"Espera..." Intenté detener a Edmond, pero descubrí que mi voz era sorprendentemente ronca y que tenía la boca llena del sabor amargo de la medicina.
Al oír mi voz, Edmond se volvió para mirarme.
Pude ver en su mirada que aún se preocupaba por mí. Pensé que se acercaría, me quitaría los grilletes y volvería a consolarme en sus cálidos brazos.
Pero me equivoqué. Me miró con ojos fríos como el hielo. Movió los labios y dijo lentamente: "Te aconsejo que te quedes aquí obedientemente y hagas lo que esta gente te diga. De lo contrario, sufrirás más de lo necesario".
Edmond nunca me había hablado así. Sus palabras me atravesaron el corazón como un millón de agujas heladas.
No iba a rendirme y dejar que se marchara tan fácilmente, así que le pregunté: "¿No vas a desencadenarme?".
Edmond se volvió de lado y contestó: "No. No te desencadenaré".