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—¿Y cómo mierda crees que vas a poder hacer eso? —exigió el oficial al mando del submarino del País M.
—Con un poquito de fe, confianza y polvo de hadas, por supuesto —dije con una sonrisa mientras inclinaba la cabeza hacia un lado—. Pero en serio. Dejá eso en mis manos. ¿Qué decís? ¿Te vas de aquí con todos tus hombres vivos y vives en el País K por el resto de tus días, o mueres en esta lata de sardinas? Realmente la elección es tuya —pregunté. Me estaba acabando la paciencia y el tiempo.
Y no podías comprar ni lo uno ni lo otro en la tienda de conveniencia del barrio.
Lo sé.
Busqué.
—¿Por qué no podemos volver al País M? —preguntó uno de los hombres sentado frente a una pantalla en blanco. Me pregunté si tenía que estar allí aunque estuviera apagada o qué, porque mirar una pantalla oscura no podía ser nada entretenido.