El sol se filtra entre las nubes, tiñendo Valle Escondido con una luz cálida y rojiza. Darius, el joven y venerado Emperador de Obsidian, desciende de Pim Pon, escoltado por guardias con armaduras brillantes proporcionadas por el General del Sur. Por supuesto, Philip lo acompaña a su lado.
Tras recibir una afectuosa bienvenida por parte de los aldeanos, Darius se dirige al taller de Tut, el sabio Maestro forjador. Los hombres de Javier permanecen afuera, mientras él es acompañado únicamente por su leal escolta.
Al entrar en el taller, el sonido metálico y el rugido del fuego llenan el ambiente, pero solo encuentran a un aprendiz. El joven, reconociendo al Emperador, realiza un saludo formal con timidez, sonrojándose mientras titubea al indicar la ubicación del Maestro.
Darius sonríe, preguntándose dónde más podría estar el anciano. Por supuesto, haciendo lo que más disfruta.
Tut ve al hombre y corre hacia él, derramando la jarra de vino mientras extiende los brazos con alegría.
—¡Mi querido Emperador! ¡Bienvenido a mi humilde morada! —exclama con efusión. Con cariño, le estira las mejillas en un gesto juguetón—. Mírate, sigues siendo el joven más apuesto de todo Obsidian. ¿Cuándo piensas darnos la sorpresa y casarte?
Ante las ocurrencias del anciano, Darius solo puede sonreír.
—Siempre con esas ocurrencias, ¿cierto? —dice con amabilidad—. Pero temo que el Imperio me mantiene demasiado ocupado como para pensar en el matrimonio.
—¡Patrañas! Aunque tienes deberes que cumplir, no puedes negar que sería emocionante ver a una emperatriz luchando a tu lado en las batallas de la vida.
Mientras Darius busca palabras para responder, Enoc observa cómo Maurice mira a Philip.
El Emperador, con una expresión amigable, está a punto de hablar cuando el fiel consejero interrumpe la conversación. Dada la reciente discusión con el adolescente, teme que cualquier respuesta de Darius pueda romper el corazón de Philip.
—Perdón por interrumpir, pero hay asuntos urgentes que requieren la atención de mi señor —dice el consejero.
El anciano se vuelve hacia él y habla en tono burlesco.
—Ah, muchacho, siempre tan serio. Así no conseguirás esposa; te estás volviendo viejo y feo.
Enoc observa la situación en silencio, esperando la respuesta con atención.
—¡¿Quién dijo que quiero esposa?! —refunfuña Maurice, frunciendo el ceño—. Estás senil, anciano. Siempre volvemos a lo mismo.
Tut sonríe satisfecho, disfrutando de verlo enojado. Darius, reconociendo la tensión en el ambiente, interviene con calma, colocando una mano en el hombro del sabio.
—Maurice tiene razón, Maestro. Hay asuntos que demandan nuestra atención inmediata.
El anciano asiente con seriedad.
—Mis disculpas, Emperador. Me dejé llevar por el momento.
—Pero antes debo confesarte que, si alguna mujer valiente se atreve a enfrentarse a mí, consideraré tu consejo —añade Darius con una sonrisa.
El sabio forjador infla su pecho con orgullo; es la primera vez en todos estos años que responde con interés a su consejo. Luego, al recordar a Enoc y Maurice, su expresión se torna agria.
—Deberían aprender del Emperador. Si él escucha a este pobre anciano, ¿cómo es que ustedes no me prestan atención? —dice a los jóvenes sentados, mientras sigue renegando en voz baja—. ¿Acaso van a esperar a que mis huesos se fundan? Estos jóvenes de ahora...
Sin embargo, esta preocupación no es un capricho; él conoce bien la soledad de no tener una familia. A pesar de haber tenido varias esposas, el gran sabio nunca tuvo descendencia. En algún momento de su larga vida, su corazón se sintió desolado y vacío. Confrontando la soledad y el agotamiento, decidió emprender un viaje. ¿Quién hubiera imaginado que aquel Maestro regresaría acompañado de dos pequeños huérfanos?
