El campo de batalla estaba en llamas. Las ruinas de Umbra Noctis se habían convertido en un crisol infernal de humo y sangre, las sombras retorciéndose como serpientes hambrientas bajo la luz moribunda de la luna roja. Cada paso, cada golpe de los contendientes resonaba como un trueno, sacudiendo el mundo que los rodeaba mientras el combate final alcanzaba su clímax.
Eldrian Lorian, poseído por su insaciable hambre de sangre, avanzaba con una furia ciega, su espada destellando en arcos letales que cortaban el aire como si fueran las garras de una bestia. Sus ojos, brillando con un odio que no era completamente suyo, se fijaban únicamente en el Rey Negro, ignorando por completo a Ardent, quien apenas se mantenía en pie tras otro ataque brutal. Sangre goteaba de las heridas abiertas en su cuerpo, pero el Cazador no podía permitirse flaquear.
«¡Vamos, maldito! ¡Mata, destruye! Mientras tu furia se concentre en él, podemos ganar esto...» Ardent repetía en su mente, usando cada gramo de su voluntad para no colapsar. La conexión que sentía con Eldrian seguía debilitándose. Si él moría aquí, en ese estado corrupto... no había garantía de que su amigo volvería. Pero ahora, con su vida pendiendo de un hilo, tenía que arriesgarlo todo.
El Rey Negro, una monstruosidad de sombras y odio encarnado, rugió con furia mientras su cuerpo se retorcía y reformaba, una tormenta de oscuridad que devoraba la luz a su alrededor. Con un movimiento rápido como un relámpago, lanzó un tajo que Eldrian bloqueó apenas con su espada. La fuerza del impacto hizo que las piernas del Cazador se hundieran en la tierra, pero él no retrocedió. No podía retroceder. La ansia de devorar, de absorber la esencia del Rey Negro, lo impulsaba hacia adelante.
Ardent, viendo la oportunidad, se deslizó entre los golpes, girando su lanza con una precisión casi sobrehumana. «Debo aprovechar su frenesí... pero no tengo mucho tiempo. Mi sangre... mis fuerzas...» Sus pensamientos se ahogaban en un mar de dolor, pero seguía adelante. Cada segundo que ganaba, cada golpe que desviaba, era un respiro más para su amigo poseído.
Con un grito desgarrador, Eldrian lanzó un ataque devastador que partió el aire en dos. El Rey Negro retrocedió momentáneamente, pero su poder era inagotable. En un abrir y cerrar de ojos, se abalanzó sobre Eldrian, lanzando un puño envuelto en sombras que se hundió en su abdomen. Eldrian escupió sangre, pero en lugar de retroceder, dejó escapar una risa macabra, alimentada por la oscuridad que lo devoraba.
Ardent lo vio: el momento que había estado esperando. El Rey Negro, enfocado en destrozar a Eldrian, había bajado su guardia. Con un rugido que resonó como un trueno, Ardent lanzó su lanza con todas sus fuerzas, apuntando directamente al corazón del Rey. Pero el monstruo no era tan fácil de derribar. Con un movimiento rápido, atrapó la lanza con una mano, deteniéndola antes de que pudiera atravesarlo.
—¡Maldito seas! —gritó Ardent, la desesperación grabada en su rostro ensangrentado. Es ahora o nunca...
Con una última chispa de voluntad, Ardent se impulsó hacia adelante, desarmado, y se lanzó al Rey Negro con una furia suicida. Eldrian, dominado por su instinto asesino, no distinguió a su amigo en esa arremetida. Ambos atacaron al unísono, sus armas atravesando el cuerpo del Rey Negro al mismo tiempo... y también atravesando a Ardent. La espada de Eldrian perforó el costado de Ardent, mientras que la garra de sombras del Rey Negro se hundió en su pecho.
El mundo pareció detenerse.
Ardent sintió el frío acero de la espada de Eldrian dentro de su cuerpo, junto con el fuego abrasador de la garra del Rey Negro. Pero no había dolor, solo una calma extraña. «Lo logré...» pensó mientras el aire escapaba de sus pulmones en un gemido ahogado.
