Sofía no entendía por qué su hermano lloraba. Estaba sentado en una de las sillas del salón que para que nadie se la robe la habían anclado a la pared. Su cuerpo se inclinaba hacia delante, apoyando sus codos cerca de la rodilla y tapándose el rostro con ambas manos. Ella se acercó esquivando a la gente que permanecía parada en el lugar. Se sentó al lado de su hermano y con voz cansada le preguntó:
—¿Por qué lloras, Juan?
—¿Y vos qué pensás? —dijo y separó sus manos del rostro para mirar en dirección al cajón.
—Está bien, solo pensé que no te iba a pegar así.
—No lloro por él, Sofi. Fue un hijo de puta y está mejor así, muerto. —Se giró para mirar a su hermana. —Lloro por mí. Porque yo también me voy a morir, y me van a poner en un puto cajón de madera para que la gente confirme con sus propios ojos de que estoy muerto.
—Todos vamos a morir, es el ciclo de la vida, Juan.
—¿No estás entendiendo? —dijo levantando el tono de la voz. Miró de nuevo al frente haciendo una inspección de izquierda a derecha del lugar. Levantó su mano y con la palma hacia arriba intentó señalar algo—. ¿No ves que toda esta gente va a estar muerta? Vos te vas a morir. Tu hija se va a morir.
—Sí. Lo entiendo, lo sé y lo acepto.
—¿Qué se sentirá estar ahí? —preguntó Juan en voz baja.
Sofía entendía que la conversación ya no tenía sentido, así que se levantó para buscar café.
Llegando a la cocina se sobresaltó por el grito de su madre nombrando a su hermano. Se dio vuelta y vio como Juan tiraba al piso el cuerpo de su padre para ocupar su lugar en el cajón.