El primero en cruzarse en su camino fue Enoc, un niño cuya apariencia apenas recordaba a la de un humano. Aún recuerda cómo el pequeño corría descalzo por el río Zot, buscando insectos para alimentarse debido a su incapacidad para pescar.
En ese mismo instante, Tut llevaba solo un pan insípido. A lo largo de su trayecto, había hecho un compromiso sincero con Elysiam, renunciando a los placeres de la vida durante el viaje para purificar tanto su cuerpo como su mente.
Observó al niño, cuyos pies mostraban señales de heridas. Su cabello negro y ondulado estaba enmarañado y su rostro reflejaba los rastros de un pasado difícil.
Se acercó con cautela, pero el joven se replegó; su frágil cuerpo temblaba y sus ojos permanecían fijos.
Tut extrajo cuidadosamente un bollo de pan blanco de su bolso y aunque su aspecto no era muy apetecible, el pequeño lo miraba con entusiasmo; sus ojos cafés brillaban intensamente. El niño tragó saliva y humedeció sus labios agrietados.
En ese momento, el corazón del sabio se contrajo de aflicción. Con palabras amables, intentó explicarle que podía tomar el pan sin temor a que le causara daño.
A pesar de sus intentos, el pequeño seguía a la defensiva, aunque el dolor punzante en su estómago era insoportable. De repente, como un guepardo, se lanzó hacia el pan, lo agarró y se refugió detrás de una roca.
Al principio, el niño olfateó el pan con cuidado para asegurarse de que no estuviera envenenado ni contuviera somníferos. Creía que al examinar las migas blancas podría descubrir algún indicio. El hambriento e ingenuo pequeño devoró el pan en tres rápidos mordiscos. La masa seca le raspó la garganta y un trozo se atascó en su tráquea, haciendo que su rostro palideciera.
El anciano se acercó, le dio unas palmadas en la espalda y le ofreció un poco de agua limpia. Como el niño no hablaba, el Maestro decidió darle un nombre.
—Desde este momento, serás mi aprendiz, el primero de hecho. Debes sentirte orgulloso, te llamarás Enoc Séptimo.
Sin intenciones de mostrarlo en su rostro, el anciano igual se sentía consternado.
¿Cómo podía alguien abandonar a un niño tan pequeño?
Era liviano y delgado como una hoja de sauce, su piel se pegaba a los huesos, y mostraba claros signos de maltrato constante.
Tut sintió una profunda tristeza en su corazón. Nunca imaginó que alguien pudiera herir de tal manera a una criatura.
Después de un breve tiempo, continuó su camino ascendiendo por uno de los senderos que llevaban a uno de los pueblos que rodeaban el cordón montañoso de La Esperanza.
Drogmá le había encargado recolectar algunas flores únicas de esa región, ya que solo crecían allí. La alquimista también le había aconsejado que continuara su viaje a pie para conectarse con la naturaleza.
En ese momento, aceptó aquel consejo como acertado. Ahora se daba cuenta de que un caballo habría sido útil para que el pequeño descansara, ya que les esperaban varios días de caminata.
Mientras avanzaba, varias flechas volaron hacia él. Con un movimiento rápido, deslizó su mano y usando su energía, las derribó. El anciano distraído no se había dado cuenta de que había pisado una trampa.
Miró a su alrededor, examinando cada árbol, pero no encontró nada. Tras unos breves segundos, se inclinó y tomó una de las flechas.
Enoc dormía sobre su espalda como un pequeño gatito, ajeno a la situación peligrosa que acababa de ocurrir.
Una carcajada brotó de la garganta del anciano.
—Créame, señor, no tengo intenciones de entrar en conflicto con nadie —dijo, observando la flecha mal elaborada—. Por su propio bien, sería mejor que me permitiera seguir mi camino en paz.