El Rey Negro, sorprendido, intentó liberarse, pero ya era demasiado tarde. La esencia oscura que había contenido durante eones comenzó a fluir fuera de su cuerpo como un torrente desbordado. Eldrian, aún poseído por su hambre de poder, absorbió esa energía, su cuerpo temblando mientras la oscuridad lo inundaba como un veneno dulce. La figura del Rey Negro se desmoronó en un torbellino de sombras y polvo, su forma disipándose como un mal sueño bajo la luz de la luna teñida de rojo.
Ardent cayó de rodillas, sus fuerzas agotadas. Sabía que no volvería a levantarse. El poder de la Marca Oscura podía restaurarlo, sí, pero no antes de que Eldrian sucumbiera por completo a su propia oscuridad. «Eldrian... espero que esta vez puedas mantenerte...» pensó mientras su visión se desvanecía.
Eldrian, con las manos aún cubiertas de sangre y energía oscura, comenzó a tambalearse. Su cuerpo, saturado con el poder que acababa de devorar, no podía contenerlo más. Cayó al suelo con un gemido gutural, sus ojos perdiendo el brillo cruel que los había poseído. Finalmente, su cuerpo colapsó, la oscuridad disipándose lentamente mientras perdía la consciencia.
El campo de batalla quedó en un silencio sepulcral.
El cuerpo inerte de Ardent yacía entre las ruinas, su vida extinguida en el último sacrificio por su amigo. Eldrian, por su parte, respiraba débilmente, inconsciente y cubierto de sangre, la esencia robada del Rey Negro arremolinándose dentro de él como un torbellino incontrolable.
Pero había funcionado.
En el último segundo, cuando la oscuridad había amenazado con consumirlo por completo, la esencia de Eldrian Lorian había prevalecido. El vínculo que compartían con la Marca Oscura había resonado con el sacrificio de Ardent, devolviendo al Cazador poseído un destello de su humanidad antes de que colapsara.
La batalla había terminado, pero el precio había sido inmenso.
Los cielos, teñidos de rojo, comenzaron a desvanecerse en la negrura de la noche. Y así, bajo el manto de sombras y muerte, Eldrian Lorian yacía como el último superviviente de una guerra que casi había perdido su alma.
Y en algún lugar profundo de su ser, la voz de Ardent resonaba en un eco distante:
—Te he salvado, viejo amigo... ahora, sobrevive.
En el reino de Zephyria, la atmósfera en esta dimensión celestial contrastaba enormemente con el sombrío campo de batalla donde Eldrian y Ardent habían luchado. Zephyria era un dominio bañado en la luz pura del firmamento, con nubes etéreas que flotaban como islas en el aire, suspendidas sobre un mar de estrellas centelleantes. Altas torres de cristal y estructuras flotantes brillaban como reflejos de un amanecer eterno, pero hoy esa luz parecía tenue, envenenada por la presencia oscura que los invasores habían traído consigo.
La Reina Aeria, conocida como la Celestial de Zephyria, dominaba este reino con un poder que parecía sacado de los mismos cielos. Sus alas doradas se desplegaban majestuosas detrás de ella, irradiando una luz cegadora que envolvía todo a su alrededor como una tormenta solar. Su armadura, hecha de un metal divino que reflejaba los colores del cielo, brillaba intensamente mientras sus ojos refulgían con una mezcla de cólera y determinación. En sus manos, empuñaba una alabarda celestial, cuyos filos relucían con la energía concentrada de rayos y viento, listas para desatar una furia implacable.
Frente a ella, el grupo liderado por Horus, Tenshi, Heizou, Lysandra, Licht, Selene, y Hurrem se encontraba en una plataforma flotante, observando a su formidable adversaria. La Reina Aeria los había esperado en el centro de su palacio flotante, una vasta plataforma que flotaba entre las nubes, rodeada por torres etéreas que canalizaban el poder del viento. El aire se cargaba con electricidad estática, haciendo que sus pieles hormiguearan ante el preludio de una batalla monumental.
Horus, como punta de lanza, fue el primero en lanzarse al ataque. Con un grito de guerra, desató su poder elemental en forma de un torbellino abrasador, buscando atravesar las defensas de la reina celestial. A su lado, Tenshi y Heizou avanzaron en perfecta sincronía, sus movimientos eran una danza coordinada de velocidad y precisión. Tenshi, con sus espadas gemelas, cortaba el aire a una velocidad que desafiaba a la vista, mientras que Heizou usaba sus artes marciales para canalizar ráfagas de viento que intentaban desestabilizar a su adversaria.
