En la residencia occidental del suelo imperial, una esbelta mujer vestida modestamente de blanco se levantó de su asiento.
Sus ropas carecían de diseños espectaculares, luciendo más sencillas que las de un eunuco, pero su identidad era única. La simplicidad de su vestuario no lograba ocultarla, y la gracia con la que se conducía la enfatizaba.
Un trozo de tela sencilla le cubría los ojos. Se quitó la venda, y una vista impresionante fue revelada.
Las criadas contuvieron el aliento al verla. No era la primera vez que la veían, pero se sentían como si nunca dejaran de sorprenderse por lo perfecta que lucía.