—Cuando el Maestro Román escuchó sus palabras, se rió —comentó el narrador—. Su risa era fría y siniestra, ya que rebotaba en el oscuro callejón —dijo con miedo la Señora Harlow—. Sentí cómo mi corazón caía en un frenesí.
Giró hacia un lado mientras abrazaba su fuerte cintura. Sus hombros subían y bajaban mientras se reía fuerte y violentamente.
Pero entonces la risa se detuvo de repente.
—¡Ja! —ladró el Maestro Román— mientras aplaudía con sus manos y sus pies se movían hacia la izquierda. Se enfrentó a la Señora Harlow y preguntó: ¿Y eso me importa a mí porque?
—Marcia, sabes que lo que quiero es el cuerpo de esa chica —dijo el Maestro Román—. Dio un paso hacia la Señora Harlow y se detuvo frente a ella. Quiero que dependa de mí sin preguntar, sin duda, como si yo fuera su Dios y su salvador.
—Excepto que no quiero nada de ella. Ni su corazón ni su alma —continuó él—. Entonces, ¿qué tiene de malo destruir las cosas que no necesito?