Aeria, sin embargo, permanecía inamovible. Con un simple movimiento de su alabarda, desató una ola expansiva de energía que desintegró el torbellino de Horus y repelió los ataques de Tenshi y Heizou, enviándolos volando hacia atrás como si fuesen meras hojas atrapadas en un vendaval.
Lysandra, desde la retaguardia, comenzó a canalizar su magia de sangre. Invocó lanzas carmesí que se materializaban en el aire y las lanzó con precisión quirúrgica hacia la Reina, buscando debilitar sus defensas. A su lado, Licht, con sus habilidades de luz pura, conjuraba destellos cegadores y rayos concentrados que intentaban penetrar las barreras de la reina.
Pero la Reina Aeria no era conocida como la Celestial de Zephyria por nada. Extendió sus alas y, con un aleteo poderoso, desató un huracán de plumas doradas que atravesaron el aire con la fuerza de miles de cuchillas, desbaratando las ofensivas de Lysandra y Licht. Las plumas se incrustaron en el suelo, explotando en estallidos de luz pura que hacían retumbar la plataforma flotante.
En ese momento, Hurrem, que había estado manteniéndose al margen para recuperar su fuerza, decidió unirse al combate. Con un rugido desafiante, canalizó la energía que le quedaba para desatar un torrente de fuego negro, buscando incinerar a la Reina Aeria. El aire crepitó cuando su ataque chocó contra un escudo de viento que la reina invocó en el último segundo, desviando la energía oscura y enviando llamas negras por todo el campo de batalla, que dejaron rastros de destrucción en las nubes flotantes.
Selene, mientras tanto, se concentraba en mantener a sus compañeros en pie. Su magia curativa brillaba en sus manos mientras enviaba ráfagas de energía curativa hacia los heridos. Cada vez que uno de los suyos era derribado por las implacables ráfagas de la reina, Selene estaba allí para regenerar sus heridas y levantarlos de nuevo.
—No podemos mantener esto por mucho más tiempo— gruñó Horus, bloqueando una ráfaga de viento con su escudo ennegrecido.— ¡Tenshi, Heizou! ¡Necesitamos una apertura!"
Tenshi, jadeando, intercambió una mirada con Heizou.— Si no podemos destruir sus defensas, al menos podemos distraerla.— Con un asentimiento, ambos se lanzaron de nuevo hacia Aeria, sus movimientos como sombras que se deslizaban entre las ráfagas de viento y los rayos que la reina desataba.
Mientras tanto, Lysandra canalizó un hechizo masivo, sacrificando parte de su propia sangre para invocar un círculo de runas flotantes que encerraron a Aeria en un campo de fuerza, debilitando temporalmente sus defensas.
— ¡Ahora, Licht!— gritó Lysandra.
Licht desató un rayo de luz pura que atravesó el cielo como una lanza divina, dirigiéndose hacia el corazón de la Reina. Pero, en el último momento, Aeria agitó sus alas, desatando una explosión de luz que desintegró el rayo antes de que pudiera alcanzarla.
El combate estaba en un punto crítico. Los héroes estaban al borde del agotamiento, mientras que la Reina Aeria, aunque mostrando signos de desgaste, parecía incansable, impulsada por su dominio absoluto sobre el viento y la luz.
Fue entonces cuando Hurrem, con los ojos encendidos de determinación, decidió apostar todo en un último ataque.— ¡Selene, prepárate para proteger a todos! —gritó, mientras canalizaba todo el poder que le quedaba en una esfera de fuego negro comprimida en la palma de su mano.
—¿Estás loca? —exclamó Licht, pero era demasiado tarde. Hurrem lanzó la esfera directamente hacia la Reina Aeria, quien reaccionó creando una barrera de viento. Pero esta vez, el fuego negro atravesó la defensa celestial, explotando en un estallido que hizo temblar todo el reino de Zephyria.
Aeria salió de la explosión con su armadura agrietada y sus alas chamuscadas, pero aún de pie. Sin embargo, ese fue el momento que Horus, Tenshi, y Heizou habían estado esperando.
—¡Ahora! —gritó Horus, cargando hacia la Reina con su espada envuelta en un torbellino de llamas. Tenshi y Heizou atacaron simultáneamente desde los flancos, buscando derribar a su enemiga con un golpe combinado.
