Los alquimistas desvelan secretos ancestrales de la tierra y convierten lo ordinario en sublime. Su arte reside en la búsqueda de la perfección, destilan lo esencial en un río de horas y purifican como almas en éxtasis. En sus manos, minerales y hierbas danzan al son de alambiques y athanors.
Las píldoras buscan otorgar resistencia a los elementos, potenciar habilidades físicas o sanar heridas. Pero su creación es compleja y peligrosa, con reacciones impredecibles, desde vapores brillantes hasta explosiones.
Espíritu y mente.
Naturaleza y universo.
El todo converge en estas creaciones.
Milennia se sienta en un pequeño sofá; es simple pero cómodo. El joven la había dejado en el taller de Drogmá hace ya... bastante tiempo.
Resulta que la sabia Maestra tenía asuntos importantes que resolver primero.
Al inicio, la mujer tuvo un sentimiento de extrañeza. Pero antes de darse la cabeza contra el piso y llorar en posición fetal porque todo se escapa de la historia original, prefiere sucumbir al efecto de ese agradable vino que acaba de tomar y concluye: "Todo esto es una mierda".
Cuantas más vueltas le daba, menos sentido tenía. A esta altura solo espera morir, así que si Drogmá viene con un hacha y usa su corazón para hacer una píldora para la eternidad, qué más da.
Si es útil, bienvenido sea.
Una sonrisa se dibuja en el rostro de Milennia mientras se acomoda un poco más en el sofá, sintiendo como el cansancio la invade. El sueño la envuelve y un pequeño bostezo hace que una lágrima escape de su ojo.
De golpe, resuena una voz desde el costado, haciéndola saltar de sorpresa.
—Lamento la demora —dice la anciana.
Milennia se agarra del pecho para calmar el corazón que casi se le escapa.
La alquimista abre sus ojos ante el espectaculo y luego sonríe.
—Discúlpeme por haberla asustado. Por favor, acompáñeme. Tomemos algo de té y conversemos.
Con el corazón aún agitado, Milennia se pone de pie y sigue a Drogmá.
En pocos pasos, ingresan a una pequeña sala que ilumina la mirada somnolienta de la Santa.
Macetas de terracota albergan una diversidad de plantas y hierbas. Las enredaderas serpentean graciosamente por los estantes de madera, sus hojas y flores aportando frescura y vitalidad.
El centro de la sala está ocupado por una mesa de té tallada con delicadeza. Sobre ella reposan tazas de cerámica pintadas a mano y a su lado, la tetera caliente libera aromas tentadores. La suave fragancia del té se entrelaza con el perfume fresco y embriagador de las plantas que adornan cada rincón.
La anciana indica con un gesto que la mujer se siente frente a ella y con calma vierte el té recién preparado.
Milennia examina el cabello blanco y los surcos en el rostro de la sabia. Sin embargo, lo que realmente llama su atención son los ojos de Drogmá.
Estos orbes nacarados, cuya blancura indica la pérdida de la vista, parecen albergar una profundidad singular, como si captaran el mundo de una forma excepcional. A pesar de su ceguera, Drogmá se desplaza y se mueve con la certeza de que puede percibirlo todo.
La sabia desliza la taza de té y comienza una conversación ligera para establecer confianza. Consulta sobre el recorrido, luego habla de la belleza de Valle Escondido y el proceso de elaboración en su taller.
Milennia se siente cómoda con la Maestra, una calidez comparable a beber el té con una abuela. Su corazón se ruboriza de alegría, hace mucho que no se siente en familia.
Era como si se conocieran desde siempre.
Lamentablemente, esa tranquilidad debe abandonarse; Drogmá tiene algo importante que advertir.
—¿Ha notado el inquietante vacío en Valle Escondido?
La Santa hace una expresión de duda, no comprende a qué se refiere, con la taza en la mano solo niega con la cabeza.
—La ausencia de niños —murmura la anciana con voz quebrada, su mirada perdida más allá de la ventana—. Corazones que son la amalgama de inocencia y pureza. Ellos son los artesanos del porvenir, los alquimistas de la tierra, poseedores de un poder sin límites, libres de ataduras y preocupaciones. Me estremece pensar en el futuro de nuestra aldea. Desde tiempos inmemoriales, hemos enfrentado riesgos indescifrables.
Y, efectivamente, es cierto.
Fue hace menos de seis años cuando el Emperador asumió personalmente la responsabilidad de proteger Valle Escondido. Mandó a Linxz que creara la matriz, y desde entonces, la frecuencia de los secuestros de niños y niñas disminuyó. Sin embargo, es una pena que nada sea perfecto, incluso cuando proviene del propio creador de la torre de magos.
—La constante desaparición de los niños no es más que otro síntoma de la constante amenaza que nos rodea. —La anciana vuelve su mirada hacia la mujer que permanece en silencio—. Santa, debe considerar cómo el demonio de Sin Nombre puede aprovechar esto y tomar en cuenta que el pasado es parte del futuro.
Milennia deja la taza de té, ahora frío, sobre la mesa y frunce el ceño al pensar en algo.
—Hace poco...
Ella se detiene al ver cómo el rostro de Drogmá se ilumina de repente. Un hombre atractivo se acerca, captando la atención de la anciana que, momentos antes, muestra angustia.
—Mi señor —exclama con afecto la sabia, levantándose y haciendo una pequeña reverencia.