Sin embargo, nadie respondió a Tut. El anciano se burló en su interior. ¿Cómo podrían amenazarlo con algo tan precario? La punta de la flecha estaba desafilada, su cuerpo irregular y el tallado en madera era mediocre, con el culatín desviado hacia la derecha. Las retinas del Maestro forjador se derritieron ante tal aberración.
De repente, un grito resonó desde la copa de los árboles.
—¡Suelta al niño y sigue tu camino, nadie te detendrá!
—Ya veo —murmuró el anciano con tristeza al escucharlo.
—¡No te lo volveré a decir! ¡Suelta al niño si no quieres morir!
—Escúchame, pequeño, no le estoy haci-
El Maestro tuvo que dar tres saltos hacia atrás cuando veinte espinas descendieron del cielo hacia su abdomen. Tut las derribó con su energía, pero sabía que no eran un juego; las reconocía como un tipo de espinas venenosas. Aparentemente, no tenían intención de matarlo de inmediato, pero su capacidad para envenenar era impresionante.
—Te dije que lo soltaras. ¡Déjalo y márchate! —insistió la voz.
Tut frunció el ceño y le gritó:
—Mocoso, estás demente. Esto no es un juego.
—No estoy jugando, te di-
La voz se interrumpió abruptamente. El que se escondía y atacaba desde la copa del árbol fue sorprendido.
El Maestro, al detectar el leve flujo de energía del jovencito lo sujetó por los pies y lo bajo de golpe; reteniéndolo en el suelo.
—Sé que no estás bromeando —dijo Tut mientras se acercaba al pequeño—. Estás confundiéndome con un enemigo. Solo quiero ayudar a este niño.
—¡Mentira, mentira, mentira! —gruñó, apretando los dientes y enfurecido por estar sometido—. Bájalo, es una orden, a menos que quieras morir.
El anciano suspiró al observar al pequeño que lo amenazaba. Aunque mostraba una actitud violenta, su apariencia resultaba desoladora.
¿Acaso Elysiam lo estaba poniendo a prueba?
A pesar de no parecer mucho mayor que Enoc, la furia en sus ojos era abrumadora.
—Escucha, podríamos empezar de nuevo. ¿Qué te parece si me presento? —propuso el anciano.
—Cállate, viejo, no me interesa. Solo déjalo y lárgate.
Una vena se marcó en la frente arrugada del sabio.
—Mocoso atrevido, ¿cuántos años tienes para hablar como un bandido?
Tut retiró su energía y permitió que el pequeño se levantara.
El niño se lanzó hacia él y lo golpeó, o al menos eso intentaba hacer.
El anciano puso los ojos en blanco internamente. ¿Qué tan doloroso podría ser un golpe de esos puños sin carne?
Con un movimiento del dedo índice, enfocó su energía y levantó al violento en el aire, llevándolo hasta la altura de sus ojos.
—Mira, soy el Maestro Tut…
Intentó decir, pero fue interrumpido cuando el pequeño le escupió en la cara mientras agitaba sus brazos con furia
—¡DETENTE! —exclamó el anciano, girando el dedo para inmovilizar los brazos del niño—. Cálmate de una vez. Soy un Maestro forjador y esta criatura estaba sola y herida. Solo quiero ayudar.
Los labios del jovencito se fruncieron y a través de los lentes rotos, se pudo ver cómo sus ojos redondos se humedecían.
—¡No es cierto! No te creo —dijo con la voz quebrada por el agotamiento—. ¿Cómo sé que no mientes? Todos, todos dicen que van a ayudarte, pero al final... solo quieren usarte. ¡NO TE CREO!
—¡Que Elysiam me dé paciencia! —murmuró el anciano entre dientes—. Entiendo que no confíes. Puedes acompañarnos y comprobar que no soy un enemigo.
—¿Crees que soy idiota?
Mientras discutían, Enoc se despertó, se acercó tímidamente y miró por encima del hombro del Maestro. Se mordió los labios y finalmente, dijo solo dos palabras.
—Bueno, comida.
Ambos lo miraron, y él repitió con nerviosismo.
—Bueno, comida.
Tut se sorprendió al escucharlo.