La Reina Aeria, acorralada, liberó un grito furioso, desatando una última ola de energía que parecía ser capaz de desintegrar todo a su paso.
Selene, en ese instante, conjuró un escudo masivo que envolvió a sus compañeros justo antes de que la energía de Aeria impactara. El campo de batalla fue envuelto en una explosión de luz cegadora que iluminó los cielos de Zephyria.
Cuando la luz finalmente se disipó, la plataforma flotante estaba en ruinas, con fragmentos de cristal y plumas doradas cayendo como nieve en el aire.
Las nubes que rodeaban la plataforma flotante vibraban con cada explosión y destello de luz. La Reina Aeria se mantenía en el centro del campo de batalla, sus alas doradas irradiando una luz cegadora que parecía impenetrable. Con cada movimiento de su alabarda celestial, desataba tormentas de viento y rayos que amenazaban con desintegrar a sus enemigos.
Horus, cubierto de sudor y sangre, dirigió un rápido vistazo hacia sus compañeros. Necesitaban una nueva táctica, un enfoque más coordinado si querían romper las defensas de Aeria.— ¡Tenshi! ¡Heizou! ¡Necesitamos crear una distracción para que Hurrem y Licht puedan cargar sus ataques! —gritó, su voz apenas audible sobre el rugido de los vientos huracanados.
—¡Entendido! —respondió Tenshi con una firmeza que desmentía su agotamiento. Él y Heizou intercambiaron una rápida mirada antes de lanzarse hacia adelante. Tenshi desenfundó sus espadas gemelas, sus filos brillando como estrellas fugaces mientras ejecutaba una serie de cortes veloces, cada uno creando un arco de energía que buscaba romper la barrera de viento de Aeria.
Heizou, por su parte, utilizó su agilidad innata para esquivar los ataques que venían en su dirección. Canalizando su poder, invocó columnas de aire comprimido que impactaron como arietes contra la Reina.— ¡Vamos, maldita sea, baja la guardia! —rugió, su frustración palpable al ver cómo Aeria repelía sus ataques sin esfuerzo aparente.
Mientras tanto, Hurrem retrocedió unos pasos, concentrando sus fuerzas. Sus ojos ardían con un fuego negro mientras canalizaba un hechizo que llevaba tiempo preparando.— Necesito más tiempo —murmuró entre dientes, sus manos temblando por la cantidad de poder que estaba intentando contener. —Selene, mantén a Tenshi y Heizou en pie. ¡Licht, cúbreme!
Licht, con la túnica rasgada y la frente perlada de sudor, asintió. Alzó su bastón de luz, canalizando su poder en un escudo reluciente que rodeó a Hurrem, protegiéndola mientras preparaba su devastador ataque.— ¡No dejes que nada se acerque a ella! —gritó, sus ojos azules ardiendo con una determinación férrea.
Lysandra, quien hasta ahora había estado apoyando desde la distancia, dio un paso adelante. —Es hora de que también participe en esta danza —dijo con una sonrisa torcida. Se mordió el pulgar, dejando que un hilo de sangre cayera al suelo antes de invocar una serie de lanzas carmesí que flotaron a su alrededor. —Vamos a ver si esta deidad puede sangrar."
Con un movimiento fluido, Lysandra lanzó sus proyectiles en rápida sucesión, cada uno dirigido hacia puntos específicos de la armadura de Aeria. Las lanzas eran difíciles de esquivar, incluso para alguien de la velocidad de la Reina. Al menos una logró impactar, atravesando la armadura y arrancando un grito de furia de la Celestial. —¡Bien hecho, Lysandra! —gritó Horus, viendo la oportunidad que habían estado esperando.
—¡Ahora! —rugió Horus. Tenshi y Heizou aprovecharon el momento de debilidad de Aeria, combinando sus ataques en una danza mortífera. Tenshi lanzó un corte en diagonal que se transformó en un arco de luz, mientras Heizou liberaba una ráfaga de aire tan cortante como una cuchilla.
La Reina, aunque herida, no estaba dispuesta a ceder. Con un rugido que resonó como un trueno en el firmamento, desató una onda expansiva de energía que envió a Tenshi y Heizou volando hacia atrás. —¡No serán ustedes quienes me derroten! —bramó, su voz como un trueno que sacudió los cielos.
