Violeta no podía dejar de pensar en el hombre que había aparecido en su puerta unas horas antes.
Tardó un rato en calmarse y darse cuenta de que se había ido definitivamente.
Si alguien había sabido que ella había tenido ese encuentro, se enteraría pronto. Sólo esperaba no haber dicho nada que la incriminara aún más.
Cada vez que ocurría algo, le entraba la ansiedad de que su muerte estaba cerca. No podía vivir así.
Tenía que tomar pronto una decisión que cambiara su vida. No podía vivir como una prisionera para siempre.
¿Pero qué lado iba a elegir?
Violeta estaba tendida en su cama, mirando al techo, cuando un golpe la sacó de sus pensamientos.
Su corazón empezó a latir como un tambor.
Ahora estaba condenada. Simuló estar durmiendo cuando una voz conocida llegó desde el otro lado.
—Violeta, soy Lucinda. Abre la puerta.
Suspirando aliviada, Violeta se levantó de la cama y le abrió la puerta a la mujer.