Cuando Gregor llegó a la montaña embrujada, el sol ya se había puesto más allá del horizonte, haciendo que el ya lúgubre bosque pareciera aún más amenazador.
En la base de la montaña donde no se podía encontrar ni un solo ser vivo, se veía que los grandes árboles ominosos estaban desnudos, y no había senderos visibles para seguir ya que todo estaba cubierto por una espesa niebla. Cuanto más se caminaba, menos podía ver el ojo. Era debido a este fenómeno que incluso los aldeanos cercanos temían el bosque muerto, pues incluso un cazador veterano podría perderse si se desviaban de los caminos conocidos.
Gregor era guiado por los caballeros del rey, los hombres portando antorchas para poder ver a través de la oscura neblina. Parecía como si hubiera algo acechando entre las sombras. Incluso siendo hombre, no podía evitar sentir el miedo a lo desconocido.
Mientras caminaban en un silencio hueco sobre el suelo rocoso irregular, solo se podía oír el llanto del bebé.