Pero su ataque fue justo lo que Hurrem necesitaba. Con un grito de esfuerzo, desató el poder que había estado acumulando: una esfera de fuego negro que irradiaba una energía corrupta y devastadora. —¡Por Atheria! —gritó mientras lanzaba el hechizo con todas sus fuerzas.
La esfera de fuego se estrelló contra Aeria con una explosión que sacudió todo Zephyria, el fuego oscuro devorando su barrera celestial. La Reina aulló de dolor, sus alas doradas carbonizándose bajo el implacable poder de Hurrem.
—¡No desperdicien esta oportunidad! —gritó Licht, que había estado esperando este momento. Con un movimiento rápido, canalizó su energía en un rayo de luz pura que atravesó el aire y golpeó el corazón de Aeria. —¡Ahora, padre, termina con esto!
Horus, jadeando por el esfuerzo, alzó su espada una vez más. La envolvió en un torbellino de llamas ardientes y se lanzó hacia adelante, atravesando la explosión y las defensas debilitadas de la Reina Aeria.
— ¡Por los caídos y por el futuro de Atheria! —gritó con un fervor que hizo eco en el campo de batalla mientras descendía su espada hacia el pecho de la Reina.
Pero la Reina Aeria, incluso en sus últimos momentos, no iba a caer sin un último desafío. Con un aleteo desesperado, levantó su alabarda celestial en un intento de bloquear el ataque. Las chispas volaron cuando las dos fuerzas chocaron, una batalla de voluntades que sacudió el aire mismo.
— ¡No vas a detenerme! —rugió Horus, empujando con todo su poder.
Un destello cegador de luz, seguido de un estruendo ensordecedor, sacudió el campo de batalla una vez más. Cuando la luz se desvaneció, lo que quedó fue un escenario de ruinas: la plataforma flotante destruida, fragmentos de cristales y plumas doradas lloviendo como cenizas.
Los guerreros estaban exhaustos, jadeando, cubiertos de sangre y sudor, pero la figura de la Reina Aeria finalmente cayó, sus alas doradas marchitándose mientras tocaban el suelo.
— ¿Lo logramos...? —murmuró Tenshi, sus rodillas temblando por el agotamiento.
Selene se acercó corriendo, comenzando a sanar las heridas más graves de sus compañeros. —Sí... pero no sin un alto costo. —dijo, sus manos brillando con una luz sanadora mientras atendía a Heizou, que había recibido un golpe directo durante la explosión.
Horus se desplomó sobre una rodilla, apoyándose en su espada. — Esto... fue solo un enemigo. ¿Cuántos más como ella tendremos que enfrentar?"
El eco de la frase de Horus resonó en el desmoronado campo de batalla, un rugido de dolor y cansancio que perforó el pesado aire teñido por el polvo y los relámpagos aún chisporroteando de la tormenta que Aeria había desatado momentos antes. La devastación alrededor era evidente: cráteres humeantes, árboles arrancados de raíz, y la fragancia metálica de la sangre aún flotando en el aire.
Horus, jadeando por la intensidad del combate, apenas se mantenía en pie. La armadura que lo protegía estaba hecha trizas, y sus músculos ardían con cada respiración, pero sus ojos, a pesar del cansancio, aún ardían con una feroz determinación. La tensión en su voz no era solo por el agotamiento físico; era el reconocimiento de una realidad que ahora todos debían aceptar.
Tenshi, que se encontraba cerca, limpiando la sangre que le cubría el rostro, se giró hacia él, sus ojos dorados reflejando la misma duda y fatiga que comenzaba a nublar los suyos.
—Tienes razón, Horus... Apenas podemos mantenernos en pie, y este fue solo uno de ellos... —murmuró, aunque sus palabras se perdieron en el retumbar de los cielos que lentamente comenzaban a despejarse. Tenshi apretó sus puños, clavando sus uñas en la piel hasta que la sangre brotó. La frustración y el miedo que había mantenido encerrado durante la pelea finalmente empezaban a liberarse.