—Hey, pequeño, ¿despertaste? ¿Quieres comer?
El jovencito, aún cauteloso, miró a ambos.
—¿Estás seguro? Puedo protegerte de ese viejo si vienes conmigo.
Con un poco más de confianza, Enoc repitió para asegurarse de que el otro entendiera.
—Bueno, bueno.
—¿Ves? Si fuera malo, ya habría aceptado tu valerosa ayuda.
Aunque le tomó tiempo, finalmente cedió.
Ahora, el gran sabio forjador no tenía uno, sino dos discípulos: un niño de cinco años al que llamó Enoc y otro, Maurice, quien, a pesar de afirmar tener siete años, se comportaba como un adulto.
Ahora, después de varios años, el hombre sostiene su jarra de vino mientras admira a estos jóvenes que han crecido tanto.
Tut dirige su atención hacia el Emperador, después del llamado de Philip, quien está a su lado.
—Disculpe, me distraje por un momento. ¿Qué me decía?
—Maestro Tut Tercero, quería consultarle algo.
—Ah, joven Andrews, disculpe mi distracción.
Mientras Darius toma un sorbo de su jarra de vino, observa al adolescente con discreción.
—¿La señorita está bien? ¿Por qué no está aquí? —pregunta Philip con preocupación.
—La Santa fue convocada por Drogmá —responde Maurice con tranquilidad.
El adolescente se levanta de golpe:
—¡¿Cómo permitiste que se fuera sola?! ¡¿No ves que puede ser peligroso?!
—¿Disculpe? —interviene Enoc con una expresión seria—. ¿Está insinuando algo?
El Maestro hace un gesto con la mano, invitando al escolta a calmarse.
—Tranquilo, joven, junto a la gran Maestra, la señorita no correrá ningún riesgo.
—Siéntate —ordena el Emperador en voz baja.
—Pero, Mi señor —protesta el adolescente, antes de finalmente sentarse, aunque lo hace a regañadientes.
—Comprendo su preocupación, joven Andrews, pero después de pasar un tiempo con la señorita, pude ver que la Santa es como una flor silvestre.
—¿Una flor silvestre?
—Exactamente.
Los hombres escuchan atentamente, algunos aún sin comprender del todo la comparación o el motivo por el cual Tut le dice esto a Philip.
Aunque, claro, el sabio es sabio por algo.
Darius permanece en silencio.
Tut toma un sorbo de su jarra de vino y continúa:
—Es fuerte y resiliente, pero su verdadera fortaleza radica en su libertad. Si la encierras o restringes demasiado, su esencia se marchitará. Ella necesita espacio para crecer, explorar y desarrollar su potencial. Sobreprotegerla sería como cortar las alas de un pájaro que anhela volar.
Sin embargo, el adolescente no está satisfecho con la explicación.
¿Cómo puede el anciano hablar con tanta ligereza? No conoce bien a Milennia, solo la vio por un momento.
—Entiendo, pero…
—¿Pero? —interviene Tut, inclinándose hacia adelante con una amplia sonrisa—. Ella es fuerte, ¿sabe? Si no lo fuera, ¿cómo podría haberse tomado cinco jarras de vino con este viejo y seguir en pie como si nada? —El Maestro estalla en carcajadas—. No se preocupe, joven.
El ambiente tenso parece relajarse con el tiempo. Aunque Tut intenta mantener una actitud tranquila y cordial, una inquietud persiste en su mente. Tras media hora de conversación y distensión, el Maestro decide que es momento de liberar a sus invitados.
—Enoc, ¿por qué no llevas al Emperador y a los demás a tu hogar para que se acomoden y descansen?
—Oh, sí, Maestro. —Deja su bebida en la mesa y hace un gesto con la mano—. Por favor, acompáñenme todos.
Todos se despiden, pero antes de que se retiren, el sabio hace una petición.
—Joven Andrews, ¿podría quedarse un momento? —dice mientras se coloca las manos en la espalda y sonríe con calma—. Creo que es una buena oportunidad para revisar el estado de Ori y Gia.
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