Al oír aquella voz, el cuerpo del hombre se tensionó, congelándose su brazo en pleno aire.
Después de un largo rato, volvió la cabeza con una expresión extraña en su rostro.
Fue entonces cuando vio a Ren Feifan, cuya presencia era tan imperturbable como un pozo antiguo, parado detrás suyo.
El rostro del hombre estaba marcado por viruelas y aún más feroz, sus ojos exudaban un rastro de frialdad.
—Niño, ¿esta espada es tuya? ¿Viniste desde la base de la montaña? —preguntó el hombre.
Ren Feifan no respondió al hombre sin camisa.
—¿No puedes oír? ¿Eres sordomudo o simplemente un tonto? —insistió el grandulón.
El grandulón no prestó atención a Ren Feifan, su prioridad inmediata era apoderarse del tesoro; así, se volteó, extendiendo la mano para quitar la gran espada negra frente a él.
Había pensado que sería una tarea simple, pero cuando su mano agarró la empuñadura de la espada, algo se sintió mal.
—¡Porque no podía levantarla en absoluto! —exclamó asombrado.