La lluvia no para de caer y solo pienso en salir y correr. Mojarme mientras deambulo por las calles de esta ciudad. Una ciudad de mierda, según los dichos de mi padre, que siempre soñó con vivir en algún rincón europeo. A mí me gusta acá, con sus calles, edificios, oscuridad y personajes. A mí me gusta acá porque soy alguien. Soy el hijo de, el amigo de tal, el que vive allá, y así muchas cosas más. Acá tengo una historia propia que se conecta y alimenta de otras. Algunos saben mi nombre, otros mi apodo, y la mayoría solo saben que existo sin haber hablado conmigo. Acá soy parte de algo más grande, de una comunidad; y cuando tocan el timbre para preguntarme si tengo algo para donar, o para invitarme a la reunión semanal del centro vecinal, me siento importante. Pero no importante en el sentido de poder, sino en saber que alguien pensó en mí, me tuvieron en cuenta. Acá, para la vieja Susana, sigo siendo el gordito de pelo rubio que jugaba a la pelota contra el portón de mi casa a la siesta. Acá soy alguien construido a base de recuerdos, anécdotas, chismes o referencias. Allá, en la ciudad soñada por mi padre, solo sería un extranjero más. Y llevaría tiempo hasta construir una historia propia. Una historia un poco armada, un poco ficticia, porque aunque en algún momento pueda ser el amigo de, o el que vive allá, por siempre llevaré esa etiqueta inicial que me dieron al llegar. Puedo incluso construir una historia más interesante que acá, ser más conocido y valorado, que mi opinión y presencia tenga más significado para la comunidad, pero jamás alguien dirá: ahí va el hijo de. Y lo que más me duele es que no habrá una Susana que me cuente cómo era mi vida cuando mi historia recién estaba empezando.