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Ember estaba de buen humor. La brisa era fresca y nítida, el sol cálido, y el encantador aroma de los pastizales frente a ellas la hacían sentirse relajada. Erlos le contó que los vastos prados frente a ellos marcaban el límite entre dos territorios; acababan de cruzar la tierra de las brujas y estaban a punto de entrar al Bosque de los Elfos.
A medida que se acercaban a un río, ella reconoció que era el mismo río donde Erlos había pescado antes.
—¿Erlos?
—¿Sí, señorita?
—Si recuerdo bien, ¿de este río a Honeyharbor no tardamos más de dos horas? Pero ¿solo ha pasado más o menos una hora desde que salimos? ¿Eso significa que ya cubrimos la mitad de la distancia que necesitamos viajar?
—Señorita, todo es gracias a usted. Ahora puede montar a caballo realmente bien. Por eso, pudimos cruzar esta distancia más rápido que antes —elogió Erlos.
Ella le ofreció una sonisa agradable. —No, es gracias a ti, Erlos. Es porque me has enseñado bien.