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Chapter 21 - Capitulo 21: un hombre sin rostro

En el instante en que el abanico de pestañas se cierra, los fantasmas entrelazados en las sombras aprovechan la oportunidad para desplegar sus invisibles hilos de presencia.

—¿Me extrañaste? —susurra la mujer con una sonrisa.

Se yergue junto a Soichi en el estrecho espacio del baño de su departamento, envolviéndolo con su belleza. Su túnica negra, adornada con las flores de higanbana, recordando ese primer encuentro que selló un pacto entre ambos.

Ella, hermosa y sofisticada.

Él, demacrado y amargado.

Un "no" tajante se queda suspendido en el aire.

—Los días se están haciendo largos, por suerte falta poco querido.

Es cierto, los días se estiran como si fueran eternos, mientras que las noches parecen no tener fin. La resistencia del joven ha alcanzado su límite y el corazón ahora está debilitado; los cayos que lo fortalecían se han derretido y su pecho se sume en la agonía de días interminables.

Un día de mierda, uno de esos en los que el peso del tiempo se hace más denso.

—¿Qué es lo que querés?

—Hoy estuviste titubeante, espero no cambies de opinión.

—No me explicaste que ya no se puede —murmura, sonriendo con tristeza.

—Es cierto, solo estaba intrigada.

Con un simple movimiento de las mangas de la mujer, el ambiente se transforma. La amarga sonrisa que se aferraba a los labios del joven se desvanece, dejando tras de sí una máscara de sombras y desasosiego.

El baño, se transforma en un escenario de caos y desconcierto, donde las leyes de la realidad se desdibujan como las líneas de un cuadro maltratado por la locura. Los últimos vestigios de luz del día se filtran a través del diminuto ventiluz, creando destellos dorados que se mezclan con las distorsiones de la alteración.

Un manto de silencio denso y oscuro se cierne sobre Soichi, envolviéndolo en sus garras heladas y lúgubres.

La mujer, desafía la gravedad con elegancia, sus pies apenas rozando la pulida superficie de la cerámica blanca. La túnica negra se desliza con suavidad por el suelo húmedo.

Ella avanza con un aura paternal, observando al adolescente tendido en la bañera con una mezcla de fascinación y desdén. Sus ojos se detienen en la palidez mortal de su rostro, en los labios que aún tiemblan con el recuerdo del dolor. El cuerpo del joven está envuelto en un líquido carmesí cristalino, revelando una narrativa de autodestrucción marcada por cortes, algunos recientes, otros ya cicatrizados. Con meticulosidad, ella se embarca en una cuenta de las marcas en la piel: ¿treinta y algo en ambos brazos? Pero, ¿cuántas más yacen ocultas en las sombras de sus piernas?

La sangre continúa su danza cálida, contrastando con las venas azules que se han roto bajo la presión del tormento interno. Es una tragedia, piensa ella, tan cruel consigo mismo, como si cada corte fuera un acto de desesperación agónica.

Volviéndose hacia el dueño de aquel cuerpo maltrecho, Soichi se encuentra acurrucado en un rincón, la espalda apoyada contra la pared. En sus gestos, en la inclinación de su cabeza, encuentra la narrativa de su dolor, tan fácil de leer.

El joven se enfrenta a su propio reflejo con odio y frustración. Sus dientes rechinan con ferocidad mientras el tiempo se desliza con la lentitud de una pesadilla interminable. ¿Cuánto más debe pasar para completar el acto de desangrarse por completo? Su cuerpo, generoso vierte y vierte, sin embargo, sigue allí, respirando.

¡Qué fastidio!, piensa con furia creciente. Se está perdiendo en la espiral de su propia locura, atrapado en un ciclo autodestructivo que lo consume desde adentro.

¡Inútil! ¡Ya muérete de una vez!, clama en el eco de sus pensamientos, deseando liberarse de la prisión de su propio cuerpo, de la carga insoportable de su existencia. Pero la vida persiste, terca y desafiante, negándose a ceder.

