilando la realidad de las sombras de sus sueños.

—Sylvia —la voz de Balduin era un susurro de terciopelo—, ¿estás bien? — Sylvia asintió con la cabeza murmurando una leve afirmación, aunque su mente aún nadaba en la neblina del sueño.

—Me alegra oírlo. Te quedaste dormida mientras Theodor y yo discutíamos, y no tuvimos corazón para despertarte. Ayer fue una jornada extenuante, y lo que te espera en los próximos días no promete ser más ligero. Si necesitas un respiro o buscar consuelo, no dudes en acudir a Theodor o a mí. Pero ahora, deberías dirigirte a la cocina antes de que Elías comience a preocuparse.

Al prepararse para abandonar la habitación, Sylvia se detuvo, una sombra de inquietud cruzando su rostro. —Señor, si me ven salir de su habitación después de haber pasado aquí la noche, ¿no generará más rumores? — Los murmullos sobre Günter y Roberto ya eran suficientemente pesados; no deseaba sumar más leña al fuego con especulaciones sobre su relación con Balduin.

Balduin esbozó una sonrisa cálida, sus ojos brillando con un atisbo de picardía. —No te preocupes, querida. A mi venerable edad, sería considerado un prodigio de Vushal si mi virilidad despertara de su letargo. Si ese chisme llega a propagarse, confía en que sabré cómo sofocarlo, o quizás Waldemar pueda ayudarnos con ese pequeño favor. Ahora, ve y cumple con tus obligaciones diarias.

Un destello de risa escapó de los labios de Sylvia, una risa que llevaba el alivio de la tensión disipada. Con una mirada de gratitud que hablaba más que mil palabras, se despidió del sacerdote y se encaminó hacia la cocina, con la certeza reconfortante de tener aliados en este mundo incierto.

Sylvia apenas había cruzado el umbral cuando la realidad confirmó sus temores. Frederick se acercaba por el pasillo, su presencia imponente y su mirada intensa. Aunque preferible a un desconocido o a Günter, la idea de justificarse ante quien había sido su inquebrantable defensor la llenaba de ansiedad. La tensión entre ellos era un contrapunto vivo, una melodía silenciosa que tocaba una cuerda íntima en ambos corazones.

Frederick, con su postura firme y segura, parecía una estatua cobrando vida, un caballero templario salido de las mismas leyendas que adornaban las vidrieras del monasterio. Sylvia, con su belleza etérea y su mirada cargada de un tumulto de emociones, era como una aparición, una heroína de los antiguos cantares que se había materializado en este pasillo suspendido en el tiempo.

—Yo... No es lo que parece... No soy... —balbuceó Sylvia, revolviendo en su mente una excusa plausible para su prematura salida del aposento de Balduin.

Frederick posó su mano sobre el hombro de Sylvia, ofreciéndole una sonrisa tranquilizadora. —Aunque hubieras estado haciendo algo, no es asunto mío. No soy como Günter ni Roberto. Jamás propagaría rumores sobre ti que pudieran perjudicarte.

—Gracias, han sido días agotadores y Theodor pensó que Balduin sería el mejor guía para mí. Desafortunadamente, me quedé dormida mientras discutían sobre demonios, después de que él me calmara y aconsejara —confesó Sylvia, proporcionando una explicación no requerida.

—Te creo. Y aunque empiece a sentir un atisbo de celos por no haber probado aún tus labios, puedes estar segura de que guardaré silencio sobre tu noche en los aposentos de Balduin.

Sylvia bajó la mirada, avergonzada y parcialmente preocupada por parecer una elfa de moral laxa a los ojos de Frederick. En ese instante, los brazos fuertes de Frederick la envolvieron, ofreciéndole un refugio seguro.

Bajo la tela de la camisa del templario, Sylvia podía sentir la solidez de su pecho y el ritmo constante de su corazón, provocando que el suyo propio acelerara. ¿Se estaba convirtiendo en la elfa fácil que temía ser? ¿Por qué la cercanía de Frederick le causaba tal conmoción? La mano derecha de Frederick acariciaba su cabello con ternura mientras ella ocultaba su rostro en el hombro de él.

—Solo era una broma lo de tus labios —susurró Frederick, su voz un murmullo cálido en su oído—. Eres indudablemente atractiva, pero jamás te pediría algo a cambio, especialmente con todo lo que ya enfrentas con Günter y Roberto. Si necesitas un hombro en el que llorar o alguien con quien hablar, estoy aquí para ti, sin esperar nada a cambio.

El corazón de Sylvia latía desbocado. Frederick valía más que los otros dos juntos, y sin embargo, en ese momento, darle un beso sería menospreciar la amistad sincera del apuesto joven.

—Gracias. Un abrazo sincero era justo lo que necesitaba. Te daría un beso de agradecimiento como el que di a Roberto, pero no quiero alentar falsas esperanzas. Ahora debemos tomar rumbos separados; debo cumplir con mis tareas matutinas en la cocina.

El encuentro entre ellos era un punto de luz en la penumbra, un instante de humanidad y conexión que desafiaba la rigidez de las piedras milenarias. Mientras Frederick envolvía a Sylvia en un abrazo protector, el mundo exterior se desvanecía, dejándolos a ambos en un limbo donde solo existían sus latidos acelerados y las palabras no dichas que flotaban en el aire, tan densas y reales como el polvo dorado que se agitaba en los rayos de luz filtrados por las altas ventanas.