Heizou, que siempre había tenido una sonrisa en el rostro incluso en los momentos más críticos, se quedó en silencio por una vez, sus ojos serios y calculadores recorriendo el terreno donde yacía el cuerpo destrozado de la Reina Aeria. Él sabía que Horus no estaba siendo melodramático; entendía mejor que nadie lo que significaba la advertencia de su camarada. Un solo descuido en estos combates, y ninguno viviría para contar la historia.
— No hay espacio para errores —respondió Heizou, su voz ahora grave, mientras guardaba sus armas. —Ni siquiera podemos pensar que esta fue una victoria... Sólo un paso más hacia el abismo.
Hurrem y Selene se acercaron al cadáver de Aeria, su piel cristalina y brillante ahora reducida a fragmentos rotos y apagados, como los restos de una estrella que había caído. La Reina Aeria era una entidad casi divina, su poder rozaba el dominio de lo inalcanzable, y sin embargo, el grupo había conseguido arrancarle el alma. Pero, a qué precio.
Selene, su respiración aún entrecortada, se arrodilló junto a la caída Celestial, colocando sus manos en la frente de la Reina. Un tenue resplandor dorado comenzó a emanar, y un susurro de energía fluyó entre sus dedos mientras intentaba contener el alma recién liberada. Hurrem, aunque aún tambaleante por las heridas, se unió, enfocando su poder para estabilizar el flujo.
— Esta es nuestra única ventaja. —dijo Hurrem, con los labios apretados. —No podemos darnos el lujo de desperdiciar un alma como esta... Esto podría ser lo que necesitamos para enfrentar a los próximos Reyes.
Un temblor recorrió el aire cuando ambas Guardianas finalmente sellaron el alma, transformándola en una poderosa reliquia que podría elevar la fuerza del grupo. Pero no era una tarea sencilla. El alma de un Rey Caído era tanto una bendición como una maldición: inmenso poder, sí, pero también una tentación que podría consumir a cualquiera de ellos si no lo controlaban.
Lysandra, observando a sus compañeros mientras la luz se desvanecía, cerró los ojos por un momento. La tensión en su rostro relajándose solo ligeramente, mientras un pensamiento persistente la atormentaba. Este era solo el principio, y la travesía aún sería larga y sangrienta.
—Horus tiene razón —dijo finalmente, dirigiéndose al grupo con una voz serena pero cargada de gravedad. —Nos queda mucho por delante... No podemos darnos el lujo de estar complacidos. Si queremos sobrevivir, si queremos salvar Atheria, debemos seguir avanzando... No por nosotros, sino por aquellos que nos han confiado sus esperanzas.
Las palabras de Lysandra cayeron como un manto sobre el grupo, revitalizando sus voluntades. Cada uno sabía que, por muy alto que fuera el costo, no podían permitirse detenerse ahora. No con el mundo entero pendiendo de un hilo.
Selene, aún sosteniendo el fragmento del alma, se volvió hacia Hurrem con una mirada resuelta.
—Convirtamos esta victoria en poder... Que Aeria, en su caída, sea la chispa que encenderá nuestra esperanza.
Hurrem asintió, y con un destello final de luz, la esencia celestial fue transformada, su energía fluyendo hacia sus compañeros. Una oleada de fuerza recorrió sus cuerpos, sanando parcialmente sus heridas, fortaleciendo sus almas y preparándolos para la siguiente batalla.
Pero en el silencio que siguió, mientras los ecos del combate aún resonaban en el horizonte, quedó claro para todos que esto era solo un respiro antes de la próxima tormenta. El destino de Atheria aún colgaba en la balanza, y los verdaderos horrores aún aguardaban en las sombras.
Horus, aún tambaleándose por el esfuerzo reciente, se limpió la sangre del rostro con el dorso de su mano. Las palabras de Lysandra resonaban en su mente. No había descanso para ellos, no mientras Eldrian y Ardent se encontraran en una situación tan desesperada.
—Escuchen —rugió Horus, reuniendo al grupo con una voz ronca pero llena de determinación. —Los que puedan mantenerse en pie, vengan conmigo. Eldrian y Ardent aún están luchando... Necesitan refuerzos ahora.
Selene respiró profundamente. El sudor perlaba su frente, y a pesar de su cansancio, sus ojos reflejaban una inquebrantable determinación. No podía sacarse de la mente la imagen de Eldrian sumido en el caos de su propia oscuridad, el riesgo constante de que esa corrupción lo consumiera por completo. Sabía que su presencia era crucial para él ahora más que nunca.