—Maestra, ¿cómo se encuentra? Ha pasado un tiempo —responde Darius, acercándose y besando la mano de la anciana con cortesía.
La Santa pone los ojos en blanco. ¿Qué clase de imagen es esta?
Ella se aproxima al par que se tiran rosas y miel, lleva el puño a sus labios y tose suavemente.
—Disculpe, señor, estamos en una conversación privada.
—Vine a buscarla, pero si deben hablar un poco más, esperaré afuera —responde francamente, no tiene intenciones de mentir.
«¿Qué estás tramando?», piensa ella mientras observa la expresión tranquila del hombre, tratando de encontrar algún indicio. Pero no halla nada; parece sincero, lo que la irrita aún más.
—No se preocupe, mi señor. Por mi parte, he terminado de hablar con la señorita —interviene Drogmá, mostrando una sonrisa mientras observa cómo esos dos se miran de forma interesante.
Al pasar unos minutos, en el exterior, se despiden.
Milennia gira y ve cómo la sabia susurra algo al oído del Emperador. Frunce el ceño, tratando de descifrar la situación, y solo percibe la sorpresa en los ojos de Darius, que por un instante parece mirarla a ella. «¿Qué se traen esos dos? ¡Debería haberme quedado con el viejo tomando!», resopla y comienza a regresar, decidiendo ignorarlos.
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Philip se queda a solas con el maestro de la forja cuando todos se retiran. El adolescente, visiblemente molesto, cruza los brazos y deja sus dos espadas sobre la mesa.
Sentado, su pierna se mueve ligeramente, y su mirada, más profunda de lo habitual, acentúa el brillo púrpura en sus ojos, resaltando las marcas de cansancio y fatiga en su rostro de los últimos días.
El Maestro Tut observa con atención el tenue resplandor blanco y violáceo que emana de las espadas Ori y Gia.
—Como bien sabes, joven Andrews, las armas espirituales se vinculan con el alma de sus portadores. Crecen y evolucionan junto a ellos, desarrollando habilidades y sabiduría.
A medida que el sabio examina la energía con seriedad, su mirada se dirige a Philip, quien lo observa con indiferencia, como si las palabras del anciano fueran irrelevantes.
Tut nota un matiz en el resplandor de las espadas que no debería estar presente.
—Con el tiempo, la relación entre el portador y su arma espiritual se vuelve simbiótica, fusionando energías y emociones —añade, bajando la cabeza con vacilación y guardando silencio por un momento.
El forjador recuerda la conversación que tuvo con el emperador hace unos años, reviviendo el intenso debate que surgió cuando Darius solicitó que Ori y Gia fueran vinculadas a Philip.
La discusión giró en torno al poder inherente de esas espadas: la capacidad de disolver almas. Era un poder peligroso que requería un portador de pureza inquebrantable y justicia incuestionable.
En ese momento, se enfatizó la necesidad de que el portador no se viera afectado por emociones que pudieran distorsionar su juicio, pues cualquier desviación podría tener consecuencias catastróficas.
Esa conversación resuena en la mente del forjador, y un dolor estomacal punzante lo invade, como si el peso de aquel debate fuera una carga pesada.
Agotado, el joven arquea las cejas, hace una mueca de disgusto y se levanta.
—Maestro, si no tiene nada más que decir, me retiro.
El anciano eleva la mirada con algo de lástima en su corazón, pero también con una firmeza que brilla en sus ojos.
—Quiero que recuerdes algo crucial: el poder inherente a Ori y Gia conlleva una gran responsabilidad y un peso moral significativo —advierte con tono serio.
Philip sonríe, ladea la cabeza y entrecierra los ojos en una postura desafiante.
—Lo haré, maestro —responde con una mezcla de arrogancia y confianza.
El sabio, sin inmutarse, prosigue con gravedad:
—El alma, por su naturaleza eterna, puede transformarse o evolucionar a lo largo de los ciclos de reencarnación y ascensión espiritual. También puede regresar a una esencia universal, ya sea fusionándose con una realidad diferente o entrando en un estado de descanso eterno. Sin embargo, si se disuelve, simplemente deja de existir.
—Así como mi señor me confirió tal poder, puede estar tranquilo. Mi lealtad es irrevocable y mi juicio, el correcto.
Con un gesto de la mano, las hermosas espadas de doble filo regresan al anillo transportador del adolescente. Philip se retira con un saludo respetuoso pero rígido, sin decir una palabra más.
Tut se queda meditando, observando la espalda del escolta mientras se aleja.
Al salir del taller del forjador, el cielo nocturno se adorna con hermosas estrellas.
Philip avanza hacia la casa de Enoc, con la esperanza de encontrar a la mujer sana y salva. El aire lleva un reconfortante aroma a tierra y flores, y la suave brisa acaricia su rostro, tratando de aliviar el dolor persistente en su cabeza. Sin embargo, a mitad del camino, se detiene. Su mirada se fija en dos figuras familiares.
La luz nocturna perfila los contornos familiares. El corazón del joven late con fuerza mientras su mente intenta comprender la escena frente a él. Un escalofrío recorre su espalda, y su mandíbula se tensa al ver la proximidad del hombre con la mujer. Su cabeza retumba y las emociones se desbordan, mientras sus ojos se agudizan y se sumergen en un abismo.
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