Cuando el abrazo se disolvió y Sylvia comenzó a alejarse, Frederick la observó con una intensidad que iba más allá de la simple preocupación. Una oleada de deseo irrefrenable lo invadió mientras la miraba avanzar por el pasillo, la luz de las antorchas jugueteando con los rizos pelirrojos de ella. La mezcla de pasión y amistad que sentía por Sylvia se entrelazaba con la pena por el martirio que la joven estaba soportado. Su corazón latía con fuerza, un tambor guerrero que resonaba con cada paso que ella daba, marcando la distancia que crecía entre ellos.

Esperó, conteniendo el aliento, hasta que Sylvia dobló la esquina y su figura desapareció de su vista. Solo entonces, con un suspiro que llevaba el peso de un deseo no expresado, se giró hacia la puerta por la que ella había emergido. Con una mano temblorosa, Frederick llamó, su mente aún perdida en el eco de su cercanía y el calor de su cuerpo contra el suyo.

Sylvia llegó absorta en sus pensamientos, preguntándose por qué no había reflexionado más sobre aquel primer beso a Roberto. ¿Había sido eso lo que desencadenó todo? ¿O simplemente habían sido las circunstancias?

—¡Sylvia, ya era hora! ¡Ponte inmediatamente a cortar esos rábanos! —gritó Elías al verla entrar. Sylvia se detuvo, sorprendida por el inusual revuelo en la cocina.

—¿Rábanos para el desayuno? —preguntó mientras comenzaba a cortar sin demora—. ¿Qué ocurre?

—Viene Morwen con buena parte de su congregación —respondió Elías, su voz era un susurro de urgencia—. Debe ser algo muy serio. Ella es la Gran Maestre de su abadía y rara vez la abandona. Sus guerreras son famosas por ser las únicas que han conseguido, en el norte, parar una y otra vez a esos elfos sanguinarios. —Elías miró a Sylvia con una mezcla de preocupación y alivio—. Tranquila, ellas no van a confundirte con una de esa raza. Incluso han capturado más de una vez a alguno de ellos vivos, algo realmente complicado. Por lo cual se darán cuenta inmediatamente que perteneces a otra raza de elfos.

—¿Y los rábanos para el desayuno? —La verdad nunca había visto servir rábanos en el desayuno y aunque Morwen viniera de camino, difícilmente iba a ser para el desayuno.

—Capricho del Gran Maestre. Quiere una ensalada meridiana para su desayuno. Solo la pide cuando está realmente preocupado —terminó de decir justo cuando Hugo entró en la cocina.

—Sylvia, debo llevarte ante la presencia del Gran Maestre —informó Hugo, su tono era serio, casi solemne.

—Ayer formaste una buena en el comedor, he escuchado. ¿Tan grave fue que te ha mandado llamar el Gran Maestre? —Sylvia se encogió de hombros, sus pensamientos eran un torbellino. Podía ser por tantos motivos, pero ninguno de ellos parecía especialmente bueno—. Si terminas antes del desayuno, vuelve inmediatamente aquí. Hoy quiero todas las manos posibles. Hay que adelantar la preparación del almuerzo o no dará tiempo a preparar comida para tanta gente.

Sylvia asintió y abandonó la cocina, sintiendo una mezcla de miedo y curiosidad. Mientras seguía a Hugo, sus pensamientos volvían una y otra vez al beso con Roberto y a los recientes eventos. ¿Qué significaba la llegada de Morwen y su congregación? ¿Y por qué el Gran Maestre la necesitaba ahora? Las respuestas, pensó, solo llegarían con el tiempo, pero la incertidumbre la envolvía como una niebla espesa mientras se dirigía al encuentro que podría cambiarlo todo.

Para su congoja, Sylvia reconoció muy bien la puerta ante la cual se habían detenido: la del tribunal. ¿La iban a juzgar de nuevo? ¿Balduin y Theodor habían mentido sobre la gravedad de sus actos? Sylvia miró a Hugo buscando respuestas, su corazón latiendo con fuerza.

—Lo siento, no sé el motivo. Solo me ordenaron ir a buscarte y traerte. Ni siquiera tengo permitido el acceso —los ojos de Hugo destilaban temor—. Si sales de esta, prometo ser mejor contigo. También le plantaré cara a Günter. Si van a juzgarte por lo del comedor, deberían habernos llamado a todos.

—Creo que no tiene que ver con lo del comedor. En los últimos días he realizado demasiadas acciones prohibidas —admitió Sylvia, tratando de comprender cuál de sus actos había provocado esta terrible situación. Miró las imponentes puertas del tribunal con desesperación—. Si las llamas terminan siendo mi destino, quiero... —Sylvia estaba a punto de desmoronarse—. Quiero que le digas a Frederick y Roberto que... —la garganta se le hacía un nudo ante la idea de su posible muerte—. Que estos últimos días en los cuales he podido compartir mesa con ustedes... —hizo una pausa para tragar saliva—. Han sido maravillosos a pesar de las circunstancias. Realmente me ha gustado sentirme parte de vuestro grupo, incluso teniendo que soportar al desgraciado de Günter. Por ello, diles que os quiero mucho a todos y que, cuando muera, estaréis en mi corazón.

—Seguro que no vas a morir. Seguro es solo una regañina. No queman a nadie por montar un escándalo en el comedor o tener un encuentro amoroso con un compañero —Hugo abrió los brazos y la abrazó amistosamente, tratando de consolarla—. Entra y no lo pienses más. Si por alguna razón te condenan a las llamas, tranquila que idearemos alguna forma de sacarte del monasterio.

Sylvia respiró hondo, tratando de coger fuerzas en el abrazo de Hugo. Se separó, le dio las gracias y finalmente entró en la sala.