Horus, por otro lado, observaba la situación con ojos calculadores, evaluando sus opciones. Sin embargo, su mirada recayó en Selene, y comprendió al instante cuál era su preocupación. Con un asentimiento firme, decidió que no podía dejarla ir sola.
—Selene —dijo Horus, su voz grave pero con un matiz de comprensión. —Entiendo lo que estás pensando. No podemos dejar que Eldrian caiga... Y si el Rey Negro sigue con vida, necesitarás estar allí para sellar su alma. Pero ir allá significa exponernos, sin apenas tiempo para recuperarnos.
Selene levantó la mirada, sus ojos brillando con una mezcla de preocupación y determinación.
— No hay opción, Horus. —respondió ella, apretando el orbe con fuerza. —Si Eldrian muere en ese estado, ni siquiera sabemos si su Marca Oscura lo traerá de vuelta. No sé si es su verdadera alma la que está luchando allí... o esa entidad oscura que lo posee.
Horus bajó la vista al suelo, reflexionando. Entendía el riesgo. Pero también sabía que no había alternativa. Si perdían a Eldrian, Atheria perdería a uno de sus guerreros más poderosos y la esperanza de detener a Mer y los planes de Arion se desvanecería. Además, la presencia de Selene era la mejor oportunidad de salvarlo.
— Está bien. —Asintió Horus con resolución. —Iremos juntos. Tu poder para curar y sellar almas será crucial. Pero debes prometerme que si la situación se vuelve insostenible... No dudarás en retirarte. Atheria no puede permitirse perderte tampoco.
Selene apretó los labios, pero finalmente asintió. No le gustaba la idea de huir, especialmente si eso significaba abandonar a Eldrian. Pero entendía que, sin ella, el grupo perdería a la única que podía transformar las almas caídas en poder para reforzar a sus aliados.
Tenshi, a pesar de estar visiblemente herido, apretó los dientes y asintió con la cabeza. Sus alas desgarradas aún destellaban con un tenue brillo celestial, lo suficiente como para sostenerlo en un vuelo corto. A su lado, Heizou, con su característico ingenio recuperado parcialmente, se ajustó la bandana ensangrentada en su frente y forzó una sonrisa.
— Siempre pensé que las peleas contra seres divinos serían algo más glamoroso... —murmuró Heizou con un toque de sarcasmo, aunque el cansancio en sus ojos revelaba la verdad. —Supongo que hay que seguir dándoles de qué hablar, ¿verdad?
—Hablaremos después —replicó Lysandra, con voz firme pero amable. —Quienes estén heridos, vuelvan al Santuario. Necesitaremos sus fuerzas más adelante... pero ahora no podemos permitirnos bajas.
— ¿Bromeas, cierto? —Fue Heizou quien tomó la palabra después de ajustar su banda de la cabeza. —No importa. Iremos todos.
— Bien dicho jovencito... —Se levantó Hurrem a pesar de la corrupción que se extendía en su carne. Ella mostraba apenas una sonrisa que contenía el dolor de su angustiante estado.
Selene, Hurrem, Tenshi, Heizou, Horus, y Lysandra se prepararon para moverse, sus cuerpos agotados, pero sus voluntades aún en pie como antorchas en la oscuridad. Tenshi despegó con un potente aleteo de sus alas, seguido por Heizou que se lanzó en una carrera ágil y frenética hacia el portal que los llevaría al campo de batalla de Eldrian.
— No sé cuántos Reyes Caídos más enfrentaremos —murmuró Tenshi para sí mismo mientras volaba. — Pero si Eldrian y Ardent caen... Atheria no tendrá futuro.
Horus avanzaba como un torbellino de acero, ignorando el dolor que recorría sus músculos. —Aguanta, Ardent... Eldrian... Ya vamos —pensó, apretando la empuñadura de su espada. Si la muerte era lo único que les aguardaba al otro lado, entonces la enfrentarían juntos.
Con un último vistazo a sus compañeros, Selene y Horus se giraron hacia el portal que los llevaría al destrozado campo de batalla donde Eldrian y Ardent seguían enfrentándose al Rey Negro.
—Eldrian, aguanta. —Susurró Selene para sí misma, su voz llena de una silenciosa promesa. —Vamos en camino.
