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Chapter 2 - | I |

La caricia del viento acunó las copas de los árboles, disipando brevemente el abrazador calor que la esfera de candente proporcionaba con ardua labor. El aire estaba impregnado por el aroma terroso del musgo y la madera vieja, mezclado con el dulce perfume de las flores. Hacía siete días que no llovía. El silencio del bosque solo fue interrumpido por el gimoteo sediento de la tierra seca, pisoteada por las gruesas pezuñas de los caballos al andar, y el canto de los pájaros ocultos en la vegetación.

Dalcar, el menor de los Razerot, contempló las copas de los árboles que se extendían a lo largo del camino. Las ramas, los inquietos pájaros y el susurro silencioso de los insectos se repetían como una escena interminable. De sus labios se escapó un chasquido de impaciencia y sus vibrantes ojos se cubrieron bajo la sombra del hastío.

—¿Falta mucho por recorrer? —preguntó.

Con un rápido movimiento, el general Ironhart, cuya barba se extendía más allá de su mentón, cortó la gruesa rama que obstruía el paso.

—Has hecho la misma pregunta seis veces en el último cuarto de hora —respondió Kazar mientras observaba el reloj solar que cargaba consigo.

—No me culpes, llevamos mucho tiempo andando y no hemos encontrado a nadie. Tampoco entiendo por qué mi Arathas nos ha enviado al encuentro de los volquianos, ellos han de traer su propia escolta, ¿no? —el tono estaba plagado de descontento.

—Cierto, la dinastía Qedo suele alardear de su poder frente a nuestro imperio, han de sentirse avergonzados si jóvenes nobles como nosotros debemos brindarles protección. — Aramis sonrió al pensar en sus propias palabras. Anhelaba el momento en el que los extranjeros suplicaran su ayuda al enfrentarse al peligro. Solo con imaginarlo, su piel se erizó de emoción.

—Aunque la dinastía Qedo cuenta con súbditos muy capaces, estos desconocen el territorio de nuestra nación. Sería estúpido aventurarse a tierras desconocidas sin temer sufrir algunas perdidas—Kazar miró con desaprobación a los dos jóvenes—. No es de extrañar que mi Atharas nos designara como escoltas.

A medida que se acercaban al corazón del bosque Mugle, la vida salvaje se volvía cada vez más palpable: el suelo era un tapiz de árboles caídos que sucumbieron con el tiempo y, a pesar de la ausencia de una fuente de agua cercana, el fango se adhería a los bordes del camino. No había criatura, por satisfecha que estuviera, que no se sintiera atraída por el grupo, acercándose con la esperanza de obtener un festín, aunque fuera escaso.

Si bien la idea de ser designados como escoltas les había llenado de orgullo, aquella emoción ya no existía.

Esta vez, la voz rasposa del general se hizo escuchar: —No es el deber de un soldado cuestionar las órdenes que le da su rey, solo seguirlas.

Dalcar, llevando su caballo al frente de las filas, miró al nuevo objeto de su interés.

—¿Para qué sirve un soldado que no puede pensar y solo obedece órdenes, viejo blanco? —no quedó satisfecho con la afirmación—. Si todo es incuestionable, ¿qué ocurre cuando mi Atharas comete un error? ¿Quién lo lleva a reflexionar?

—Dalcar —Kalzar regañó a su hermano con la mirada.

—¿Qué? ¿No es justificable mi duda? El rey es la más noble figura en todos los mares y rincones de la tierra, pero sigue siendo humano como nosotros, así que también se equivoca ¿no?

Frente a la pregunta, los presentes desviaron la mirada hacia el imperturbable semblante del príncipe Chramet y suspiraron en silencio al ver que él no mostraba reacción alguna. Aunque no eran tan insensatos como Dalcar para plantear este tipo de interrogantes en público, la curiosidad común no podía evitar aflorar. Después de todo, si el emperador era considerado el ser más sabio del mundo, ¿quién se atrevería a cuestionar sus ideas?

El general Ironhart soltó una risa estruendosa, pero no pronunció ni una sola palabra. Hay preguntas que no deben ser respondidas, pues las respuestas solo traerían más descontento que satisfacción.

