Así fue como el beligerante completó su última tarea, sus propósitos conocidos solo por él mismo, desde el reino de Cristal. Su última aparición en estas tierras, al menos por un largo tiempo, estuvo llena de sonidos de celebraciones, y las paredes a su alrededor estaban adornadas con caléndulas, rosas y flores desconocidas.
En las calles, la multitud de gente se regocijaba por todas las bendiciones gratuitas que les habían sobrevivido, un alivio oportuno durante tiempos difíciles. En los hogares de nobles, dignatarios y otras personalidades importantes, él era discutido en tonos apagados y susurros —los misterios que lo rodeaban eran demasiado grandes para ser ignorados.
Por todos los medios, sus acciones no mostraban indicio alguno de malicia o un motivo oculto. Sin embargo, al mismo tiempo, cuando partió de esas tierras, se mantuvo fiel a su nombre, y la guerra en curso entró en un nuevo nivel, uno que esas tierras jamás habían presenciado.
