—Debes de ser la esposa —dije con una sonrisa en mi rostro, igualando la suya—. Es un placer. ¿Cuál de estos hombres es tu esposo?
—Desafortunadamente, después de que tus... esposos... visitaron al mío, él no se sentía bien y decidió no venir. Envió a sus hombres en su lugar —respondió ella, apretando las comisuras de sus ojos—. Había pasado un tiempo desde que había podido jugar este juego particular con otra mujer. Me preguntaba cómo manejaría ella los dichos del Sur.
—Eso está bien. Quien ahorra el palo, malcría al niño, ¿no? —dije encogiéndome de hombros—. Por otro lado, esa es la ventaja de tener cuatro esposos. Nunca tengo que ir a ningún lado sola. Y ni siquiera tengo que golpearlos para asegurarme de que se queden a mi lado.
—Bueno, fueron dos de tus... esposos... los que golpearon al mío hasta dejarlo casi sin poder caminar —dijo rápidamente, como queriendo asegurarse de que todos alrededor supieran a quién culpaba por la miseria de su esposo.