La energía del portal se arremolinó a su alrededor mientras cruzaban el umbral. El mundo se distorsionó por un momento, y al salir del otro lado, se encontraron en medio de un campo devastado, lleno de cenizas y restos de la batalla. El campo de batalla de Umbra Noctis estaba irreconocible.
La tierra ennegrecida, antaño cubierta por una vegetación sombría, ahora yacía destrozada, convertida en un paisaje de cráteres humeantes y grietas profundas que parecían abrirse hasta el mismo abismo. El aire olía a sangre, hierro y cenizas, un recordatorio tangible del caos que se había desatado momentos antes. Trozos de escombros yacían dispersos, las ruinas de antiguas estructuras que habían colapsado bajo el inmenso poder liberado por los tres combatientes.
En el centro de este desolador escenario, los tres cuerpos caídos pintaban un cuadro macabro de devastación.
El primero en destacar era el cuerpo monumental del Rey Negro. Su armadura, una amalgama oscura de metal y sombras, estaba partida en varios lugares, con profundas hendiduras que aún goteaban un espeso líquido negro que burbujeaba al contacto con el suelo. Su rostro, antaño cubierto por una corona de sombras, ahora estaba expuesto; la piel debajo era una amalgama de carne pútrida y oscuros cristales incrustados. Sus ojos vacíos, sin vida, miraban al cielo, mientras su gigantesco torso estaba atravesado por múltiples heridas letales, la mayor de ellas una cicatriz infernal que lo dividía desde el hombro hasta el abdomen, donde Ardent y Eldrian habían descargado su ataque final. El suelo bajo su cuerpo estaba empapado con la corrupción que emanaba de su ser, formando charcos oscuros que chisporroteaban con energía residual.
A unos metros de él, yacía Ardent Dawnseeker, su cuerpo cubierto de sangre fresca y polvo. Su armadura, desgarrada y rota en múltiples lugares, dejaba entrever la carne desgarrada y los huesos fracturados por los ataques despiadados del Rey Negro y los embates salvajes de Eldrian. Una herida profunda en su costado, donde la espada de Eldrian lo había atravesado sin piedad, seguía sangrando profusamente, creando un charco carmesí que se mezclaba con la oscuridad circundante. Sus labios, partidos y resecos, estaban manchados de sangre, mientras sus ojos, aunque entrecerrados en la muerte, parecían transmitir la paz de haber logrado su objetivo. Su lanza, partida en dos, yacía a su lado como un símbolo de su sacrificio.
Finalmente, en el centro de toda esta devastación, Eldrian Lorian se encontraba desplomado sobre sus rodillas, su espada aún clavada en el suelo frente a él, como si fuese lo único que lo mantenía erguido antes de colapsar. Su armadura, ennegrecida por el poder que había canalizado, estaba hecha trizas, dejando al descubierto su torso lacerado y salpicado de sangre tanto propia como ajena. Las heridas en su cuerpo eran profundas, con cortes que atravesaban músculo y piel, exponiendo carne desgarrada. Una herida particularmente grave adornaba su costado, donde el Rey Negro lo había golpeado con un impacto tan brutal que había hecho crujir sus costillas. Su rostro, una máscara de furia que aún no se había desvanecido del todo, estaba cubierto de sangre que goteaba desde una herida en su frente, formando riachuelos rojos que recorrían su mandíbula y su cuello.
El aire alrededor de Eldrian era opresivo, aún cargado con la energía oscura que había devorado del Rey Negro. A pesar de su inconsciencia, su cuerpo parecía temblar, como si la oscuridad dentro de él luchara por liberarse. Sangre oscura seguía brotando de sus heridas, mezclándose con la esencia corrupta que había absorbido, creando un espectáculo grotesco en el suelo que lo rodeaba.
El único sonido que resonaba en el campo de batalla era el goteo constante de sangre y el crujir ocasional de los escombros aún en proceso de desmoronarse.
Los tres cuerpos, marcados por la batalla, eran un testimonio del violento enfrentamiento que había tenido lugar. Allí, bajo la luz pálida de la luna y el silencio opresivo de la noche, Eldrian Lorian, Ardent Dawnseeker y el Rey Negro de Umbra Noctis yacían como piezas caídas en un tablero donde la vida y la muerte se habían entrelazado una vez más en un cruel abrazo final.