El crujir de las hojas se escuchó a la distancia. Los pies descalzos se arrastraban desganados sobre el tumultuoso suelo. La delgada figura de un hombre se tambaleaba, careciendo de fuerza para mantenerse firme. Con los labios entreabiertos, respiró con dificultad cuando el trotar de los caballos llamó su atención. Casi como si frente a sus ojos se desvelara la personificación de un dios, se vio colmado de esperanza.

—Por favor... ayuda —clamó al viento, su voz fue ahogada por sollozos.

Emergiendo de entre los árboles, la figura del hombre se hizo visible. Su ropa, desgarrada y colgando de sus hombros, estaba manchada de suciedad y empapada en sangre. Los ojos, profundos como perlas sumergidas, causaron asombro en el grupo de jóvenes que le observaba expectante.

—Ayúdame... —volvió a murmurar con la voz arrastrada.

Aramis corrió su caballo y se movió silenciosamente detrás del príncipe Chramet.

—Manténgase a distancia. —El general Ironhart instruyó con autoridad.

El hombre pareció ignorar la advertencia y continuó avanzando. Intentó rogar ayuda, pero las palabras que salieron de su boca quedaron suspendidas en el aire, interrumpidas por el sonido grotesco de sus entrañas golpeando el suelo, empapándolo de sangre. La piel de su abdomen, desgarrada y expuesta, permitía apreciar el enjambre de órganos apiñados, cuyas funciones se mantenían por la adrenalina que fluía por sus venas.

El frío le heló la piel y los pasos se detuvieron en seco cuando una pesada sombra detrás de él se posó sobre su figura.

Dalcar desenvainó su espada con rapidez, pero el general lo detuvo de inmediato. Una araña orbicular descendió del árbol, suspendida por un hilo de su propia telaraña, mientras sus patas delanteras tejían con frenesí.

—Tenemos que intervenir, se lo va a comer —Elonias Allof, un joven de cabello azabache y pequeño en tamaño, habló en misericordia. Tenía las pupilas dilatadas por el miedo, pero se resistía a permanecer inactivo.

—Ya es un cadáver —declaró el príncipe Chramet—, el veneno de la araña ha licuado sus entrañas. Debería haber sido devorado hace tiempo, pero tuvo la desgracia de liberarse de la telaraña.

—¿Desgracia? —Aramis preguntó detrás de él.

—Sí, las arañas orbiculares son posesivas con sus presas. Normalmente las devoran en cuanto caen en la trampa. Pero si logran escapar... sufren un destino peor que la muerte. —Kazar agarró la mano de su hermano menor, temiendo que este, siempre tan emocional, se precipitara hacia su propia ruina. Intentó persuadirle para que envaine la espada, pero al sentir el frenético movimiento del animal, terminó desenvainando la suya.

El corpulento cuerpo del animal se posó detrás del hombre, quien intentó huir una vez más, pero sus piernas no respondían ante las órdenes de su cerebro, paralizadas por el temor. La araña mordisqueó la cabeza calva y, los quelíceros al costado de su boca, inyectaron el veneno en el cuello. El hombre se retorció y gritos de dolor resonaron desde su garganta mientras sentía cómo la carne se le derretía y la piel se le adhería a los huesos, convirtiéndose en un montón de líquidos fétidos atrapados en el resistente capullo de telaraña.

Una vez concluida la caza, la araña dirigió la mirada hacia las personas que tenía delante. Inconscientemente, los jóvenes desenvainaron las espadas y se pusieron en guardia, vigilantes ante cualquier movimiento.

El animal se estremeció, extraños sonidos escaparon de su interior y vomitó restos de huesos y órganos humanos. El olor era inmundo. Los ocho orbes de la araña se posaron sobre la sólida figura del viejo blanco antes de alejarse sin más. Liberados de la amenaza inminente, el sonido del vómito constante brotó de las gargantas de algunos, ya fuera por miedo o repugnancia.

—Debemos acelerar el paso. Temo que en los últimos años estas miserias se han vuelto feroces—el general Ironhart se protegió los ojos mientras contemplaba el horizonte—. Sería una verdadera lástima si nuestra visita desencadena el mismo destino que ese hombre.

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Araña orbicular: criatura de gran tamaño y hambre voraz, que se distingue por su habilidad para tejer telarañas circulares y planas. Estas telarañas son notablemente flexibles, resistentes e invisibles, lo que las convierte en trampas mortales para sus presas.