La mujer ya lo sabe, Soichi es lamentable; su percepción de la vida gira en torno a un eje. Cada vez que se mueve, aunque sea un milímetro, pierde su posición, descolocando su mundo. Ahogado en el odio hacia sí mismo, no puede ver su entorno. Ensimismado en el auto desprecio, este muchacho le resulta patético.

Aun así, ella tiene algo de curiosidad.

—¿Qué edad tenías?

—Catorce.

La mujer rememora ese momento; si no está equivocada, en unas semanas él cumplirá quince. La primavera de la vida, ¡qué desperdicio! ¿No le interesa disfrutarla?

Sin embargo, ¿cuántas veces grito?, ¿cuántas veces lloro?, ¿alguien lo vio?, ¿lo escucho?

Nadie.

En realidad, sí tenía a alguien, pero las emociones son más fuertes que la mente.

Si crees que estás solo, estás solo.

Si crees que nadie te ama, nadie te ama.

Si crees que hace frío, sentirás frío.

Los monstruos heridos y abandonados son los más peligrosos para sí mismos. El vacío es oscuro y el alma se disuelve entre las lágrimas. La reflexión y el análisis no pueden superar los dolores acumulados. Se hunden en una fantasía; una máscara, una fachada. Sonríen si es necesario, hablan si la situación lo amerita; ser normal.

¿Puede un cuerpo seco durar en el tiempo? ¿Si las raíces se pudren, podrá volver a florecer?

No podrá.

Ya no más.

Se agota, todo se agota, todo tiene un límite.

El ser humano es diferente de los animales por su capacidad de ser racional. Pero si abandonan a un niño, si lo hieren, si lo desprecian, si nadie lo ama.

¿Qué conoce ese niño?

Experimenta la idea de "vida", pero eso no es estar "vivo", es "sobrevivir".

¿Cómo da un paso adelante?

Con pena; rasca, araña, apuñala, llora, grita, corta.

Al principio, lo calma, pero luego el dolor no puede ser contenido en su pequeño cuerpo. Es un caparazón lleno de cosas podridas, rotas e inútiles.

Lo desconcertante es que en realidad Soichi fue popular. El cambio de país le fue provechoso, las cartas llenas de feromonas llovieron; mayores o menores, femenino o masculino, los tabúes se desvanecieron frente a él.

Con buenas o malas intenciones, sean cuales fueran, él solo decía: "no, gracias". Para el joven fue un dolor de cabeza, mientras más quería estar solo, más lo perseguían.

Cuando había encontrado algo interesante, solo duró unas pocas semanas. Se armó un revuelo cuando la profesora de literatura trató de seducir al niño; ese fue el adiós al taller de poesía.

Ahora, frente a sus ojos, ella puede observar al adolescente que había trabajado con ambas manos sin remordimiento. Débil es el corazón de los hombres de esta familia; ambos diseñando el mismo final bajo la sombra de esa mujer.

Ella suspira con amargura, mientras sus delgados y delicados dedos rozan el corte profundo en la muñeca derecha. Ambas pieles frías se rozan, tan similares que parecen una continuación de la otra. Un leve hormigueo se siente a través de las yemas de los dedos. Se aparta finalmente del joven agonizante y cruza las manos en la espalda, comenzando a caminar.

—Después de esto comenzaste con el tratamiento.

Los ojos de Soichi, permanecen fijos, conectados con la bañera que gotea un flujo constante de agua teñida de rojo.

—Sí.

—¿Sirvió?

Levanta la mirada y dos pares de almendras cubiertas de humo se enfrentan.

—No.

Ella se inclina para acortar la distancia.

—Deberías haberte dedicado a la actuación.

—No lo entenderías —murmura molesto.

—Ilumíname.

—No.

Era aburrido cuando Soichi no tenía ganas de jugar. Volviendo hacia la bañera, ella se sienta en el borde, generando ondas en el agua y buscando algo para conversar.

Para su sorpresa, el joven se levanta y se acerca para hablarle.

—¿Podemos irnos?

La mujer se emociona, pero como es característico en ella, recompone la expresión para verse amable y serena.

—Debemos aguardar un poco; en unos minutos comienza el espectáculo. —Al notar la expresión de desconcierto, abre las pupilas con asombro—. ¿Lo olvidaste? ¡En serio que eres especial! Tu cerebro aún estaba algo consciente; deberías recordar lo que viene.

Igual que en una telenovela del año dos mil, los tiempos se coordinan. Una mujer de unos setenta años comienza a gritar afuera, mientras golpea con desesperación la puerta del baño.

—¡Cariño! ¡Cariño! ¡Cariño! ¡Cariño! ¡Abrí! ¡Por favor! ¡Cariño! ¡Cariño! ¡ABRÍ! ¡POR FAVOR! ¡SOY YO!

La voz de la mujer irrumpe en la penumbra del baño, un grito desgarrador que parece emerger desde lo más profundo de su ser, entre sollozos que se entrelazan con la desesperación y la tristeza. Es como si cada palabra fuera arrancada de su abdomen con la violencia de un cuchillo, desgarrando la carne hasta alcanzar su garganta. La mujer, en un frenesí eufórico, continúa clamando con desesperación.

—¡Abrí! ¡ABRI! ¡Soy yo... soy yo, cariño! ¡Llegué, mi cielo... la abuela ya llegó! ¡Por favor! ¡¡¡ABRIME!!!

Un golpe seco e invisible en la corteza frontal de Soichi lo hace reaccionar. En tres saltos, alcanza la puerta, pero al intentar girar la perilla, sus dedos la atraviesan, como si la realidad misma se negara a obedecer sus deseos. Las vibraciones de los golpes reverberan a través de su cuerpo al apoyar la frente contra la puerta.

Los labios de Soichi, incapaces de encontrar estabilidad, oscilan entre una mueca de incredulidad, una mueca de miedo y una mueca de esperanza efímera. Sus dientes muerden los labios con fuerza, como si pudieran contener el conflicto de emociones que amenazan con desbordarse en su interior.

Esa voz, sí... era esa voz.

La mujer sigue gritando mientras golpea a puño limpio. Las pequeñas y arrugadas manos están hirviendo, pero ella continua no le importa el dolor. De un aventón intenta realizar un impacto seco y profundo contra la madera.

Sin embargo, no lo logra.

La puerta sigue impoluta, riéndose en su cara.

¿De dónde saca fuerzas la pequeña anciana?

Toma un banco que tiene cerca de la puerta de entrada y lo estrella varias veces; no detiene sus palabras. El corazón de la anciana está a punto de salirse del pecho, las arterias están al límite, pero ella sigue. Los pequeños zapatos que contienen los pies comienzan a patear esa frívola madera. Los tobillos se resienten, generándole un dolor terrible.

¡Qué frágil y débil mujer! No puede dejar de llorar de impotencia.

La cabeza de la anciana da vueltas, el cuerpo tiembla, la piel se eriza, está al borde del colapso. No puede irse así, su pequeño... es tan pequeño. Sigue llamándolo, aunque él no responda.

La cristalina agua turbia desborda el límite del baño, extendiéndose como una burla ante sus ojos. ¿Qué clase de porquería es esta...? ¡Los nietos entierran a las abuelas!

Se aferra a la perilla con la última esperanza de que ocurra un milagro. Solo bastan unos giros para darse cuenta de que es inútil. ¿Ella es inútil? ¿Cuántos errores había cometido? Fueron tantos que perdió la cuenta.

Cuánta culpa hay en ese pequeño cuerpo atravesado por las décadas. Creía que al final había logrado salvar a su pequeño, pero no alcanza.

Ella no alcanza.

Reposa unos minutos sobre la puerta, la voz de la mujer es tan baja y rota que es imperceptible.

—Lo siento tanto, la abuela no puede. Espérame un poco, voy a buscar ayuda.

Pero Soichi sí la escucha.

¿Cómo no prestaría atención a cada palabra que ella dice?

Él tiene un celular con dos contactos. Uno es su jefe, con el cual prácticamente no dialoga fuera del horario laboral. El otro es el de ella.

Un chat de WhatsApp que se protege como oro en polvo. Como diamantes puros de primera calidad. Audios interminables con pequeños huecos, charlas unilaterales extensas, emojis sin sentido, fotos desenfocadas y borrosas.

Si, Hanna, la que lo esperaba en la cena, quien planchaba las camisas, con la única persona en el mundo con quien podía darse el gusto de tener largas charlas.

Los ojos del joven, están cubiertos por una fría escarcha de odio. Escucha los débiles pasos que se desvanecen con ligereza, y una furia desenfrenada se apodera de todo su ser, retorciéndolo en el deseo de la autodestrucción.

Se enfrenta a sí mismo, aunque sabe que es inútil. Se lanza sobre el cuerpo que flota en el agua, con manos temblorosas comienza un frenesí de violencia. Golpe tras golpe, intenta destrozarlo, clavar las uñas en su garganta, arrancarle la vida, pero solo lo atraviesa como a la niebla en la mañana.

Quiere ahorcarlo, ahogarlo, mutilarlo, cortarlo en pedazos diminutos que no puedan ser reconocidos ni por él mismo. Sus gritos llenos de rabia y desesperación, llenan el pequeño espacio del baño, retumbando en las paredes como un eco de la locura que lo consume.

—¡Hijo de puta! ¡Muérete! ¡Muérete de una vez! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Que te hizo eh... que te hizo ella! ¡Estúpido... idiota! ¡Perro! ¡Muérete de una puta vez!

Pero no se murió.

La mujer de túnica negra que permaneció en silencio durante toda la escena se acerca.

—Necesito que te alejes.

Sin embargo, el joven está furioso, no quiere fingir más.

—¡No me jodas!

Esa respuesta no le agrada a ella; se ha ofendido. Lo mira con desagrado, chasquea los dedos y, en menos de un parpadeo lo vuelve a ubicar en la esquina que estaba antes.

—Observa.

Alguien llega y con una sola patada derriba la puerta. El hombre desconocido no lo piensa dos veces, se acerca y toma el cuerpo del adolescente. Acerca el rostro y se da cuenta de que aún hay un dejo de respiración deslizándose por la nariz.

Suspira con esperanza.

Aunque esté apurado, trata al joven como una fina pieza de cristal. Le pega un grito a Hanna que está derrumbada en la tristeza. Cubren el cuerpo con una manta y salen corriendo.

Esta secuencia ocurre en unos pocos minutos.

Soichi intenta ir tras ellos, pero no puede. El marco de la puerta lo rechaza hacia atrás con fiereza; mira a la mujer con desconcierto.

—Hasta acá llega tu recuerdo, no puedes avanzar más de lo que conoces.

El hombre que su abuela trajo no tiene rostro. Es como si alguien se hubiera ensañado y lo hubiera borrado. Como un dibujo donde el artista se equivoca y borra hasta el hastío buscando la perfección.

—¿Quién... es esa persona?

—Tú deberías saberlo.

—No sé quién es.

La mujer baja la mirada hacia el suelo y la vuelve a subir.

—Debe ser una buena persona, mira hacia abajo.

La cerámica del baño está cubierta de agua fusionada con su sangre. Hay muchos fragmentos de vidrios irregulares, pertenecientes al que fue, en su momento, el espejo del tocador.

Sin embargo, el aún no lo comprende.

La mujer pone los ojos en blanco en su interior. ¡Este niño sí que es lento!

—El joven que trajo tu abuela estaba descalzo, ¿no lo notaste? Entro corriendo y te alzo. Soichi... ese chico se clavó varios vidrios y no le importó.

—No lo reconozco —contesta confundido.

La mujer entrecierra los ojos con decepción. A los minutos se resigna; no tiene intenciones de explicarle a un caracol.

—A diferencia de ti, Hanna era una persona muy sociable. Tal vez es un amigo de este edificio que tú desconoces.

Eso era cierto, Hanna era una persona que brillaba en cualquier lugar. Tenía un carácter tierno y maternal, y muchas personas la buscaban.

Pero el corazón de Soichi está inquieto, siente que hay algo más, pero no puede verlo. La mujer sacude las anchas mangas y da por finalizado este recuerdo.

Todo se vuelve oscuro.

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